Documentos para la historia del teatro español
Documentos para la historia del teatro español. CDT
INICIO / Claves / Escena y política
1939-1949
1939-1949

Cartelera
1940

El tiempo y su memoria
Escena y política
Modelos y espacios
Protagonistas
Memorabilia
El teatro y su doble

fondo página

ESCENA Y POLÍTICA

RITUAL Y MODELO DEL NUEVO ORDEN

Quizá la marca más visible con que la política irrumpe en el espectáculo escénico recién acabada la Guerra sea la presencia de  los inequívocos componentes simbólicos con que el régimen inaugurado deseaba sellar su impronta en el comienzo del nuevo devenir político y su integración en la actividad teatral, incluidos sus aspectos aparentemente más superficiales: asistimos al término de  los espectáculos teatrales, sobre todo así lo recoge la prensa madrileña, a una liturgia en la que el himno nacional, o el canto del “Cara al sol”, el brazo en alto, los gritos de ritual e incluso la fotografía del caudillo vencedor encima del escenario se repiten constantemente en los patios de butacas y sobre las tablas en esta primera hora (así se enfatiza en algunas representaciones emblemáticas afines a la nueva sensibilidad: las críticas de El divino impaciente o Cuando las cortes de Cádiz lo reflejan con profusión estos detalles; todo ello sin que, en representaciones o en eventos (festivales, homenajes, fiestas) de acento especialmente patriótico, falte la presencia de autoridades militares, del Movimiento (desde el Delegado Nacional de Teatros, Román Escohotado, a Jefes Locales) o incluso legaciones diplomáticas de los países aliados, Alemania e Italia.

Se trataba de hacer  presente la victoria en medio de un ambiente que exigía la admiración y la lealtad por parte de todos los reunidos:  incluidos los profesionales, algunos de los cuales (actores como Jesús Tordesillas, Guillermo Marín o Ricardo Calvo según recogen las crónicas, son ejemplos de ello) pronuncian los gritos de ritual que siguen a los himnos o leen algún poema patriótico debido a la pluma del general Millán Astray o en homenaje al propio Franco; o dedican alocuciones de calado político (así, algunos autores emblemáticos como Marquina, que, al término de una representación de La santa Hermandad en Barcelona, recita “un poema sobre Cataluña y sus miserias rojas”, o Pemán que, tras el estreno de La santa virreina en el teatro Eslava de Valencia, concluye con un canto a la Hispanidad y al Imperio), lo que se mezcla con la presencia esporádica pero siempre subrayada de militares relevantes como el general Saliquet (cuya sorpresiva llegada al teatro de la Zarzuela supone en cierta ocasión la interrupción del espectáculo), el general Millán Astray que interviene con un discurso en medio de una función benéfica o el gobernador militar de Barcelona Álvarez Arenas, quien durante la lectura previa al estreno de  La santa virreina llevada a cabo en el Poliorama, pudo escuchar los “vivas a la Cataluña española” mientras era obsequiado por el propio Pemán, junto a todos los asistentes, con manzanilla del Puerto de Santa María. Todo lo cual no se circunscribía a espectáculos de altos vuelos; la prensa cuenta cómo al final de “Te llamo y no vienes”, una simple opereta de Paso, un soldado español colocaba en el centro del escenario un retrato de Franco mientras sonaba el himno nacional; o cómo en un acto patriótico celebrado en el Fontalba, donde se incluye una obra menor con trasfondo bélico, Convéncete, Máximo, Fernando Fernández de Córdoba, el famoso locutor de Radio Nacional de España que leía los partes de guerra por las ondas, retoma su tarea en la escena leyendo un parte oficial que recoge la realidad patriótica de 1937. Tampoco resulta insólito que, en alguna función benéfica, ese mismo locutor y algunos célebres cronistas de guerra (Víctor Ruiz Albéniz, El Tebib Arrumi y Alberto Martín Fernández, Spectator, entre otros,) hagan su aparición sobre el escenario para, convertidos en testigos heroicos, ratificar con su presencia viva lo que tantos oían en la distancia durante la Guerra.

En medio de todo lo cual la actividad de algunos escritores, con o sin el resultado final del estreno, no permaneció ajena a esa ubicua realidad política: son mucho más numerosos de lo que se ha supuesto los estrenos, algunos frustrados y que solo merecieron honores de lectura, de obras que, en esta primera hora tras la Guerra,  recogen los avatares bélicos siempre en defensa de los valores del bando nacional pero con diversidad de tono, propósito y repercusión: predominan las evocaciones heroicas en títulos de evidente raigambre falangista: En España empieza a amanecer, de José Silva Aramburu, que pretendía recoger tipos y escenas que reflejaran “aquel Madrid del Terror”; o Amor, patria y caridad, de Luis Teijeiro, comedia de circunstancias patrióticas cuya mejor virtud, a juicio del crítico, era que en cierto momento de la obra se escuchaba el himno de Falange y se gritaba ¡Arriba España!; en ocasiones se trataba solo de meros apropósitos patrióticos como fue el caso de Un lucero más, de Manuel Fernández Conte, evocación de los días heroicos, o Cara al sol, obra lírica escrita  por dos autores prisioneros en cárceles de Cataluña, Víctor  de Arriba y Julio Romaguera; o  Muchachas de blanco, obra de un comandante y estrenada en Sevilla, que exaltaba la abnegada labor de las enfermeras en el frente; o la alegoría en tres cuadros, ¡Madrid!, ¡Madrid!, que, en el Festival de Telefónica celebrado en el teatro Olympia de Barcelona, rememoraba las gestas que en diversas provincias llevó a cabo el ejército nacional; o Viva Cristo Rey, aguafuerte dramático sobre la revolución obrera en Barcelona, representada en el Centro de Acción Católica de la ciudad condal. En otras ocasiones, en cambio, el asunto bélico rinde su carácter épico a  otros tonos que van desde lo melodramático a lo decididamente cómico: el entremés castizo y cómico La paz explota el reencuentro de un matrimonio separado por la Guerra; El compañero Pérez, de Rafael López de Haro, que, representada ya en la Guerra, recrea, desde una perspectiva humorística  que sirve para ridiculizar al enemigo, el arranque de la contienda en Barcelona; con trazo todavía más grueso, José Lucio, escribe Al buen requisón, caricaturizando las incautaciones de las milicias republicanas, y Sáez y Paso hijo escriben un juguete cómico titulado Los rojillos, duramente juzgado por algún crítico a causa de su oportunismo y su equivocado planteamiento al mezclar el humor con el horror; otros, como Carlos Jacquotot en Santiago de Castilla, se atrevían a fundir el ambiente bélico con un crudo argumento amoroso que tiene como protagonista a un depravado personaje finalmente redimido gracias a la experiencia sacrificada impuesta por la contienda; de modo similar, Luis de Vargas da una vuelta de tuerca sentimental a un conflicto familiar marcado por la realidad de la Guerra en Mis chavales;  José María Salvador estrena en el Urquinaona de Barcelona Más allá de los luceros, fantasía escénica con ilustraciones musicales, de la que el crítico destaca un “valor positivo” que no explicita en su relación, acaso, con el  evocador sentido político del título. En otras ocasiones, el cariz político de la obra queda reducido a la filiación ideológica del autor, tal y como transcribe el crítico de Cock-tail, refieríendose al falangista Romero Marchent.

A lo que habría que añadir algunos otros acontecimientos escénicos cuya dramaticidad se vincula con otras formas literarias, comunicativas o espectaculares: Rafael Duyos, poeta falangista, aporta Presente, dentro de un género de poemas escenificados al que también pertenece Unidad, de Jacinto Miquelarena, incorporado a la escena dentro del espectáculo global El reóforo¸ de Joaquín Pérez Madrigal con la intención de reclamar la necesidad de amortiguar la dispersión de las diferentes fuerzas del Movimiento ; lo mismo sucede con algunos productos musicales: Pilar Millán Astray escribe con el trasfondo de su cautiverio, y se incorpora a una función especial para la reconstrucción de la Capilla de la Cofradía de la Novena, una canción titulada Las prisioneras, y, en una nueva versión del célebre sainete arrevistado El sobre verde se añade un chotis titulado En el frente de Madrid que quiere reflejar los sufrimientos de los madrileños durante la Guerra. Al mismo fenómeno corresponde la conferencia-espectáculo Crónicas vividas de la España imperial, al fin otro híbrido patriótico de la época, representado en el Tívoli de Barcelona.

Nada, ni siquiera los géneros aparentemente más alejados de la ideología, escapa totalmente al clima político: la revista, por ejemplo, recibe un condena sin paliativos por parte de la intelectualidad falangista: el denominado Delegado de Arte del SEU madrileño ataca ese género en que la risa “grotesca, brutal y maloliente”  se mezcla con melodías donde danza en “bacanal estúpida todo el inconsciente sucio y pegajoso”, lo que significa un “insulto de nuestra Revolución y de nuestra fe”. O el teatro infantil, donde no habría más que recordar el título de una obra impulsada por el cuadro de guiñoles del SEU de Magisterio: Periquito contra el monstruo de la democracia, intento de crear un personaje heroico, con todas las señas de identidad de la Falange, adaptado a la mentalidad infantil. Incluso el nombre del clásico de Perrault, estrenado en el teatro de la Comedia por un elenco distinguido donde figuran Porfiria Sanchiz, Maruja Asquerino o Antonio Riquelme,  ha de permutarse por el más aceptable de Caperucita encarnada. Asunto este, el del cambio de título, nada singular, sin embargo: una “revista en bruto con gotas patrióticas”, Rosas de España, de tema culinario nacionalista, “elucubración de un patriota en los tiempos de hambre” se la denomina en el diario Ya, recibe un varapalo de advertencia en la pluma del crítico de Arriba por mezclar, en uno de sus números, asunto tan banal con alusiones simbólicas transcendentes: “Esas cinco rosas están nada menos que en el himno del Movimiento y basta. Versos malos acerca de ellas, de ningún modo”. Presencia constante de la política en todo como se observa en el homenaje de que es objeto Jaime Gurri, un bailarín, caballero mutilado por la reciente contienda, en medio de un espectáculo ligero de carácter musical, Ritmo y rumbo, representado en el Tívoli de Barcelona.

La efervescencia política conduce paralelamente, en línea con las exigencias de depuración impuestas por el nuevo régimen, a que desde algunos sectores de la prensa se plantee como asunto capital la necesidad de identificar a quienes, permaneciendo en Madrid, perseveraron en sus ideales a favor del bando nacional convertidos en héroes de la retaguardia, frente a los que pudieran resultar sospechosos de connivencia: Francisco Casares, secretario general de la Asociación de la Prensa de Madrid, en Hoja del lunes, propone una taxonomía “precisa y justa” que establece los cuatro grupos que es preciso cribar: “los que se quedaron en Madrid y eran rojos”, “los auténticos”, “los ingenuos” y “los rojos que fueron nacionales por geografía”. Por supuesto, todos ellos fuera de “los que hemos llegado de Burgos”. Todo lo cual provoca una situación conflictiva entre quienes apuestan por una integración más o menos benevolente y los que exigen una rígida segregación, una depuración en toda regla; en este sentido, resulta curioso cómo a artículos que reclaman la criba de los autores rojos que buscan el arrimo de la nueva situación (en el temprano homenaje a los Quintero, el cronista del diario Madrid, en un artículo de título elocuente, “Evitemos la mezcla”, detecta la presencia de arribistas de signo republicanos que “han creído que perder la guerra” ha sido “como perder una huelga más”) se oponen otros en que se defiende la necesidad de acoger fraternalmente a los que, lejos de toda traición, sufrieron las penalidades bélicas con entereza, e incluso con heroísmo: ejemplo de ello intentaba ser Quinta columna,  un texto dramático del periodista y crítico Alfredo Carmona, al que la prensa presenta como un perseguido político, que recrea en su obra “tipos y hechos de esa sangrante realidad que ha sido Madrid bajo el Terror”. El tema alcanza indudable calado en esta primera hora tras el término de la Guerra, como prueba un chiste gráfico, con el subtítulo de “Depuración”, en el que una novia, requerida en matrimonio, exige al novio una declaración jurada; al final, y por lo que respecta a su faceta escénica, permanece ese dualismo entre quienes, anhelantes de una “eliminación automática” o expectantes en los saloncillos y dispuestos “a pedir la vez”, manifiestan su decepción, y los que se muestran comprensivos ante la “equivocación de los vencidos” que “erraron en el drama de Madrid”. En esta línea, hay quienes plantean la necesidad de que comiencen a estrenar todos, incluidos los depurados; el motivo, muy pragmático, la necesidad de “probar que al letargo marxista sucede la floración nacional”.

Y es que, al fin, la creación dramática había de ser, al menos a efectos propagandísticos, exaltada y protegida: se observa en el impulso y la regulación que ahora cobra la Sociedad de Autores Españoles, cuyos nuevos estatutos se habían aprobado en 1938 y que contaba en su cúpula orgánica con personalidades tan relevantes como su presidente, Eduardo Marquina, y, sobre todo, su consejero delegado, José Juan Cadenas, personaje fundamental en la nueva situación de la escena española por sus vinculaciones políticas visibles en el encargo que recibió del Gobierno de Franco para desbloquear, gracias también a las buenas artes de Jacinto Guerrero y Moreno Torroba, el dinero de los autores retenido en Francia (solo aquí supuso más de un millón de francos), Portugal e incluso América al poco de comenzar el conflicto y por el que también pugnaban las autoridades republicanas. Como consecuencia del éxito en la gestión, también la reorganización de SAE correspondió a los mismos nombres, miembros de un selecto grupo que las páginas de los periódicos encomia con profusión.

Como el de algunos otros autores convertidos en iconos y paladines de la nueva situación: José María Pemán, defensor de los valores hispánicos y la “grandeza ecuménica de España” por medio de textos como La santa virreina, o Pilar Millán Astray, aupada como emblema del nuevo régimen en su condición de “decana de las cautivas de España” al recordar sus 32 meses de estancia en las prisiones republicanas; o destacados actores a cuya relevancia artística unen una significación política innegable: María Fernanda Ladrón de Guevara, objeto de múltiples homenajes promovidos como reconocimiento a su gallardía ante las penalidades y los riesgos sufridos durante la Guerra a causa de sus convicciones; o Nini Montian, cuyos méritos en pro del bando nacional en el conflicto corren en seguida parejos a su condición de primera actriz en la compañía del nuevo Teatro Español de Madrid; y, aunque en distinto grado, en la nómina habrían de incluirse los nombres de quienes se manifestaban de uno u otro modo a favor de la nueva situación en declaraciones o en actos tan simples como los homenajes y beneficios ( Isabel Garcés, Társila Criado…,y muchos más); e incluso con otro alcance, en el mismo conjunto deben integrarse personajes cuya fama de primera hora prevalecía sobre la calidad de sus méritos profesionales: el ya citado Fernández de Córdoba, cuyas apariciones sobre las tablas rememorando sus célebres intervenciones radiofónicas acaban (“no quiero mercantilizar los sentimientos”, se excusa) con su marcha a los estudios de cine italianos; o González Marín, incansable recitador de poemas afectos a las consignas del régimen por toda España. O el cómico Ramper, siempre dispuesto a regalar al periodista alguna gracia antirrepublicana.

Todo ello formaba parte de los cambios que iban haciéndose visibles en esta primera hora en la que, con mayor calado, el nuevo régimen nombra, regula y legisla, como en el resto de los ámbitos, el mundo de la escena: a los primeras medidas de control (la supervisión de la cartelera por el Sindicato de la Industria Cinematográfica y Espectáculos Públicos o el cambio de los nombres de los teatros considerados menos afectos: Ascaso, García Lorca…, los subsidios a los excombatientes para asistir a los teatros, pronto suprimidos ante las reclamaciones de los empresarios), les suceden los nombramientos en la Delegación Nacional de Teatro  y Cinematografía, en  la que el escritor y critico falangista, Román Escohotado, se convierte en Delegado Nacional de Teatro en estrecha relación con Luis Escobar; o, aunque con distinto rango,  Fernando José de Larra es designado delegado del gobierno en el Teatro María Guerrero. A lo que sigue una larga serie de disposiciones y ordenanzas con las que se decide regular el mundo de la escena: desde la exigencia de declaración jurada  a los músicos y escritores con que evitar la temida depuración, o la del carné sindical para los actores dentro del Sindicato de Actividades Diversas, hasta la regulación del trabajo de los menores en las obras de teatro infantil, pero, sobre todo, lo relativo a la censura: si ya en junio la prensa recoge cómo se dictan normas para la ejecución de la censura general, un mes más tarde se da cuenta de la creación de una sección de censura para publicaciones no periódicas, obras teatrales y guiones de películas, refiriéndose concretamente a “los originales de las obras teatrales, cualquiera que sea su género”. Es el momento en que la censura teatral se hace recaer en una sección concreta de la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda. A partir de diciembre, se regula que todo espectáculo representado debe disponer de la correspondiente hoja de censura, a excepción de las obras consideradas clásicas.

Cierto que ya antes, prácticamente desde la entrada en Madrid de las tropas nacionales, el teatro se había convertido en objeto de debate y de propuestas diversas:  desde la que entronizaba al teatro clásico por sus puros valores pedagógicos (así se apunta con motivo de la gira del Teatro de Falange  a Barcelona, donde estrena La verdad sospechosa ), hasta la que defendía la necesidad de convertir el teatro en una escuela capaz de formar al público, demasiado tiempo cómplice del mal teatro (“hay que erigirse en sus tutores y educadores”); un teatro capaz de imbuir “la conciencia de esta misión nacional, que es una de las rutas del imperio”, traducción enfática de la recuperación del nacionalismo teatral español; eso por encima de quienes, desde posiciones más elementales, esperaban un teatro de guerra alimentado de las gestas heroicas del pasado reciente: no es preciso, se apunta, recoger las estampas de guerra de modo tangible, sino proyectar el espíritu del conflicto bélico, “el alma de estas horas vividas”. En línea con este afán regenerador, hay quien propone la creación inmediata de un Conservatorio que permita constituir con garantía la que se convierte en una de las máximas aspiraciones teatrales del nuevo régimen: la fundación de un Teatro Nacional que impulse sobre todo el teatro en verso, “auténtico talismán de nuestro teatro”.

A este propósito no resulta ajena la convocatoria en el mes de agosto en Zarauz de la Junta Nacional de Teatros con la presencia de diversas personalidades del mundo del arte y de la empresa del espectáculo (José Cubiles, Conrado Blanco, Juan Mestres). Es allí donde se fijan metas de importancia , plasmadas en diversos acuerdos como el nombramiento de una ponencia, con Manuel Machado y Fernández Almagro al frente, para la creación de ese Teatro Nacional; o la solicitud de exención de impuestos a teatros de relevancia artística; la protección del teatro lírico español, la creación de una orquesta nacional y la posibilidad de poner en marcha el Teatro Real. Así mismo, se felicita a Luis Escobar por su labor al frente del Teatro de Falange.

El siguiente paso lo encontramos a finales de año cuando se constituye, dependiendo de la Dirección General de Bellas Artes el Consejo Nacional del Teatro, presidido por Eduardo Marquina, acompañado de ocho consejeros (autores como Machado, junto a compositores como Moreno Torroba; intérpretes como María Guerrero de Díaz de Mendoza junto a eruditos como Melchor Fernández Almagro) y un comisario nacional, Luis Escobar, al que auxiliaban como subcomisarios Claudio de la Torre y Huberto Pérez de la Ossa. El plan de Escobar incluye la próxima inauguración del Teatro Nacional tomando como sede el Teatro María Guerrero,  y con un repertorio clásico y moderno, es concebido, como “museo, laboratorio y escuela de profesionales, ejemplo para las empresas privadas y centro de publicaciones teatrales”.

Por su parte, el Teatro de Falange continúa y amplía su labor tomando como objetivos el de convertirse, no ya en puro productor de servicios públicos, sino en un servicio nacional de propaganda encargado de “resucitar en el pueblo español el sentido católico e imperial de su teatro”. Para lo cual se propone la divulgación de las joyas teatrales del Siglo de Oro, la dignificación y decoro del arte escénico y la formación y depuración del gusto popular inculcando al público la “grandiosa idea” de la historia española, patente en conceptos como Religión, Imperio, Hidalguía e Idealismo.

En la práctica escénica, sus giras por la España nacional desde 1938 especialmente con representaciones de El hospital de los locos, de José Valdivieso, en el tercer centenario de su muerte, supusieron, de seguir a la prensa del momento, un considerable éxito de público. Sin entrar en valoraciones precisas (más de 300.000 espectadores, según el diario ABC), las puestas en escena  en marcos monumentales o naturales (Segovia, Santiago, Burgos…) de gran relevancia permitían, sin duda, la asistencia de grandes masas de público en línea con los objetivos de instrucción popular promovidos por este teatro. Tras girar por  Barcelona en el mes de febrero, donde había presentado La verdad sospechosa ante un público que, al decir del crítico, posee “aquel grado de finura y sensibilidad que permite separar lo vulgar y lo chabacano…), llega a Madrid en mayo con un auto sacramental presentado con las galas de un estreno único calificado al mismo tiempo como popular y selecto: se trata de la citada puesta en escena de El hospital de los locos  en el Teatro Capitol  y en el transcurso de la Fiesta de la Victoria, lo que supone, aun en la versión reducida impuesta por un sala convencional, el elogio de la  prensa no solo por su contenido religioso sino por constituir una fiesta de los sentidos en la que se emplean “los más modernos métodos de luminotecnia y decoraciones sintética más lujoso y rico vestuario de la época”, una versión “de cámara”. A ello seguiría, ya en julio, y tras intensa gira por Andalucía, el estreno de La cena del rey Baltasar en los jardines de El Retiro de Madrid (los precios, no muy populares, de 10 pesetas en preferencia y 6 en sillas), lo que, en opinión de algún crítico, supone “un espectáculo digno de la España imperial”. Otros optan por destacar, y esto sí era poco frecuente entre la crítica escénica, a los colaboradores de Escobar (el vestuario y la escenografía de Cortezo; la música de Fernando Moraleda; la coreografía de Nadine Lang o la luminotecnia de Benito Delgado).

Por otro lado, la expansión del teatro impulsado por las diversas instancias de Falange  pasa por adoptar diversos perfiles: dependiente de la Delegación Provincial de la Sección Femenina de Madrid, el  “Carro de la Farándula”, impulsado por Margarita Rosel y José Franco, lleva a cabo una amplia programación de textos clásicos, especialmente, pero no solo, autos sacramentales:   los autos de Lope Del pan y del palo, o El hijo pródigo conviven con el entremés cervantino La guardia cuidadosa o La Aulularia, de Plauto. Con similar intención surge el Guiñol del TEU, a instancias del SEU de Magisterio y a requerimiento de los que buscan, así lo señala el diario Arriba, un “antídoto contra el teatro infantil sectario, revolucionario y antirreligioso”. O la Organización Juvenil, cuya primera intervención escénica proyecta la representación de Misterio de Navidad en 50 provincias españolas a la vez “con idéntica escenografía y figurines”.

 

Julio Huélamo Kosma
Director del Centro de Documentación Teatral

 

 

 

 

 

 

línea

 

fondo

 

 

 

Logo Ministerio de Cultura. INAEMespacio en blancoLogo CDT


Documentos para la historia del teatro español

© 2012 Centro de Documentación Teatral. INAEM. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Gobierno de España | cdt@inaem.mecd.es | Diseño web: Toma10