Documentos para la historia del teatro español
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1939-1949
1939-1949

Cartelera
1939

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El teatro y su doble

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MODELOS Y ESPACIOS

ENTRE LA RIGIDEZ Y LA VARIEDAD

Más allá de las limitaciones y penurias generales que ofrecen los escenarios recién acabada la Guerra, es lo cierto que la variedad de modelos que se ofrece desde las tablas junto a la potencia de su impacto mediático, sobre todo en prensa, proporciona una impresión de un notable dinamismo al que sin duda no eran ajenas las ansias de una parte sustantiva de un público que sobre todo buscaba en los teatros olvidar las penalidades pasadas y presentes. Mucho más, desde luego, que encontrar referentes ideológicos o morales.

De ahí, por ejemplo, las cuantiosas y agrias diatribas que, desde los inmediatos días que siguen al primero de abril, la crítica teatral vierte sobre quizá el género preferido mayoritariamente por el público: la revista musical, como venía sucediendo desde comienzos de siglo, pervive con fuerza entre una retahíla de alfilerazos de los críticos que reprochan al género su zafiedad y su nula capacidad de renovación. Lo resume el crítico de Mi costilla es un hueso al referirse a la revista como “género enmohecido, chistes basados en alusiones escatológicas, sin renovación alguna”; o el de Todos en una, que sentencia: “No hay nada que se parezca tanto a una revista como otra revista”. A lo que se unen  alegatos de inusitada dureza contra los teatros que lo acogen y el público que lo celebra: teatrillos de revista, apunta algún crítico, “creados para sacudir medulas caducas y para halagar la aldeana zafiedad de señoritos de pueblo”, y que están “más cerca de la Trata de Blancas que del teatro y más dependen de la Sanidad pública que de la Academia”. Un público el suyo al que hay que halagar incluso con trucos que sirvan para eludir la censura como el empleado por cierto empresario que, conocedor de los peligros que, ante el censor, suponía el uso de una extensa  pasarela como muy cercano “escaparate” de las vicetiples ligeras de ropa, optaba por cubrir su suelo con una enorme bandera española que nadie, tampoco los censores, se atrevía a cuestionar. La crítica se aventura incluso, a propósito de Los lunares, a parodiar la creación de las revistas como si de una receta se tratara: “tómese un sainete, no importa la antigüedad-, alárgaselo con procedimientos de vodevil, incrústensele varios números de revista, vengan o no al caso… y esto está hecho”. Poco importa que la falta de trabazón de la fábula y el absurdo de sus componentes remitan a una suerte de incoherencia general porque todo queda sometido a la fuerza de los números musicales, la vistosidad de las presentaciones y el desnudo de las vicetiples.

Y es que la pobreza de los libretos, uno de los caballos de batalla de los críticos, es compensada por las virtudes de la música y la rotundidad corporal de las vedettes. Los nombres de libretistas como Antonio Paso, González del Castillo, Muñoz Román, Silva Aramburu, Antonio Quintero, Antonio Estremera, Joaquín Vela, José López Campúa ceden casi siempre ante el mérito de los compositores encabezados por Jacinto Guerrero y Francisco Alonso y secundados brillantemente por otros de menor repercusión como Pablo Luna, Ernesto Pérez Rosillo, Dotras Vila, José María Irueste, Azagra… A los que se unía como elemento esencial el palmito de vedettes tan celebradas como Conchita Páez, Nelly de la Plata, Maruja Tomás, Laura Pinillos, o Conchita Leonardo, la diva preferida de Guerrero, y, por supuesto, aunque en Madrid más allá del propio año 1939, Celia Gámez. Son ellas muchas veces, como subraya la crítica, las “culpables” de que, a pesar de todo, el final de las críticas recoja, más allá de todas las reticencias, el indiscutible éxito de público. Ni el carácter de reposición que tildaba a muchos de los añejos títulos ( como ejemplos, Las tentaciones se había estrenado en 1933 y Mujeres de fuego en 1935, pero El príncipe Carnaval  pertenecía a 1920 y El sobre verde a 1927), a los que a veces apenas se remozaba con algún cuadro o composición musical nuevos, ni la incomodidad proverbial para el público de  algunos de los locales, detuvieron el éxito general de las revistas.

Además, las acusaciones de muchos de los críticos en torno a la absoluta inamovilidad del género tampoco resultaban del todo ciertas: pronto algunos empresarios y personalidades del género musical introducen nuevos aires, sobre todo por el camino de la internacionalización y el lujo: el Tívoli  de Barcelona, inaugura, en Se ha perdido una vedette, una costosa pasarela luminosa, “Puente de plata”, para realce del espectáculo; ¡Allo Hollywood!, en el Coliseum,quiere seguir las huellas de fastusosidad del Coliseum de Londres o el Follies Bergere de París sin olvidar los decorados de Fontanals y Burmann; la propia reposición de Las tentaciones incorporaba claqué e incluso el baile extranjero de éxito mundial “The Lambeth walk”, perteneciente a Me and my girl, uno de los musicales más famosos en Europa a lo largo de 1938; en parecida línea, Melodías del mundo, antecedente del acento austriaco que los Vieneses, Kaps y Johan, traerían más tarde a Barcelona, fundía peripecias dramáticas e incidencias cómicas con música clásica interpretada por sopranos y barítonos de prestigio, todo ello aderezado con una moderna técnica escénica. Tono delicado y entorno lujoso que se reproducía también en operetas como La embajada en peligro, de Dotras Vila, repuesta en el Tívoli o en revistas de ambientación oriental como Mujeres de oriente y Que me las traigan.

Además, a tono con los nuevos aires censores y de la mano en opinión de muchos del maestro Alonso, comienza a instaurarse entre los críticos la opinión de que la revista de calidad deber evitar en todo caso la chocarrería y el mal gusto, lo que se evidencia en algunas reposiciones: sobre Las tocas, estrenada en 1936, el crítico del diario Madrid, subraya que es obra “donde la alegría no está divorciada del buen tono” e incluso cuando se presenta en Barcelona se apunta a una revista que se pretende lujosa y “blanca”, adjetivo este que la crítica teatral convertirá en un lugar común como salvoconducto ante excesos naturalistas; de modo similar, en Mujeres de fuego, la prensa advierte la supresión de algunas crudezas con respecto al estreno de 1935.

No solo eso: se aplauden aquellos libretos que, con o sin complejidad argumental, presentan una trama lógica y coherente; de ahí la ocasional indefinición del género: así sucede con ¡Ay qué niña!, a la que la crítica, a pesar del predominio de los valores espectaculares, se refiere simultáneamente como revista o como comedia musical. En realidad, se trata las más de las veces de un debate algo más que terminológico: si el término comedia musical se utilizaba a veces como un puro eufemismo para evitar la connotación de chabacanería que rodeaba a “revista”, también es cierto que, en ocasiones, refería la procedencia original del libreto (una comedia o sainete alargado) al que se añadían unos números revisteriles (por ejemplo, en ¡Mi marido está en peligro!, representada en el Eslava). Claro que en ocasiones sucedía lo contrario: el término quería significar un modo de podar el género de la revista de sus formas tradicionales; en tales ocasiones, se corría el riesgo, como ocurrió en el teatro Eslava con una frustrada temporada de revistas “blancas”, de ofrecer un producto final desabrido para el público, por cuanto, como indica el crítico de Ya, si a la revista “se le cercenan –como es lógico y necesario- los equívocos groseros y las escenas escabrosas, y se le añaden unos metros de tela, no queda más que un espectáculo híbrido y mostrenco.” Similar efecto de hibridación o contagio entre la revista y otros géneros ocurre, y con resultados diversamente satisfactorios para la crítica, con el sainete musical (Rosa la pantalonera, del maestro Alonso),la opereta (La gata encantada),  la comedia lírica (El caballero encantado) e incluso la comedia regionalista de costumbres (La última ronda).

Por lo que respecta a los locales, el género se asocia predominantemente a determinados espacios con un público fiel y concreto (el público del Martín podría servir de ejemplo): en Barcelona, son el Tívoli, el Cómico y, en menor medida, el Poliorama los que portan la bandera del género revisteril en parecida medida a como en Madrid lo hacen el Coliseum, el Pavón, a veces la Zarzuela, y, sobre todo, el Martín, aquel “trono de la chabacanería y el mal gusto”, en opinión de José de la Cueva, crítico de Informaciones.

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En cuanto al teatro lírico tradicional, es destacable el debate abierto por el crítico del diario Arriba, Antonio Obregón, quien, consciente, como otros muchos, de la decrepitud del género, propone la recuperación de la zarzuela grande frente al género chico y su degeneración en ínfimo: en lo cual interviene como impulsor y paladín principal de la renovación  Moreno Torroba, creador del acontecimiento lírico del año con la obra Monte Carmelo (sobre la que, sin embargo, los críticos no se determinan unívocamente respecto al género, que oscila entre zarzuela, comedia lírica, o algo nuevo que viene a sustituir a la zarzuela tradicional). En todo caso, la conjunción de buenos intérpretes (Selica Pérez Carpio, Eulalia Zazo y Luis Sagi Vela), la música de Torroba y el acierto literario la colocan como la gran sensación de la temporada lírica. Desde luego, mucho más allá de otros intentos de menor alcance del propio Torroba, ya sea en el ámbito de la zarzuela (Sor Navarra, presentada como éxito clamoroso de los teatros de la España nacional) o del sainete lírico (Oro de ley, de ambiente madrileño). Todo ello no evita que, al menos en su versión grande, el género se ritualice en multitud de reposiciones más o menos afortunadas: de ello dan buena cuenta las programaciones del teatro Calderón y Fontalba en Madrid, y, todavía con más intensidad, las de los teatros barceloneses Palacio Principal, Victoria y Tívoli. Al fin, y más allá de su perpetuación formal, era la zarzuela, como señala el crítico del diario Madrid en el reestreno de Los diamantes de la corona, “el género lírico genuinamente nacional y, por tanto, en los ideales de arte de la nueva España”. Ideales a los que no resulta ajeno algún estreno como el sucedido en Barcelona con Pepa, la guapa, de tema histórico y ambientada en la Guerra de la Independencia, de Prada y Codina, y con el muy elogiado por la crítica Marcos Redondo como intérprete principal. De tema más tradicional resultan los estrenos de algunos sainetes líricos, como Carmela Moreno, del maestro Ferrer, o Los brillantes, de Quintero y Torrado con música de Guerrero, que traslada con buen éxito de público el ambiente y tipos andaluces con una intención casi puramente cómica.

Por lo que respecta a la ópera, el sarpullido nacionalista explica alguna propuesta un tanto maximalista como la del propio Antonio Obregón, quien en Arriba defiendecomo cambio necesario la traducción al español de los textos originales. Excesiva y poco oportuna teniendo en cuenta que esos textos pertenecían mayoritariamente a culturas como la italiana y la alemana con las que el nuevo régimen se encontraba en una estrecha sintonía traducida en actos culturales conjuntos: la prensa de Barcelona, por ejemplo, da cuenta de cómo el empresario italiano Minolfi, enviado del Ministerio de Cultura Popular de Italia, postula un acuerdo con el Liceo para promover una gira de la compañía lírica “Forzado”; del éxito de La Traviata, con la presencia destacada del gran barítono Ricardo Stracciari, junto a la famosa soprano catalana Mercedes Capsir;  o de cómo la compañía de la ópera de Francfort, en sendas actuaciones de marcado carácter político, representa, también en el Liceo, Las bodas de Fígaro y Un rapto en el serrallo. Prueba todo ello de una amplia actividad operística barcelonesa que pivota en torno a compañías como la de María Espinalt y Carlos Merino junto a Manuel Gas, en una variedad de espacios que recorre, además del Liceo, y de forma ocasional el Olimpia, el Tívoli e incluso el Urquinaona. En Madrid, por el contrario, el público operístico, pendiente tanto tiempo de la recuperación del llorado Teatro Real, tendrá que esperar prácticamentehasta 1940 a que el Teatro Calderón programe una temporada de ópera precisamente con figuras del entorno barcelonés como Mercedes Capsir, María Espinalt, Ángel Anglada, Tomás Alcayde, Manuel Gas o el propio Ricardo Stracciari junto a otros componentes de origen también italianos. Mientras, una de las grandes figuras masculinas de la ópera española, Hipólito Lázaro, optaba por interpretar en el teatro Colón de Buenos Aires.

De forma similar, también otros géneros líricos encuentran en los espacios barceloneses su mejor acomodo: operetas, principalmente de Lehar o Kalmann, (El conde de Luxemburgo, La viuda alegre, La condesa Maritza;  El duque de Pomerania, esta de origen nacional), con sus libretos intrascendentes, el imprescidible príncipe, música bien instrumentada, fácil melodía y el vals  pegadizo gozaban de un éxito que preludiaba la magnífica entrada en Barcelona de los espectáculos vieneses, sobre todo con la llegada de Kaps y Joham en 1942.

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Por su parte, el género de la comedia se decanta mayoritariamente por derroteros fundados en mecanismos que persiguen la risa a través del enredo, el disparate, el chiste fácil… cuya eficacia se basa sobre todo en la vis cómica de actores muy conocidos y celebrados en Madrid y Barcelona: así, Rafael López Somoza en comedias de enredo como ¿Quién me compra un lío?, de José de Lucio y Julián Moyrón, sobre la que el crítico de turno le adjudica al actor por derecho propio el 99´75% de las carcajadas; éxito de público similar al que, también en el teatro Fontalba, obtiene el mismo autor con El difunto es un vivo, de Prada e Iquino, junto a un joven Martínez Soria; a lo que habría que sumar más de una decena de títulos de Muñoz Seca, y otros de Antonio y Manuel Paso (¡Qué lástima de hombre!), y alguna versión adaptada (Mi cocinera, de Tristan Bernard).

Sin llegar al mismo nivel de éxito, compañías cómicas como la de Casimiro Ortas y Aurora Garcialonso, con un repertorio muy similar, a salvo de alguna excepción poco notable (Los hijos de Faraón, que, en el Poliorama de Barcelona, se sirve del tema gitano con todos sus tópicos; y de un planteamiento poco exigente de la guerra de sexos en ¡Qué malas son las mujeres!). OGuadalupe Muñoz Sampedro y Mariano Azaña (¡Que se case Rita! alcanza en Madrid las 146 representaciones). O Luisa Puchol y Mariano Ozores (La familia de Morcillo, víctima del fandanguillo, cuyos números musicales, comedia musical se subtitula, y el elogio de los actores no evita una durísima crítica en prensa). En ocasiones, el género incluso parece despeñarse decididamente hacia la inverosimilitud como ocurre con el éxito que supuso El delirio, de Antonio Quintero, interpretada  Tina Gascó y Fernando Granada; modelo este de compañía diferente por cuanto diversifica su repertorio, de modo que en su haber se cuentan durante la temporada un Don Juan Tenorio; una comedia de Jardiel, Usted tiene ojos de mujer fatal, una comedia de Linares Rivas, El rosal de las tres rosas, e incluso una obra infantil, de Luis de Vargas, Bertoldo.

En realidad, este cierto desapego al género cómico más tradicional y popular deja ver la sentida necesidad de romper moldes: así no es extraño que, desde la prensa, se estimule la creación de una “comedia fina y moderna” (“comedia limpia” o “comedia decorosa” serán marbetes similares) cuyo paradigma se cifra en dos textos de Aldo Benedetti: Medio minuto de amor, al que seguirá Una mujercita dócil). Sobre todo con la primera, el empresario José Juan Cadenas triunfa en el Eslava avalado por la famosa compañía de María Basso y Leandro Navarro, otra de esas compañías con un variado repertorio en el que tiene cabida la comedia de trazo menos grueso junto al drama hondo (Las hijas de Lot, de Serrano Anguita) o de evasión (Pimpinela escarlata). A esta orientación extracómica responden comedias como Cui-Pin-Sing, de Agustín de Foxá, propuesta como obra de ensueño y fantasía y de ambientación oriental, que busca romper con el tradicional realismo de la escena española, llevada a la escena del teatro Infanta Isabel por una compañía encabezada por la compañía de Isabel Garcés y Rafael Bardem, quienes también estenarán con mucho éxito la obra póstuma de Muñoz Seca, volcada hacia el melodrama, La tonta del rizo; o Con viento de proa, comedia sentimental y romántica de ambiente marinero, obra de Méndez Herrera y Casas Bricio, similar a Espuma de mar, otra comedia romántica de Juan Ignacio Luca de Tena; o Julieta y Romeo, comedia amable, de José María Pemán, estrenada años antes; Lady amarilla, de Suárez de Deza, llevada a los escenarios por Irene López Heredia, y sobre la que la crítica destaca la pulcritud, belleza y finura irónica de los diálogos; o Cartel de feria, de Serrano Anguita, que interpreta la compañía de Gaspar Campos, y que vale, en opinión del crítico, como ejemplo de “comedia limpia, adornada por un diálogo fácil y robusto” y “con personajes llenos de humanidad”. O, sobre todo, Cristina Guzmán, profesora de idiomas, de Carmen Icaza, que alcanza el cartel centenario con esa comedia decorosa en que, a juicio de uno de los críticos, “La emoción venció a la frivolidad. La sala se depuró por el escenario”. O Los chavales, de Luis de Vargas, que presenta una comedia de tipos de trama conflictiva (tres hermanos enamorados de la misma mujer) “con tacto y discreción suma” en opinión del crítico. A lo que habría que añadir las comedias de Jardiel, así Cuatro corazones con freno y marcha atrás, que, no obstante, suscita en la prensa, y no será inusual, algunos reproches que se convertirán, más allá de otros méritos, en tópicos de largo alcance: por ejemplo, el autoplagio.

Con menos énfasis, habría que citar algunas comedias de tono costumbrista: Agua pasada, obra de los hermanos y críticos teatrales Jorge y José de la Cueva, de ambiente andaluz, al igual que Mi niña, de Pérez Fernández y Antonio Quintero, y Manos brujas, también de este último. Y es que el andalucismo, a veces como puro telón de fondo o repositorio de tipos y costumbres, pero otras muchas empleado en  su vena gitanista aprovechando la enorme popularidad de sus canciones y coplas, se convierte en un importante  ingrediente de los escenarios del momento, ya sea en teatro de verso,  en obras convencionales de carácter lírico, en programas de variedades y en productos específicamente pensados para aprovechar el motivo y la música gitanos.  De estos últimos, quizá el título más destacable por controvertido en la prensa del momento sea Caenas, de Ramón Charlo, poeta sevillano, que, a juicio del crítico de Arriba, daba cita en su obra a todos los tópicos de la gitanería, “plaga de nuestro arte dramático actual” y “constante exaltación de una España de pandereta que no suena bien en estos tiempos”; más benévolo, el de ABC  la juzgaba expresión del “misterio étnico” de los gitanos. Lo decisivo, sin embargo, se apunta desde La vanguardia al señalar que la obra “podría muy bien ser el tema de una canción gitana”: se subrayaba así que la canción popular andaluza servía muchas veces de eje y motor a obras tales como María Magdalena, de Rafael de León, que el propio autor definía como “comedia honda y amarga (…) de tierra caliente de navaja, de pasión y de copla, de madrugada y vino malo, una comedia de Andalucía la Baja”. Muy cerca se hallaban espectáculos basados en escenificaciones que tomaban como punto de partida alguna copla famosa (La copla de Juan Simón), o la exaltación del género flamenco (Bajo el sol de España, estrenada el Principal Palace, de Barcelona, ejemplo de esos espectáculos híbridos, sin apenas argumento y sí con todo el protagonismo para los cantantes y bailaores, andalucistas, que más tarde y durante muchos darán lugar a sagas andalucistas en títulos como Zambra, Solera, etc).  Con menor alcance, también Aragón y sus costumbres, alentadas desde consideraciones tópicas, fueron motivo escénico en títulos como La arrepentida o La última ronda. Junto al costumbrismo regionalista, también sería posible señalar, con menor alcance, ejemplos de comedias de tipos (Los restos, de los hermanos Álvarez Quintero, que toma como base la figura de un padre tarambana), e incluso alguna comedia policíaca, El corredor de la muerte, basada en la saga de Nick Carter.

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Frente a todo esta amplio abanico de comedias, la savia dramática o incluso trágica apenas tienen hueco en las tablas, lo que traduce una especie de alergia a la presentación de dramas humanos o sociales de alcance: como excepción, hay que significar quizá Las hijas de Lot, de Serrano Anguita, de asunto incestuoso y que recuerda, por identidad de título e intención, un drama inconcluso que Federico García Lorca preparaba antes de la Guerra y que quizá Serrano tuvo oportunidad de conocer. No obstante, la aspereza del tema, como no podía ser de otro modo, se suaviza escamoteando en escena las verdaderas situaciones dramáticas, de manera que, como indica el crítico de ABC, la obra “salvo alguna escena un poco fuerte, es digna y limpia”; algo parecido cabría decir de Cartel de feria, del propio Serrano Anguita, que interpreta la compañía de Gaspar Campos, y que también presenta un asunto fuerte: la situación de una familia con un hijo en presidio, lo que convierte a la mujer en única y sacrificada defensora del negocio familiar que protege por todos los medios. A ello habría que añadir alguna reposición de dramas célebres como La mala ley, de Linares Rivas, y Canción de Cuna, de Martínez Sierra, ambas objeto de ligeras reconvenciones del crítico correspondiente señalando las asperezas de la trama en un caso o la inconveniencia de ciertos personajes en otro.

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Mucho más en sintonía con la nueva situación se halla el teatro de asunto histórico, como revelan un par de artículos eruditos en la prensa madrileña en los que Luis Araujo en ABC y José Alsina en Madrid avalan la conveniencia de que los escritores del día vuelvan a aunar, como antiguamente, los temas históricos y el teatro. Se trataba en realidad de estimular una corriente dramática labrada desde muy atrás entre otros por Eduardo Marquina, de quien (“gran señor”, le llama el crítico) se repone En Flandes se ha puesto el sol como preludio del estreno de La Santa Hermandad, teatro histórico que apura las coincidencias con el presente para convertirse en lección ejemplar, de modo que la trama, situada en tiempos de los Reyes Católicos, sirve en realidad como elogio del nuevo régimen. “La España nueva de Franco se hermana anoche en el Español con la otra España que los Reyes Católicos sacaban de la ruina y la podredumbre, señoras del país años atrás.”, en opinión del crítico de ABC. Con similar propósito se pone en escena La santa virreina, de José María Pemán, “ejemplo de teatro nacional, católico, español y de alta cultura” y exaltación del “concepto verdadero y hondo de la colonización española en América”, siguiendo las críticas de ABC y Ya respectivamente. Al mismo ámbito dramático, aunque sin la misma repercusión, hay que sumar el poema dramático Santa Isabel de España, de Mariano Tomás, que supuso un gran éxito para Guillermo Marín, seguido posteriormente, en esta ocasión sin alcanzar el favor del estreno, por Agustina de Aragón. Aunque estrenada en Méjico en 1937, también La florista de la reina, de Fernández Ardavín, se presenta como estreno en Zaragoza. Con carácter general, se trata de espectáculos cuidados tanto en los espacios dramáticos que los acogen (el teatro Español en Madrid, el Liceo o Poliorama en Barcelona) como en el elenco interpretativo (María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, Guillermo Marín y Nini Montián, Ana Ademuz y Pepe Romeu).

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Con similar trasfondo de oportunidad política, el teatro clásico recibe la tutela directa del nuevo régimen por medio de las diversas instancias dependientes de Falange (El Teatro Nacional, dirigido por Luis Escobar, “El carro de la Farándula”, grupo de la Sección Femenina de Madrid) ; en palabras de José Vicente Puente en La Vanguardia, “El teatro de la Falange busca en esta hora nacional un auténtico empalme con nuestro pasado, devolviendo a la actualidad -que literariamente nunca perdieron- las obras de nuestros clásicos (…) Vamos a llevar a nuestra escuela siglos de humanismo”. En primer lugar, recuperando el auto y la farsa sacramental, en títulos como El hospital de los locos y La cena del rey Baltasar, Del pan y del palo, El hijo pródigo, Las bodas de España, que reciben por parte de la crítica toda clase de elogios, entre los que no son en absoluto menores los de orden técnico (el escenario corpóreo en planos distintos, la moderna luminotecnia, la soberbia decoración, el rico y lujoso vestuario…), hasta llegar a comparar la labor de Escobar con la de las grandes figuras de los Teatros de Arte, “desde Tairoff a Max Reinhardt” en palabras de Cristóbal de Castro en el diario Madrid). Paralelamente, se recuperan textos de diversos géneros y épocas: desde comedia barroca (La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón en el tricentenario de su muerte), al entremés (Los habladores o La guarda cuidadosa, de Cervantes), literatura popular (Segundo pliego de romances), o teatro grecolatino (Aulularia, de Plauto). En el teatro comercial, apenas al sempiterno Don Juan de noviembre se le suman, en el ámbito de los clásicos, la labor de Ricardo Calvo, al que un crítico califica como “el insustituible y único animador del teatro poético español”, y Adela Calderón en Barcelona con títulos como La vida es sueño, de Calderón,o Reinar después de morir, de Vélez de Guevara.

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Por su parte, el teatro infantil experimenta, y no solo en Madrid, una sorprendente floración, fiebre comercial en opinión de algunos (Cristóbal de Castro en ABC deja constancia de “los jueves y domingos cinco o seis teatros con repertorio para niños interpretado exclusivamente por niños”). Lo que bien podía traducir el deseo de favorecer que los niños olvidasen a toda costa las penurias  sufridas durante la Guerra, pero también el de formarlos en los ideales del nuevo régimen; así parece desprenderse, por ejemplo, del artículo publicado en el diario Madrid bajo el título “La nueva España y el teatro para niños”, donde el crítico señala: “Formar al niño es forjar la patria más tarde”. En tal contexto, cabe destacar la labor de José Luis Serrucha en el Español, experto conductor, de formaciones integradas por niños artistas, que proporcionaba espectáculos “de buen gusto y exquisita moralidad” como Blanca Nieves, Las llaves de Barba Azul, con decoración de Fontanals, o, ya dentro de las fechas navideñas, El sueño de la muñeca (con muchos números musicales) o Belén. En similar línea, podría citarse al teatro de la Comedia, donde queda noticia de espectáculos como El cascabel de plata, basado en un cuento infantil de Hipólito Sánchez Lobo, “con decorados y trajes de una gran visualidad”, o Caperucita encarnada, que contaba en su elenco con figuras como Soledad Domínguez, Porfirio Sanchiz, Maruja Asquerino y Antonio Riquelme. O el Reina Victoria, donde se representa Bertoldo, de Luis de Vargas. En Barcelona, pueden citarse locales como el Coliseo Pompeya (Los monigotes, de Domingo Gena), el Romea o el Olimpia con galas infantiles de carácter circense. Por su parte, las instancias oficiales (OJE, SEU) se dejaban ver en espectáculos de rango tradicional (Misterio de Navidad, quiso ser representado por la OJE en las fechas navideñas en todas las provincias españolas con idénticas directrices escénicas) o decididamente político (Periquito contra el monstruo de la democracia, obra de guiñol de marcado cariz político como se deduce del propio título).

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Probablemente y a pesar de su indudable arraigo popular, sean las variedades el género más difícilmente abordable por su esencia cambiante y la multiplicidad de sus formatos y subgéneros. Lo señala el crítico de Ya a propósito de un espectáculo en el Rialto: “el cambio constante, la razón de ser y causa principal del género”. Cambios que afectaban constantemente a los programas en función del interés que despertaban los artistas. Lo que motivaba que los empresarios fagocitasen a estos de modo permanente y que los críticos constatasen la falta de calidad y originalidad de muchos números que, queriendo ser nuevos, se parecían demasiado a otros antes conocidos y, además, muchas veces a cargo de artistas poco formados  y sin el prestigio de antaño. Lo apunta uno de los críticos del diario Informaciones en un artículo titulado “En torno a las variedades”, al echar de menos “figuras de verdad”: en lo masculino siguen vigentes los “ases” de la buena época y con números apenas renovados (Moreno, Rafael Arcos, Ramper, Pepe Medina); de las féminas, apenas salva a Amalia Isaura y a Concha Piquer, a esta a pesar, se asegura, de su vedettismo). Además, el mismo artículo denuncia los excesos de la propaganda, lo ridículo de los nuevos modos indumentarios de las bailarinas y el estúpido exotismo de los pseudónimos en sus adaptaciones extranjerizantes.

Todo ello sin mengua de los esfuerzos, reconocidos en prensa, de algunos paladines del género, como el famoso empresario Juan Carceller, empeñado en dignificar el género con programaciones cuidadas y permanentemente renovadas en teatros de toda España, pero especialmente en Madrid (Zarzuela, Fuencarral y, como culminación, su gloriosa etapa en Price). En su estela, otros teatros como el Muñoz Seca (donde como curiosidad puede rescatarse el nombre de Jaime Gurri, antiguo bailarín y caballero mutilado tras la guerra que actuó como promotor de espectáculos), el Maravillas y, más ocasionalmente, el Chueca, el Cómico, el Pavón o el Benavente. Lo que en Barcelona tiene un generoso correlato en locales como el Circo barcelonés, el Principal Palacio, el Urquinaona, el Poliorama, el Cómico, el Apolo…

Espacios en que se daba cabida a artistas de una enorme variedad: desde cantantes o canzonetistas famosos (Raquel Meller, Pastora Imperio, Concha Piquer, Amalia Isaura, que junto a Miguel de Molina formó un dúo muy destacado ya durante la Guerra, o Laura Pinillos que, con su cierto aire “fornarinesco” y de la mano de Carcellé, cubre una dilatada gira por San Sebastián, Bilbao, Santander, Zaragoza y Barcelona) y otras de menor repercusión ( Luisita Esteso, que empleaba imitaciones humorísticas en sus actuaciones,  Anita Flores, muy conocida por sus melancólicas canciones, o Gaby y Ubilla, artista chilena que se hizo famosa por sus tangos), bailarinas en múltiples vertientes (desde la danza andaluza con ejemplos destacados en las Hermanas Jara, Lolita Benavente, célebre por su interpretación de El amor brujo, a la danza clásica que contaba con figuras como Marisa Landete, pasando por el baile español, cultivado por artistas como la jovencísima y pronto malograda Mari Paz, Carmen Diadema, Juanita Barceló o Pilar Shong, de origen chino, hasta formas híbridas con el mimo, tal la famosa pareja Elsa y Waldo), humoristas (Roberto Font, cuyo humor sobrio y sin efectismo lo catapultó como quizá el mejor humorista del momento; Ramper, cuyas parodias del mentalismo escénico se hicieron muy poulares; Lepe, Alady, Piruletz,  Sepepe…), ventrílocuos (Balder) recitadores (Mario Gabarrón, imitador de González Marín, es buen ejemplo de lo que la prensa denuncia como “sarampión de recitales poéticos”),  payasos (así, la familia Aragón, con Pompoff y Theddy, Nabucodonosorcito y Zampabollos, o la familia Andreu Rivels, esto es, Polo y René Rivels), marionetistas (Rossana y Picchi), sin olvidar una larga nómina de artistas y números circenses: funambulistas (Muñisok), ilusionistas (Enopac), adiestradores de animales (Munier y sus famosos perros voladores, el chimpancé Totó, conductor de coches,...), el hombre foca, un duelo de ciclistas excéntricos, etc. Un magma de artistas que daban lugar a programas de muy diversa calidad: lo que explica que, en algunas ocasiones, como sucede en el Principal Palacio de Barcelona, se reclame el título de “Altas Variedades” para subrayar la distinción de “un espectáculo que se quiere selecto, con cierto aire de opereta”.

 

Julio Huélamo Kosma
Director del Centro de Documentación Teatral

 

 

 

 

 

 

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