Documentos para la historia del teatro español
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1939-1949
1939-1949

Cartelera
1940

El tiempo y su memoria
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El Teatro y su Doble

 

 

Índice, recopilación y estudio:

Julio E. Checa Puerta
Universidad Carlos III de Madrid

 

 

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ESCENA Y POLÍTICA

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Como sería de suponer, se organizaron festivales benéficos organizados por la Jefatura Provincial de Propaganda, como el ideado para apoyar a la Sección Femenina de FET y de las JONS, con la reposición de la ópera El segreto di Susanna, del compositor germanoitaliano Wolf-Ferrari en el teatro Tívoli, de Barcelona. Igualmente, la Sección Femenina de FET y de las JONS desarrolló una constante actividad propagandística a través del teatro. No en vano, la presidenta de honor del Montepío de Actores Españoles era Pilar Primo de Rivera, a la sazón delegada nacional de la Sección Femenina.

Una de las series críticas más importantes publicadas en la prensa a lo largo de ese año, que pudiera marcar algunos ejes fundamentales sobre el ideario en materia teatral, fue la que apareció firmada por Gonzalo Torrente Ballester en diferentes entregas en el diario Arriba. Llamaba la atención sobre la importancia de encontrar las analogías entre la sociedad y el modelo teatral imperante, no sólo en lo que a grandes textos y montajes se refería, sino también llamando la atención sobre eso que se denominaba el teatro popular y aplaudido. De su análisis concluía: “El concepto del hombre que implica nuestro teatro actual no es, en puridad, un concepto del hombre, sino de un mamarracho [...] El teatro español es bastante menos que un documento humano. Los hombres que por él transitan no son, de ningún modo, hombres vivos. Y si son lo que son es, simplemente, por obra y desgracia de los peores poetas del mundo. El hombre contemporáneo encierra en sí una extraordinaria capacidad de sufrimiento que lo dignifica. Si el teatro no la ha recogido aún es por carencia de poetas; también porque vive en los estertores de una degeneración artística”. Esta convicción llevaba a Torrente a proclamar su idea de que se estaba construyendo, pese a todo, un nuevo teatro en el que la renovación vendría asociada, como él mismo trató de mostrar en sus propias obras, a una reformulación del carácter dramático a través de conceptos fundamentales como mito, existencia, héroe y comunidad. En su opinión, la renovación del teatro no habría de venir “porque un habilidoso convierta los tres actos canónicos en equis escenas sucesivas; o porque un gracioso descoyunte el diálogo, o porque un maestro de la técnica sostenga hora y media de espectáculo sobre puras bagatelas”.

Si todavía en las primeras décadas del siglo XX el teatro era un potente constructor de imaginarios, parecía lógico que los vencedores quisieran servirse de él para contribuir poderosamente a la nueva ideologización de la vida pública española. Las voces de aquellas personalidades que habían tenido “un nombre” antes de la Guerra ocuparían un lugar destacado en los primeros años, y muchos de sus juicios y reflexiones conformarían parte del nuevo ideario en materia teatral. Así se expresaba uno de los poetas y críticos teatrales ilustres, Manuel Machado, en uno de sus artículos referidos a la crisis del teatro en España: “Sabemos que el Estado de la nueva España, consciente del enorme valor de la tribuna escénica y de su directa influencia en la formación de la cultura y del espíritu de un pueblo, se preocupa solícito y se ocupa eficaz en la creación y desarrollo de ese teatro modelo”.

Otro de estos nombres de especial relevancia fue, sin duda, Eduardo Marquina, quien uniría el discurso triunfal y exaltado de las autoridades a un nuevo y brillante porvenir para la escena española: “... hoy mismo el ingenio español persiste y se agudiza. El talento, puestos en todos los rincones de la materia sus múltiples ojos, manipula, combina, fabrica, acomoda, sortea dificultades, sirve al pedido de todas las codicias, obra prodigiosa como nunca. Estos voluntarios cautivos de la industria no olvidaron del todo su origen divino; y del barro hacen oro”. Sin embargo, no faltaban voces críticas que denunciaban la inanidad de buena parte de la escena española del momento. José María Alfaro publicó un comentario en el diario ABC acerca de esta cuestión. Por un lado, el repertorio ofrecido excluía casi sistemáticamente algunos géneros, como la tragedia; por otro, la factura de comedias ofrecía un panorama desolador a juicio del crítico, para quien “los hombres de teatro de hoy continúan empantanados en la miasmática tabla de temas de otra hora. Y, claro, como esto ni en su propio interior encuentra andamiaje que lo sustente, sus obras vienen a  resultar la última consecuencia de un descoyuntado, caduco e inerte módulo de expresión, que a duras penas puede llamarse dramático [...] sobre la inercia de un público vive el cómodo suministro de un opio enervante”. A pesar de esto, no faltaron voces que reclamaron la creación de un teatro popular de calidad dirigido a las masas de público y el abandono del teatro erudito, siguiendo el modelo de Lope de Vega. Esta sería la tesis defendida por Francisco de Cossío, quien llegaría a afirmar: “un teatro que no sea para la multitud no es teatro. Ahora bien, cuando los que intentan hacer obras elevadas no arrastran al gran público, quiere decirse que el período de decadencia es inevitable. Porque la decadencia en el teatro viene siempre de arriba”. El crítico Miguel Ródenas se refería a la crisis de la escena asumiendo los mismos argumentos que Cossío -”la decadencia en arte nunca se produce por los de abajo”-, pero añadía también otros factores en los que la responsabilidad recaía en las propias gentes del teatro y el sistema teatral: “La actriz tiene la queja de un trabajo agotador, que enerva muchas veces sus facultades. En pocos países se trabaja en el teatro tantas horas. Media vida entre el estudio y la interpretación de los papeles. El empresario, punto neurálgico del negocio, se duele de los hitos que entorpecen su camino. El teatro en España es más barato que en ningún otro país del mundo. Los precios que hoy rigen son casi los mismos que tenían asignadas las localidades en 1936, y actores, tramoyistas, dependencia, etc., han duplicado sus sueldos y los trabajos de escenografía son indudablemente más costosos [...] En la actualidad dificulta la buena marcha del negocio teatral ese prurito de competencia que anima a empresarios y compañías no representando en cada local aquel género que les dio aspecto determinado”. En una línea semejante se expresaba el crítico de Arriba, cuando censuraba el exceso de comedias en la cartelera y comentaba: “No queremos decir que el teatro necesite amargar a nadie, ni que torne la tragedia a los escenarios, ni que la gente se vuelva tenebrosa y guste del drama. Pero de esto a que para llamar la atención del público haya que garantizar la ‘risa para un año’, retorcimientos, contorsiones, ataques, nos parece que hay un abismo. Los autores que se prestan a este juego no tienen casi nunca que ver con el teatro. Son, sencillamente, unos bufones a sueldo de la actualidad”.

Como es lógico, además del trabajo de la censura, no faltaban las duras valoraciones para todos aquellos espectáculos que, a juicio de la crítica, resultaran un atentado contra la moral imperante. A modo de ejemplo, podría proponerse el siguiente comentario provocado por la comedia La Morocha, estrenada en el teatro Urquinaona de Barcelona: “La nueva producción se desarrolla entre un adulterio consumado y otro que va forjándose de tipo espiritual. El clima moral que se lleva a la escena es, pues, detestable, corrompido, vil, tóxico, y con mala literatura que agrava lo aciago del engendro. Los personajes sienten pasiones violentas, culpables, en alguna ocasión con cinismo o con descoco, pero sin aquella condición de humanidad, sensibilidad de alma, que deber ser exigida a los entes escénicos. Los hombres no sienten reacciones viriles y las mujeres -triste cuadro nos ofrece el autor de cómo concibe o considera a las mujeres, a juzgar por el buen número que presenta de ellas desprovistas de las virtudes racialmente españolas-, se producen con dureza y, por lo tanto, sin delicadeza ni feminidad”. En términos de moralidad, incluso se ofrecieron curiosas valoraciones sobre la contratación de niños y niñas para formar parte de espectáculos de diversa índole. A juicio de Chispero, tan discutible era la participación de tiernos infantes en los números de contorsionismo como en otros de variedades o folklóricos. Su argumento era contundente: “La que baila sevillanas también puede resbalarse y torcerse un pie; la que canta ‘los ojos verdes’ puede adquirir una afección laríngea [...] pero desde luego, una y otra, y otra, y otra, a la que recita versos tristes y a la que personifica chulas de rompe y rasga y dice chistes de dudosa intención, etc., etc., están expuestas, muy expuestas, a ser víctimas de dolencias espirituales, morales, infinitamente más graves que las físicas. ¿No es más ofensivo que ver retorcerse el cuerpo de una niña, oír en sus labios puros aquello de ‘Apoyá en el quicio de la mancebía?’.


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