Documentos para la historia del teatro español
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1939-1949
1939-1949

Cartelera
1944

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El Teatro y su Doble

 

 

Índice, recopilación y estudio:

Juan Aguilera Sastre
IES “Inventor Cosme García”. Logroño

 

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MODELOS Y ESPACIOS

Más cantidad y variedad que calidad

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El gran éxito del año, si bien estrenada el 15 de diciembre del anterior, fue, sin duda, Don Manolito, de Anselmo Carreño y Luis Fernández Sevilla, música del maestro Sorozábal, que llegó a las 201 representaciones en el Principal Palacio de Barcelona y se mantuvo en cartel hasta principios de abril. Entre las propuestas más celebradas por la crítica cabe destacar Polonesa, comedia lírica en tres actos de Adolfo Torrado y Jesús María de Arozamena, con música del maestro Moreno Torroba, decorados de José Mestres y dirección de escena de Eugenio Casals (110 representaciones en la Zarzuela, 28 en el Coliseo de Barcelona); Golondrina en Madrid, obra póstuma del maestro Serrano, libro de Fernández de Sevilla, que para Jorge de la Cueva significaba que el sainete lírico, aunque se había dado por muerto, “seguía viviendo en la calle, en la vida, en tipos y costumbres” y elogiaba al autor del libreto “no solo como mantenedor de un género, sino como ejemplo orientador, como demostrador de la posibilidad de encajar dentro de las normas de un género clásico la modernidad del ambiente, en ideas, en costumbres, en tipos y hasta en maneras de expresión”; Peñamariana, de Federico Romer y Fernández Shaw, música del maestro Guridi, que “marcará una época de resurgir del arte lírico nacional”, porque “se aparta de lo manido, en un afán de superación artística” (El Alcázar); y la ya citada Leonardo el joven, una obra “buena, culta e interesante” a pesar de algunos defectos, que obtuvo 31 representaciones en la Comedia y otras tantas en el Romea barcelonés.

En cuanto a la ópera grande, un año más se manifestó la enorme diferencia entre Madrid, privada del teatro Real, sede habitual de estas representaciones, desde su ya lejano cierre en los años veinte, y Barcelona, donde el Liceo seguía ofreciendo al público temporadas brillantes. En repetidas ocasiones el crítico Antonio Fernández-Cid aludió a “la triste realidad de un Madrid sin temporada oficial de ópera o, en todo caso, sin locales adecuados para que tenga lugar” (Arriba), mientras se refería a Barcelona como “ciudad de privilegio”, sin que falte el puyazo a la época anterior: “Únicamente el penoso paréntesis impuesto por la dominación roja ha sido capaz de interrumpir la costumbre. Pero vuelve la normalidad, se reanudan las representaciones y la visita de artistas e incluso de conjuntos germanos del máximo prestigio. Embajada que se espera con alegría siempre renovada por el pueblo catalán, que se conoce y se comenta con nostalgia por los aficionados madrileños, a los que les está vedado el disfrute de este espectáculo”. En efecto, las veinte representaciones de la compañía alemana dirigida por Hans Weissner en el Liceo (Las bodas de Fígaro, Idomeneo, Der Freischutz, La walkiria, Tristán e Isolda, Los maestros cantores y El caballero de la rosa) constituyeron “un verdadero regalo, manjar exquisito para el aficionado”. Otras funciones, como la temporada de ópera italiana, resultaron menos brillantes, pero aun así el Liceo se erigió en el epicentro de la ópera en la España de 1944. Madrid, pese a que “cada vez más ávido de ópera, responde a cuantos intentos se acometen” con un público “numeroso y entusiasta” (Arriba), hubo de conformarse con breves temporadas organizadas por empresas privadas como la de Lauri Volpi y Mercedes Caspir, en el teatro Madrid (Lohengrin, El barbero de Sevilla, La traviata, Rigoletto, Madame Butterfly, Manon), en el de la Zarzuela (La bohème) o las auspiciadas por la Asociación de la Prensa en el Coliseum (Otello); en su reseña de esta representación, el crítico de Arriba aseguraba que el teatro se hallaba repleto de público e insistía en que la afición a la ópera cada vez era mayor y continuaba “la nostalgia de los madrileños ante el ayuno a que se ven sometidos”.

La comedia continuó siendo el género preferido del público asiduo a los espectáculos teatrales. Se observa en la crítica cierto conformismo y resignación ante un repertorio poco novedoso, cuando no adocenado y trillado, carente de interés. No deja de sorprender que un crítico a menudo tan riguroso como Alfredo Marqueríe, ante el estreno de Ya conoces a Paquita, justificase de este modo que no aportara novedad alguna respecto a la producción de Arniches: “Pero la intención que guió a don Carlos Arniches al escribir esta farsa fue simplemente la de entretener y divertir a los espectadores con unos tipos caricaturescos y con unas situaciones que sirvieron de pretexto para lucir su gran ingenio en frases, chistes y ‘salidas’ chuscas y oportunas. Y como este propósito se logra, ¿para qué decir más?”. Sin embargo, en otras ocasiones se mostraba justamente inflexible, como ante el estreno de El amor no existe, de Martínez Olmedilla y Hernández del Pozo, a pesar de que le gustara al público: “Como el argumento carece de lógica y de verosimilitud, como la gracia es de una ingenuidad casi infantil; como no hay estudio de costumbres o de caracteres ni observación o transcripción de ambiente, ni originalidad de temas o de asuntos, ni pensamiento elevado, ni frase de positivo ingenio, ¿qué queda de El amor no existe?... La habilidad de los autores para mover a los personajes arbitraria, fácil y caprichosamente, con entradas y salidas sin justificación, y el mérito de conseguir con estas naderías entretener y divertir al público del Infanta Beatriz. Porque eso es indudable que lo consiguieron. Parece ser –según la autocrítica– que no alentaban otro propósito. Así, pues, nuestra más sincera enhorabuena”. El crítico de Informaciones, Gabriel García Espina, comentaba así el estreno de Marcelina, de Adolfo Torrado, en el Infanta Isabel: “Para Adolfo Torrado el teatro es un pícaro juego que él desarrolla siempre con la misma personalísima fórmula. Esta: un poco de llanto […], chistes de todas las medidas, visuales y verbales, en proporción anárquica y según los casos; y un porcentaje relativo de tierno sentimentalismo con gotas de blanda emoción burguesa. Todo ello revuelto apresuradamente en un excipiente oleoso de muchos y atrabiliarios personajes. Se agita la cosa por la dulce mano galaica del autor, y unas veces –las menos, por fortuna para él– resultan tres actos turbios y tormentosos, y otras, como anoche, los mismos tres actos se aclaran, se ríen y se aplauden sin saber concretamente por qué. Un misterio, en fin, que confunde y sobrecoge”. Y concluía dudando del valor escénico de semejante brebaje, pese al alborozado aplauso del público: “Ninguno de los elementos usuales en el teatro sirve para medir la talla sorprendente del señor Torrado […]. Por haber en Marcelina de todo, Marcelina no es nada. Comedia bufa, melodrama, sainete, astracán, comedia simplemente […]. Es [… ] otro salto mortal de Adolfo Torrado, exhibido con su limpieza característica en estos ejercicios…”. En otros casos, como en el estreno de Jaimito, policía, de Daniel España, en el teatro Barcelona, el crítico lamentaba que una actriz como Fifí Morano no dedicara su talento a obras de mayor calidad y no buscase más que su lucimiento personal en una comedia que “rinde homenaje al más viejo y desacreditado melodramatismo” y “poca categoría da a la escena” (La Vanguardia). Cristóbal de Castro nos ofrece otro ejemplo en su crítica de Tengo un amigo marqués, de Pérez Fernández y Antonio Quintero, estrenada en el Reina Victoria por Rafael Somoza y Milagros Leal. Pese a la popularidad de los autores, calificaba la comedia de “espectáculo deplorable” y “farsa de locos, tontos de solemnidad” que si tenía algún atractivo se hallaba “siempre dentro del tópico típico” y pronto derivaba hacia el absurdo, “reiterando dichos vulgares y hechos ramplones que colman la paciencia del auditorio”. Por ello consideraba que la “misión ineludible” del crítico era denunciar este tipo de espectáculos porque “traspasan las fronteras literarias, alientan la incultura de cierta gente y usurpan la tribuna escénica, creada para el arte y la cultura”.

En esta línea de denuncia del mal teatro navegaron muchos críticos, que censuraban una y otra vez el “absurdo escénico” de “una torpe parodia de una parodia” (Don Mendo, el castigador, de Camilo de Anastasio), la ausencia de buen gusto literario en tantas obras pródigas en “en situaciones cómicas, buscadas y rebuscadas sin reparos de verosimilitud ni de finura” (Viva el mundo, de Antonio y Enrique Paso), o el “teatro sin valores esenciales” (La dama de las perlas, de Adolfo Torrado), por mucho que le gustase al público, pues como aseguraba el crítico de Madrid ante el éxito de ¿Qué hacemos con los viejos? (116 funciones en la Comedia, 47 en Cómico y 23 en Pavón, a las que se añaden otras 89 en el Poliorama barcelonés), de José de Lucio, a veces las crónicas deben registrar un éxito “que la crítica no suscribe”. Tampoco faltaron quienes se declaraban en contra de los que “solo piden una clase de teatro” para reivindicar la comedia de puro entretenimiento (Pepa Oro, de Antonio Quintero y Rafael de León) pues bastaba con que fuera entretenida, “escrita en diálogo vivo, chispeante, simpático, con pinturas de sainete y no pocas dosis de romanticismo” para justificar un “éxito grande”, de “proporciones clamorosas en el acto segundo”. Los grandes éxitos del año en el género de la comedia se inscriben en este tipo de teatro de poca sustancia y escasos valores, como las ya citadas ¿Qué hacemos con los viejos?, Marcelina (132 funciones en el Infanta Isabel), El gran calavera, del propio Torrado (102 representaciones en el teatro Borrás), Una mujer imposible, de A. Paso (134 funciones en el Maravillas, 47 en el Principal Palacio de Barcelona), La señorita Polilla (92 funciones en el Fuencarral, 50 en el Lara, 59 en el Comedia de Barcelona), Las tres BBB, de Luis Muñoz Lorente y Luis Tejedor (104 representaciones en el Reina Victoria, 40 en el Comedia de Barcelona), obra muy alabada por toda la crítica, que destacó su “gran fuerza cómica”, subrayada por la magnífica interpretación de los hermanos protagonistas a cargo de José Alfayate y Marco Davó.

Entre las comedias de línea más convencional, merece mención aparte el triunfo de Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, de Mihura y Tono, que se había estrenado en diciembre de 1943, pero que prolongaría su permanencia en cartel hasta primeros de febrero de 1944, alcanzando 101 representaciones en el María Guerrero. También se destaca en la prensa el éxito de la primera colaboración entre Felipe Sassone y Antonio Quintero, Una bala (99 funciones en el Fontalba, 40 en el Comedia de Barcelona) o de Todo Madrid, de F. Serrano Anguita (128 funciones en la Zarzuela), pero sin duda la comedia que mejor aunó calidad y éxito fue De lo pintado a lo vivo (114 funciones en el María Guerrero, 27 en el teatro Barcelona, 6 en el Romea), de Juan Ignacio Luca de Tena, con la que los directores del María Guerrero se propusieron conmemorar el centenario del estreno del Tenorio. Para el crítico de Madrid, se trataba de un “apropósito de fácil riesgo y difícil facilidad”


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