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1. MONOGRÁFICO

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1.2 · EL PÚBLICO DE TEATRO EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XXI

Por Alberto Fernández Torres.
 

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3.5. Hay un mundo ahí fuera

Frecuentemente, tendemos a razonar y actuar como si nuestro sector estuviera separado del exterior por murallas chinas que lo hicieran inmune a cuanto ocurre fuera de él. No solo no es así, sino que es más bien al contrario: es mucho mayor la influencia sobre nuestro sector de ese “mundo exterior”, que la influencia de nuestro sector sobre ese “mundo exterior”. Esto resulta especialmente acentuado cuando se trata del público. El sistema teatral tiende a pensar sobre este como si fuera un elemento dado, un “sujeto secundario” (Campeanu, 1975), una especie de variable “dependiente” que esperara atenta e inmóvil los estímulos de los agentes del sector para reaccionar a ellos de una u otra manera.

Solo desde la visión del sector y del público teatral como entidades aisladas, dotadas de una vida propia que no guardara relación con otros procesos o sistemas, puede suponerse que las tendencias señaladas en el apartado anterior nada tendrán que ver con el comportamiento del público teatral en el siglo XXI.

Cierto es que algunas de ellas (generosidad emergente, “hecho para China”, superioridad ecológica, vida saludable, etc.) no parecen tener aplicabilidad alguna en él. Pero es muy difícil no ver que otras van a contracorriente de la decisión de optar a favor del consumo teatral (interacción “uno a uno”, probar el producto antes de adquirirlo, predominio de la educación pragmática, hiper-personalización, libertad para consumir donde y cuando uno quiere, etc.), otras ofrecen oportunidades que pueden ser gestionadas (consumidores cada vez más expertos, informados y exigentes, diversidad de precios y ofertas, relación entre el mundo on line y el mundo real, etc.) y otras, por último, incluso juegan a favor (atracción por el juego y el entretenimiento, relevancia del “boca-oreja” y de las recomendaciones de conocidos, preferencia por las cosas que importan, deseo de experiencias personales controladas, destecnificación, etc.).

Con ánimo de concentrar, ordenar y destilar los factores enumerados en el apartado anterior –y quizá con el efecto no deseado de contribuir aún más al desorden generado con su enumeración–, pienso que podríamos resumirlos en cuatro ejes tendenciales que bien podrían determinar o condicionar fuertemente el comportamiento del público teatral español en lo que queda de siglo XXI. Son estos:

  • Los efectos perdurables de la recesión económica sobre el comportamiento de los consumidores. Sobre la base de la hipótesis más que razonable de que “las cosas ya no volverán a ser como antes” una vez superada la crisis, el teatro español se enfrentará a espectadores más cautos a la hora de consumir; que tenderán a considerar, con mayor intensidad que antes, que la adquisición de una localidad es mucho más una inversión incierta y arriesgada, que un acto de compra seguro y fiable; que se informarán con mucho más detalle del supuesto valor o atractivo del espectáculo que quizá vayan a contemplar; que recabarán la opinión o aval de otros agentes fiables antes de hacerlo; que contrastarán precios, ofertas y oportunidades; que valorarán mucho más los aspectos aparentemente periféricos del servicio teatral: accesibilidad, visibilidad, servicios añadidos, atención personalizada, etc.; y que reaccionarán negativamente con mucha mayor contundencia cuando vean defraudadas sus expectativas.

  • La creciente incidencia de la digitalización y de las redes sociales. Una vez superados –esperemos– los temores apocalípticos sobre la posibilidad de que la extensión de los medios digitales desplace el consumo de espectáculos escénicos11, conviene reflexionar sobre otros efectos y oportunidades derivados de ella. En primer lugar, sin duda, la posibilidad de utilizar esos medios como instrumento para la difusión de espectáculos, ticketing u otras formas de marketing escénico. En segundo lugar, la viabilidad de aprovecharlos para gestionar algunos de los obstáculos que dificultan la extensión de la accesibilidad a los espectáculos escénicos: por ejemplo, como forma indirecta de “probar” el espectáculo antes de adquirir la localidad; o como vía para conseguir una “serialización” indirecta del espectáculo haciendo posible algo que, de acuerdo, no es ya la participación en una representación teatral, pero que tampoco es ya solo la contemplación de un documento audiovisual. En tercer lugar, como un elemento tecnológico más que puede ser incorporado al propio espectáculo teatral con fines estéticos y/o de gestión operativa del montaje. En cuarto lugar, como vía para incrementar una interconexión en red sobre el hecho teatral que nos aproxime al “punto de derrame” antes mencionado. Y, en quinto lugar, su incidencia sobre “la forma de ver y decodificar el teatro” por parte de los espectadores. Como ha señalado Alessandro Baricco, uno de los principales efectos de la extensión de los medios digitales está siendo la generación de una tendencia al surfing por parte de los espectadores de cualquier oferta de ocio (Baricco, 2008), entendiendo como tal la tendencia transitar rápidamente por la superficie de las cosas, centrando la atención en la carcasa de los acontecimientos antes que en sus movimientos profundos, yendo de aquí a allá no bien las expectativas de placer se sitúan por debajo del nivel que el interesado concede a otros consumos rivales… Contraste el lector esta tendencia con la orientación estética de buena parte de los montajes actuales, representaciones aceleradas en las que se pretende demostrar al espectador que “no paran de pasar cosas”, con transiciones de ambientes y caracteres bruscas y no justificadas escénicamente, sometidas a un constante horror vacui que puebla las tablas de desplazamientos agitados y de un verborrea incontenible que se emite en tonos próximos al grito…

  • Las crecientes demandas de formas de participación, libertad de elección, intervención, agrupamientos no pre-estructurados…, un fenómeno vinculado a los anteriores como corolario casi obligado. Digamos de inmediato que el añadido “formas de” en el epígrafe de este punto es todo menos inocente. Por obvias razones de transparencia, debo confesar que tengo la impresión de que hay un mayor interés por el establecimiento de formas o apariencias de participación y libertad de elección, que por el hecho profundo de que tal participación se produzca de manera efectiva. Sin negar sus evidentes potencialidades y sus efectos de transmisión y dinamización sobre los movimientos sociales y la generación de estados de opinión, la ilusión de que la web es un espacio de plena libertad y capacidad de transformación me parece ante todo, eso, una ilusión. Pero una cosa es el recelo –o, por qué no decirlo, el prejuicio– respecto de las supuestas bondades que facilita la digitalización en este terreno, y otra muy diferente negar que los consumidores culturales reclaman un papel cada vez más activo y participativo en la gestión de la oferta cultural, sobre todo –aunque no solo– si esta se hace desde instancias públicas.

  • La movilidad constante de los públicos. Nunca más existirá –si es que alguna vez existió– ese espectador potencial que aguardaba inmóvil la llegada de una oferta teatral para decidir si acudir o no a ella. Con perplejidad semejante a la que experimentaron los físicos de la mecánica clásica cuando irrumpió la mecánica cuántica en el horizonte del conocimiento científico, asistimos hoy a nuestro desconcierto como gestores cuando comprobamos que ese público más o menos fiel que parecía “estar ahí”, ya “no está ahí” y se ha visto sustituido por otros espectadores diferentes… o por el vacío más aterrador. Hace ya tiempo, algunas mentes lúcidas –por ejemplo, José Sanchis Sinisterra desde la creación teatral o Juan Carlos Rodríguez Rojo desde las investigaciones sociales y de mercado– vienen advirtiendo sobre la necesidad de aplicar los principios de la mecánica cuántica a las artes escénicas, siquiera de manera metafórica. Los integrantes del público ya no están jamás en un lugar dado, sino que se hallan en movimiento constante; y solo la capacidad para atraer su atención en un momento dado hacia un espectáculo dado –o “familias de espectáculos dados” – permite “colapsar” su presencia y convertirlos en espectadores reales. Ya no podemos decir que “nuestro público” está ahí, sino que, como mucho, “es probable que esté ahí”. Y el acierto de nuestra gestión estará más en atinar con el lugar en el que probablemente esté o estará, que en el fatigoso y quizá imposible ejercicio de asegurar su constante fidelidad.

3.6. Dos objetivos complementarios que podrían ser contradictorios

En el inicio del presente texto, hemos planteado que el teatro español se juega en relación con el público del siglo XXI la posibilidad de tener o no auténtica relevancia social sobre la base de dos cimientos: incrementar su carácter masivo hasta conseguir un hipotético “punto de derrame” e intensificar notable y notoriamente su capacidad de influencia social. Y hemos sugerido también que, previsiblemente, ambos cimientos se encuentran estrechamente interrelacionados, con la posibilidad de generar sinergias entre sí.

Sin embargo, al menos desde un determinado punto de vista, también podrían entrar en colisión.

A tenor de lo antes expuesto, se registran actualmente tendencias socioculturales cuya influencia potencial sobre la asistencia al teatro es de muy diverso signo: indiferentes algunas, desfavorables otras, gestionables aquellas, aprovechables las de más acá. El balance, en cualquier caso, está lejos –aunque no infinitamente lejos– de las profecías tenebrosas que auguran, parodiando lo que decía Jean Ferrat sobre determinadas opciones políticas, que el porvenir del teatro está en los museos. El teatro está en condiciones de afrontar los factores antes indicados y conseguir, mediante una adecuada gestión, que estos sean los motores de una intensificación de su carácter como oferta cultural masiva.

No obstante, si esta gestión se plantea únicamente desde la perspectiva de “aprovechar la ola”, el resultado será, casi indefectiblemente, un teatro que irá por detrás de las transformaciones sociales, acompañándolas como mero reflejo o entretenimiento, pero renunciando a que su influencia social sea el fruto del cuestionamiento crítico de esas transformaciones.

Seguramente al lector no se le habrá escapado la constante oscilación o escamoteo que hemos perpetrado en los apartados anteriores entre consumidores y público. Guste o no –la verdad, no suele gustar–, los integrantes del público teatral son, prima facie, consumidores. Pero no son solo consumidores. Les une una afición, una habilidad, una predisposición y una comportamiento determinados que giran en torno a la aceptación de que el espectáculo que van a contemplar podrá tener sobre ellos un eficacia que oscilará entre el entretenimiento y el cuestionamiento, en mayor o menor grado, y sin renunciar necesariamente a ninguno de ambos.

Pero, dicho esto, resulta también incuestionable que el mero aprovechamiento, “surfeando sobre las olas”, de las tendencias de consumo antes señaladas conducirán a una oferta teatral abrumadoramente escorada hacia el entretenimiento, la distracción, el campo de la “producción comercial”, el “éxito de taquilla”... Frente a este riesgo, cuantos piensan que la influencia social del teatro no se mide únicamente en términos de ingresos o localidades, sino en términos de generación de un pensamiento, han de ser conscientes de que, ahora sí, su propósito irá generalmente a contracorriente de tendencias de consumo orientadas preferentemente hacia la ilusión, la superficialidad, la banalización de las ideas profundas, la renuncia al compromiso o la búsqueda del placer estético inmediato. En contrapartida, la capacidad herética del teatro, si consigue ser materializada, destacará nítidamente sobre este fondo, enviando una clara señal de que es en él “donde pasan las cosas”.

Pero, para ello, será imprescindible que creadores y gestores tomen nota de una exigencia que resulta insoslayable: poner al espectador en el centro de su actividad (de su proceso creativo, de su programación, de su política teatral), en lugar de considerarle, como actualmente ocurre, un mero receptor pasivo. Tiene razón la antropóloga Lucina Jiménez cuando asegura que uno de los principales riesgos críticos que afectan actualmente al teatro es el desconocimiento y la construcción errónea de la idea de público que aplican los creadores en el ejercicio de su función (Jiménez, 2000).

La creación y la gestión teatral no pueden seguir siendo algo que se arroja a un receptor supuestamente inmóvil y en cuyo diseño este no ha sido tenido en cuenta, sino propuestas que se le formulan eficazmente porque se le ha tenido en cuenta desde el mismo momento en el que fueron diseñadas. Al menos si el objetivo es conseguir que el teatro sea ese “espacio ordenado en donde pueden ser experimentadas las leyes de un universo del que la experiencia común solo hace visible el desorden” (Ubersfeld, 1989).



11 De acuerdo con estadísticas actuales, el consumo de espectáculos escénicos no se encuentra entre las once opciones de ocio cuya frecuencia de uso se ha visto reducida o limitada, según los internautas, por el uso de internet. La segunda, por cierto, detrás de “ver la TV”, es “estar sin hacer nada” (AIMC, 2011).

 

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