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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · NOTAS SOBRE LA DRAMATURGIA EMERGENTE EN ESPAÑA

Por Eduardo Pérez-Rasilla.
 

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NOTAS SOBRE LA DRAMATURGIA EMERGENTE EN ESPAÑA

Eduardo Pérez-Rasilla
Universidad Carlos III de Madrid

 

Resumen: La dramaturgia emergente española continúa los cambios iniciados  en los años ochenta. Las generaciones más jóvenes son herederas de estos planteamientos, aunque  buscan su propia identidad. Sus dramaturgias se caracterizan por: un cierto eclecticismo,  una compleja elaboración de sus textos,  el  cosmopolitismo, las abundantes referencias culturales y   la preferencia por la tragedia. Su teatro es comprometido. Frecuentemente sus temas son la violencia, vista desde una perspectiva crítica. Su  aportación más relevante busca la convergencia de la intimidad con lo político.

Palabras clave: Dramaturgia emergente, Teatro alternativo, Intimidad, Compromiso.

Abstract: The emergent Spanish dramatics follows the changes started during the eighties. The youngest generations have inherited these approaches, although looking for their own identity. This dramatics is noted for a kind of eclecticism and a complex development of their plays, the cosmopolitanism, the abundant cultural references and the preference to tragedy. This is a committed theatre. Frequently, this theatre talks about violence from a critical point of view. Their most relevant contributions look for the convergence between the privacy and the politics.

Key words: Emergent dramatics, off-theatre, privacy, committed.

 

Parto de la convicción de que existe una dramaturgia emergente poderosa aquí y ahora. Frente a las actitudes reticentes, pesimistas o reaccionarias, frente a la inercia conservadora de viejos modelos y valores, opino que los escritores jóvenes –algunos escritores jóvenes, claro es– ofrecen unas propuestas estética e ideológicamente comprometidas y audaces y teatralmente sólidas. En una sociedad en la que se perciben los inequívocos signos del aburguesamiento, en la que se advierte una preocupante regresión política y moral, en la que se imponen unos gustos estéticos uniformes –y muchas veces deplorables– y en la que parece proscribirse cualquier signo de disidencia respecto al pensamiento dominante, la existencia de un teatro emergente parece difícil, pero resulta imprescindible. Y son muchos los dramaturgos jóvenes –incluso muy jóvenes– que adoptan un compromiso político y estético y se alejan de las tendencias más convencionales y trilladas para buscar un teatro formalmente exigente y políticamente incómodo y crítico. Soy consciente de que estas primeras líneas adquieren la condición de declaración de intenciones o de toma de posición. Sin renunciar a una visión crítica y sin incurrir en la ingenua consideración de que todo lo nuevo o todo lo joven, por el mero hecho de serlo, representa un valor indiscutible, pretendo llevar a cabo una reflexión sobre la emergencia en la dramaturgia española última, situada en el contexto de la historia reciente.

Por dramaturgia emergente entiendo la escritura que aporta alguna novedad temática y formal, es decir, que marca alguna diferencia con los paradigmas establecidos y aceptados, y que se propone como una vía alternativa o experimental, constituya esta una opción más o menos radical o decididamente rupturista o bien plantee una revisión coherente y profunda de modelos anteriores. Los dramaturgos más jóvenes propenden hoy a la renovación formal del texto y a la elección de unos motivos temáticos en los que se advierte un discurso crítico o la expresión de desconcierto o de desconsuelo ante un mundo que no se comprende o con el que no existe empatía. Esta noción de emergencia funciona, tal como aquí la entiendo, en un contexto histórico, el de la España democrática que se va conformando teatralmente en los últimos años de la década de los setenta y en los primeros de la de los ochenta. Desde aquellas fechas ha sido la dramaturgia emergente la que ha impulsado la imprescindible renovación escénica. Y lo ha hecho de manera continuada, a pesar de que esa dramaturgia emergente haya sido recibida tantas veces con desconfianza, cuando no con hostilidad. Considero que la actual dramaturgia emergente es heredera de las sucesivas corrientes renovadoras y vanguardistas que han ido desarrollándose a lo largo de estas tres décadas o, dicho de manera más precisa, forma parte de esa emergencia, también porque muchos de aquellos movimientos que se iniciaban hace algo más de tres décadas siguen en activo. Con no poca frecuencia son creadores veteranos –Carlos Marqueríe, Elena Córdoba, Rodrigo García, Ana Vallés, Sara Molina, Angélica Liddell, etc.– los que ofrecen los trabajos más novedosos, o incluso más decididamente rompedores, y sirven de modelo o de estímulo a los jóvenes creadores, quienes de manera muy diversa y muy personal continúan aquellas líneas de trabajo. Así, la ambición y la potencia de un trabajo como Gólgota pic nic, de Rodrigo García, estrenado en Madrid hace apenas un año constituye uno de los logros más audaces del teatro español último [fig. 1]. Por estos motivos resulta pertinente asomarse a ese complejo y dilatado proceso en el que, desde mi punto de vista, aún seguimos inmersos.

A medida que avanzaba la década de los ochenta, el teatro español asistió a la emergencia de una dramaturgia que proponía nuevas concepciones del texto dramático y del espectáculo escénico, cuyos antecedentes se encontraban en algunas tentativas del teatro universitario, de cierto teatro de cámara y, sobre todo, del teatro independiente, aunque estos movimientos no bastan por sí solos para explicar del todo la emergencia a la que nos referimos. El teatro europeo –y también otros teatros no europeos– contemplaban una significativa renovación de sus lenguajes y paradigmas escénicos, que se advertía en una diversidad gozosa de propuestas y en la necesidad de repensar los conceptos clásicos de la teatralidad. Para España se iban desvaneciendo poco a poco las barreras que la separaban de Europa, lo que propició también la llegada de algunas manifestaciones escénicas relevantes que contribuyeron a la necesaria transformación del teatro. Directores de escena, dramaturgos, compañías o coreógrafos de referencia en el mundo mostraron sus espectáculos en España y una nueva generación de espectadores y de creadores pudo formarse en la recepción y en la utilización de esos nuevos lenguajes.

El país vivía un momento de efervescencia que, si bien, como luego se ha constatado, dejaba poco espacio a la reflexión sosegada y a la ponderación, respondía a una necesidad sociológica y casi biológica de cambio, en ocasiones compulsivo, que afectaba a (casi) todos los ámbitos de la vida pública y de la vida privada. Era una sociedad joven y en expansión, que estrenaba la democracia y quería –y necesitaba– dotarse de una cultura moderna y libre, digna de la Europa a la que deseaba pertenecer, basada en criterios éticos y estéticos muy diferentes de los que la habían inspirado hasta el momento. La noción de emergencia adquiría una singular y precisa relevancia. El teatro no fue ajeno a este cambio, sino que, por el contrario, se convirtió en un singular espejo de esa modernización de la sociedad. El compromiso de los poderes públicos con el teatro y el extraordinario esfuerzo presupuestario llevado a cabo y concretado en la creación de eventos e instituciones, rehabilitación de teatros y ayudas diversas confería al teatro en su conjunto una condición emblemática en el nuevo marco social. La asunción de los logros de la moderna dirección de escena, la introducción de los nuevos planteamientos escenográficos, de diseño de iluminación y vestuario, de las posibilidades del espacio sonoro o el remozamiento de las técnicas de interpretación actoral propiciaron espectáculos distintos y en ocasiones restallantes, aunque tantas veces el gozo experimentado por los espectadores estuvieran contrapunteado por la protesta airada de quienes no aceptaban los cambios.

Tal vez por ello, la etapa pujante que se iniciaba en torno a los ochenta ha pagado un elevado precio por su ruptura con lo anterior, que ha supuesto para el teatro más inquieto el alejamiento de ciertos ámbitos de respetabilidad social. El olvido o el desdén que la mayoría de los medios de comunicación de masas han manifestado hacia el teatro de manera progresiva y constante, la ausencia clamorosa que ha experimentado el arte dramático en los programas políticos o en los grandes proyectos cívicos o la escasa presencia de los dramaturgos y otras gentes de teatro en las tribunas más prestigiadas –incomprensible e injusta si se compara con la sobrerrepresentación que tiene otros ámbitos de creación artística– son algunos de los síntomas más evidentes de ese rechazo, o al menos de esa reticencia, con que la sociedad española ha castigado la disconformidad irreverente de los creadores dramáticos. Entre las consecuencias de ese arrumbamiento podemos advertir las extremas dificultades para estrenar que tienen los jóvenes dramaturgos desde entonces hasta hoy, el desplazamiento de las escenificaciones emergentes –cuando estas se logran– hacia lugares periféricos y minoritarios, la escasa circulación de las colecciones que editan textos teatrales, y, no hace falta insistir en ello, la exigüidad de los recursos económicos con los que estos creadores han de desenvolverse.

 

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