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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · NOTAS SOBRE LA DRAMATURGIA EMERGENTE EN ESPAÑA

Por Eduardo Pérez-Rasilla.
 

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No obstante, este obligado confinamiento a la marginalidad ha funcionado en muchas ocasiones –y sigue funcionando en nuestros días– como un factor capaz de impulsar la emergencia. Esta consideración vale sobre todo para algunas salas alternativas –o salas ajenas a los circuitos política, económica y socialmente prestigiados– que en determinadas etapas han programado los trabajos más novedosos y arriesgados, han relacionado a creadores españoles y extranjeros que proponían lenguajes vanguardistas, han contribuido a la formación de un público y han hecho posible lo que antes hubiera parecido inaceptable y, en los mejores momentos, han generado incluso un discurso teórico que se plasmaban en publicaciones, en seminarios y talleres o en ciertas dinámicas de reflexión y creación. Pero, además, o quizás sobre todo, han propuesto una nueva concepción del hecho escénico y de su significación política, ética y social, precisamente desde la condición humilde e informal de los espacios que albergaba, desde su ubicación en lugares de menor prestancia social y económica y desde la inusitada proximidad física y simbólica entre creadores y receptores. En suma, esa condición periférica del espacio lo liberaba de inercias y convenciones sociales, atraía a unos espectadores abiertos a otro tipo de experiencias y le permitía investigar en líneas escénicas diferentes de las que ocupaban los espacios ya consolidados. Han sido y son todavía muchas las salas que, en distintas ciudades españolas, han acogido e impulsado la emergencia, entre ellas, Cadarso, Beckett, Tantarantana, Malic, Pradillo, Cuarta pared, Triángulo, El canto de la cabra, La grada, Galán, Nasa, La fundición, Los manantiales, Ruzzafa, etc. El cierre de algunas de esas salas ha supuesto y sigue suponiendo un serio obstáculo para el desarrollo de la emergencia teatral. La amenaza que en estos tiempos se cierne sobre muchas otras podría conducir a un estrangulamiento de los actuales modelos de emergencia, que siguen vinculados casi exclusivamente a estos espacios. Ciertamente en muchas ocasiones algunas salas alternativas han basculado hacia modelos más convencionales o hasta más comerciales, por pura necesidad de supervivencia o sencillamente porque algunos procesos inicialmente emergentes han ido insertándose en el sistema que los ha ido asimilando paulatinamente. Y así, ciertas salas, ciertas compañías o ciertos creadores individuales mantienen un equilibrio entre la emergencia y la asimilación. A su vez, este movimiento alternativo ha contaminado a otros modelos, de manera que algunos teatros institucionales han ido abriendo espacios de aforo más reducido y de más informal configuración para albergar a lo que podría ser la periferia o la emergencia de su propio sistema. Paralelamente, algunos creadores dramáticos han repartido su actividad –y siguen haciéndolo todavía hoy– entre los espacios socialmente prestigiados –públicos o privados– y los ámbitos alternativos, de manera que las fronteras entre lo emergente y lo socialmente asumido pueden admitir alguna permeabilidad. Sin embargo, no hay que llamarse a engaño: el sistema se muestra muy cuidadoso a la hora de filtrar aquellas manifestaciones escénicas que le resulten perturbadoras.

Esta suerte de marginalidad ha sido asumida desde hace décadas por algunas revistas teatrales de orientación editorial y estética muy diferente, pero concordantes en su labor de atención a la emergencia. Conscientes de que habían de ocuparse de un teatro diferente del que recogían, en su caso, los medios de comunicación e incluso algunos medios académicos, y también de que la perspectiva crítica que se necesitaba era muy distinta de la vieja mirada que juzgaba apresuradamente los textos desde las columnas de los periódicos, publicaciones como Reseña, Primer acto, Pausa, El público, Cuadernos de dramaturgia, Fases, Ubú, Revista Galega de Teatro, Artez y otras, entre las que cabría considerar algunas de las emanadas de las instituciones académicas o de los colectivos profesionales del teatro, han acogido y estudiado –con atención y pertinencia desiguales, ciertamente– muchas de las manifestaciones del teatro emergente. Varias de las revistas mencionadas hoy han desaparecido o están en trance de hacerlo, por lo que la creación emergente pierde otras de sus principales plataformas de conocimiento y de análisis.

Por otra parte, algunos premios teatrales, casi siempre de naturaleza institucional, singularmente el marqués de Bradomín o el Calderón de la Barca, aunque también otros que se convocan en diferentes ciudades españolas, singularmente el premio Born, de Ciutadela, han contribuido, desde hace décadas, a dar a conocer algunos de los textos dramáticos punteros de la joven creación española. El medio parecería modesto y discreto, pero el resultado ha sido encomiable, puesto que han sido en gran medida estos (y otros) premios los que han permitido que fueran conocidos en España y en el exterior, algunos de los dramaturgos emergentes más significativos desde los años ochenta a nuestros días. De manera más ocasional, algunas instituciones académicas –específicamente teatrales o universitarias– han acogido manifestaciones del teatro emergente o han propiciado su estudio, pero esta actitud ha estado casi siempre vinculada a trayectoria profesionales de personas concretas y, con menor frecuencia, a la institución para la que trabajaban.

Y, aunque no es factible enumerar todas las iniciativas personales que impulsan la emergencia, cabría recordar el impulso ejercido por Sanchis Sinisterra, precisamente desde una asunción de la condición de marginalidad, mediante su magisterio –teórico y práctico– y la puesta en marcha primero de la sala Beckett y más recientemente del Nuevo Teatro Fronterizo con sede material en el espacio bautizado como La corsetería. Y es imprescindible la mención de la labor de Antonio Fernández Lera, con su publicación de los Pliegos de Teatro y Danza, que han recogido buena parte de la creación emergente de este siglo XXI, desde las propuestas presentadas por los creadores de su generación (p.ej., Carlos Marqueríe o el propio Fernández Lera) hasta las obras de los más jóvenes (p.ej., La tristura), sin excluir los nombres de Rodrigo García, Angélica Liddell, Juan Úbeda y Elisa Gálvez, Elena Córdoba, Lola Jiménez, Carlos Fernández, Mónica Valenciano, etc.

Este proceso que empujaba a la marginalidad al teatro emergente se fue acentuando sobre todo en los años últimos de la década de los ochenta, sin embargo, la recepción de las primeras propuestas pujantes que surgían en aquella década fue esperanzadora. La transformación de los lenguajes dramáticos trajo consigo la presencia en la escena de nuevos temas y motivos y, quizás sobre todo, una actitud diferente, abiertamente crítica y disconforme, por un lado, y más desenfadada y hasta desinhibida, por otro, tanto que algunos consideraron próxima al cinismo, pero que tenía que ver con una celebración de la libertad y con la exploración de los paradigmas éticos sobre los que se apoyaba una sociedad emergente y las consecuencias inmediatas de un cambio que algunos consideraban abrupto. Pese al predominio de un tono festivo en algunos de aquellos textos, no se omitían tampoco aspectos que pudieran resultar desagradables o incómodos, ni se esquivaba el análisis crítico de unas apresuradas renuncias a viejos ideales y modelos de conducta pública y privada. El recurso a lo tragicómico –o incluso a lo farsesco– revelaba las contradicciones de una sociedad que vivía en una alegre estridencia que no le dejaba ver las oscuridades que proyectaba el pasado y las sombras que se cernían sobre su futuro inmediato. Ciertas obras de Alonso de Santos o del primer Cabal resultaron muy significativas en este sentido y se convirtieron en obligada referencia para los dramaturgos más jóvenes, como Ignacio del Moral o Paloma Pedrero. O también para algunos de los primeros textos de Ernesto Caballero. Una de las líneas por las que discurría la emergencia tenía que ver con esta mezcla de desenfado y acidez con la que se trataba de encarar aquel momento histórico de cambio continuado y expectante.

No es esta una línea preferente entre los dramaturgos más jóvenes, acaso porque nos encontramos ante una situación histórica muy diferente o tal vez porque desde finales la década de los ochenta algunos de los dramaturgos que habían recurrido a ella van tendiendo a una escritura más sintética, más ambiciosa técnicamente, y también más sombría o menos desenfadada. El uso drástico de la elipsis, la utilización de formas compositivas que prescinde de la continuidad temporal y causal, el empleo de un lenguaje más lírico y más cernido a la vez, la representación más intensa de algunas formas de violencia o la progresiva pérdida de la ingenuidad en la mirada son rasgos que van emergiendo en estas escrituras y que sugieren no solo una maduración de los dramaturgos, sino también la invasión del desencanto que aquejará a la sociedad española, en la que se vislumbraban ya problemas y amenazas.

Desde una perspectiva diferente, en los primeros ochenta, el teatro de Ignacio Amestoy propugnaba la recuperación de la tragedia como vía de reflexión en una encrucijada histórica cuya complejidad no todos estaban en condiciones de comprender ni siquiera de aceptar, lo que, desde una perspectiva formal le llevaba a explorar un tratamiento circular o laberíntico del tiempo, acorde con una concepción ritual de lo escénico, que se verificaba también en un lenguaje contundente de acendrado lirismo y de gran densidad intelectual. Sin que pueda hablarse de influencia directa, acaso puedan advertirse en las dramaturgias emergentes posteriores, hasta llegar a las más jóvenes, algunas semejanzas, si no con el estilo, sí con la actitud con que se afronta el texto dramático.

Por su lado, las formas de concebir la literatura dramática procedentes de la tradición inmediata quedaron entonces arrumbadas y sus cultivadores se vieron obligados a transformar su escritura o a abandonarla, experiencia que en tantas ocasiones resultó traumática y comprensiblemente dolorosa. Aquello no sucedió sin polémica –áspera y ruidosa–, pero se impuso (o fue impuesta) la preferencia por lo novedoso, por una emergencia que buscaba caminos diferentes. La pequeña brecha temporal se transformaba en un insalvable abismo.

 

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