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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · NOTAS SOBRE LA DRAMATURGIA EMERGENTE EN ESPAÑA

Por Eduardo Pérez-Rasilla.
 

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Las propuestas más decididas respecto al cambio dramatúrgico planteaban, desde posiciones estéticas no siempre idénticas, una ruptura con los moldes clásicos. Esta circunstancia no constituía un fenómeno aislado ni su aparición podía considerarse abrupta. La escena española, abierta por fin a lo que sucedía más allá de las fronteras, se hacía eco de lo que ocurría en otros escenarios, singularmente europeos y americanos, que experimentaban las consecuencias de una compleja evolución teatral acaecida en el contexto de un gran cambio político, social, ideológico, ético y estético. La ya dilatada evolución de la vanguardia histórica había establecido la autonomía del espectáculo respecto al texto dramático, había prestado atención preferente a los aspectos plásticos de la escenificación, a la conjunción de diferentes disciplinas artísticas y a las posibilidades corporales del actor. Había explorado también los modos de ordenar los componentes de la historia que sustituyeran a la causalidad o a la sucesión temporal o las posibilidades de asociaciones más libres que las que proponía un discurso trabado según las normas prescritas por la psicología o la lógica convencionales y desarrolladas ya por el lenguaje dramático naturalista. Paralelamente, el texto dramático clásico había ido adelgazando, se aligeraba y soltaba el lastre del exceso de información y de justificación de sucesos y acciones, abandonaba la redondez y la contundencia, recurría a la elipsis y perdía el miedo a la ambigüedad. Cada vez más lejos de la ingenua ilusión de realidad, desde la decisiva crítica brechtiana, el texto tomaba conciencia de su artificio y se cuestionaba su propia condición en un permanente ejercicio de metateatralidad. O prefería seguir otros caminos diferentes de los de la verosimilitud mimética, como eran los de la expresión ritual o la distorsión farsesca.

Este proceso de autocrítica amenaza al propio texto dramático cuando la ironía de Beckett lo convierte en un camino que da vueltas en torno a sí mismo o en una senda que va hundiéndose a medida que es transitada, hasta que descubre su imposibilidad de expresarse o de comunicar. El texto se ha convertido así en un inmenso vacío, acaso en un sucedáneo del silencio. El teatro de Pinter, heredero en tantos aspectos del teatro de Beckett, deja constancia de la invisibilidad de los seres humanos representados por los personajes, que chapotean en ese vacío y alteran el silencio con la palabrería. Peter Handke anticipa la inutilidad de la representación teatral y del espectáculo escénico. Aunque, paradójicamente, la demoledora actitud de Beckett –junto a la de Pinter, Handke o Bernhard– permitirá el descubrimiento gozoso de nuevas vías de creación textual, una primera lectura de su obra parece apuntar hacia un fin de ciclo. Algunas de las maneras de escribir literatura dramática, que parecían insoslayables, experimentan un irreversible envejecimiento.

Por otro lado, y desde una perspectiva ideológica, el combate contra el individualismo burgués y contra la mitificación del artista singular, aislado de la sociedad de la que surge y para la que trabaja, desarrolla en los años sesenta modelos de creación y producción teatral de carácter colectivo, que difuminan la especialización de los componentes de los grupos y que potencian la labor en común, lo que propicia el anonimato y reduce el territorio para las iniciativas del autor dramático, cuya desaparición como tal llegó a insinuarse. Después, ya en los años ochenta, el dramaturgo reivindicó su papel en el proceso de creación teatral. Su renuncia a la centralidad, a la cúspide de la jerarquía del espectáculo, hacía posible una escritura que se imbricaba en la creación escénica, que la enriquecía y que era enriquecida por ella. Las formas de colaboración entre el dramaturgo y los demás responsables de la creación escénica fueron –son todavía– muy diversas, y han permitido recuperar la aportación específica del dramaturgo, aunque para ello haya de adoptar un lugar muy diferente en el proceso de creación de aquella posición privilegiada desde la que escribía hace algunas décadas y haya de asumir una relación solidaria y de equidad con los demás creadores.

La conjunción y la depuración de los factores citados alumbraron formas teatrales nuevas y diversas, que prestaban una mayor atención a los aspectos no verbales del espectáculo y que tendían al contagio estético de disciplinas, modelos, estilos y géneros diferentes. Esta reformulación de la textualidad exigía una renuncia a la voluntad de condicionar y vertebrar el espectáculo y, a su vez, un mayor rigor teatral en la escritura, que permitiera la confección de trabajos escénicos más porosos, sugerentes y abiertos. El lenguaje se hace más ambiguo y la composición más fragmentaria. Deliberadamente se busca lo inacabado y se acentúa lo metateatral. En definitiva se pretende una participación activa del espectador, no ya desde las fórmulas de la provocación o de la intervención física, sino mediante la apelación al receptor como destinatario singular con la posibilidad y con el deber de contribuir a la interpretación de lo que se le propone. Las nuevas dramaturgias se exigen un replanteamiento profundo del texto tradicional, desde los parámetros mencionados, o prefieren romper con el viejo modelo al que sustituyen por fórmulas que más tarde han sido acogidas bajo el cómodo paraguas de teatro postdramático, denominación que ha hecho fortuna y que ha suscitado estudios exigentes y rigurosos, por lo que no debe desdeñarse sin más, pero que, inevitablemente, propende a amalgamar manifestaciones y fenómenos que tal vez requirieran una mayor capacidad de discernimiento. Naturalmente la elucidación de tales cuestiones se aleja de los propósitos, mucho más modestos, que albergo al redactar este trabajo.

El nuevo teatro que se gestaba en Europa tuvo su eco en algunas manifestaciones emergentes del teatro español en la década de los ochenta. El dinamismo y la ilusión de una etapa más progresista desde la perspectiva social, política y cultural proporcionó una imagen nítida de emergencia de un teatro nuevo. La atención generosa que Guillermo Heras prestaba a las vanguardias –históricas y contemporáneas–, desde el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, convirtió a esta institución en espacio y también en agente de dinamización de la emergencia escénica, que se extendería después a otros espacios, singularmente a los teatros alternativos y en Madrid muy particularmente el teatro Pradillo. El talento y la tenacidad de creadores como Esteve Grasset, Elena Castelar (Zotal) Antonio Fernández Lera, Carlos Marqueríe, La tartana o Cambaleo, primero, y, poco más tarde, Ana Vallés y la compañía Matarile, Sara Molina o Rodrigo García, entre algunos otros que podrían recordarse, hicieron ver a los más jóvenes que existían otras posibilidades de hacer teatro. Más tarde vendrían Angélica Liddell, Elena Córdoba, Carlos Fernández, Roger Bernat, Elisa Gálvez y Juan Úbeda, etc., con líneas de trabajo muy diferentes, pero que comparten una voluntad de ruptura y de investigación de nuevos lenguajes.

El conocimiento que por entonces comenzaba a tenerse en España de la obra de Heiner Müller, impulsado en buena medida por algunas de las personas citadas en las líneas anteriores, proporcionaba un modelo de escritura dramática abierto, no supeditado a la tensión de la trama ni al binomio actor-personaje que pretende una identificación entre uno y otro, ni tampoco al diálogo. Los textos de Müller ofrecían las casi ilimitadas posibilidades de una palabra que se emancipaba del personaje y creaba poderosas imágenes, susceptibles de ser escenificadas con inusitada libertad. Aunque su obra no constituyó la única influencia de la escritura joven y emergente, sí resultó decisiva en la evolución de la nueva dramaturgia. Samuel Beckett o Peter Handke no fueron ajenos a las vicisitudes de estas escrituras, como tampoco lo fueron creadores escénicos provenientes de disciplinas y ámbitos distintos de la escritura misma: Tadeusz Kantor, Bob Wilson, Pina Bausch, Carles Santos o incluso Joseph Beuys. La postvanguardia española podía aportar también la influencia del genial Joan Brossa. Poco más tarde se haría perceptible también la influencia de Thomas Bernhard, tanto la de su obra dramática como la de su narrativa y también la de Pasolini, cuyas huellas pueden detectarse aún hoy en las obras de algunos de los dramaturgos más jóvenes, quienes ha mirado también a la obra de Koltès, Mamet o Cormann, entre otros.

Desde estos presupuestos, podemos apuntar hacia un tipo de teatro que prescinde de los componentes tradicionales del entramado dramático –fábula, personajes y diálogos–, o, al menos los cuestiona radicalmente, y que sustituye la vertebración temporal y causal de la acción dramática por la yuxtaposición de secuencias, cuya ordenación resulta aleatoria desde la perspectiva espacio-temporal establecida. La resistencia a la representación y la pérdida de la confianza en la posibilidad de construir una ficción trabada dejan paso a un teatro que prefiere la mostración, la renuncia a la ficcionalidad y la parataxis como modelo constructivo. Sin embargo, y contrariamente a lo que tantas veces se hace creer, la combinación en plano de igualdad de disciplinas artísticas y lenguajes diferentes y la presencia relevante de la acción física –siempre muy intensa y en ocasiones próxima a lo social o moralmente proscrito: lo obsceno, lo peligroso, lo violento, etc.–, no se verifica necesariamente en detrimento de la palabra. Antes al contrario, la textualidad verbal de muchos de estos trabajos está primorosamente elaborada. Otra cosa muy diferente es que la palabra se emplee de manera distinta de la que se utiliza en un texto de naturaleza convencional. El diálogo dramático desaparece, o al menos pierde terreno, en favor de la confidencia, la salmodia, la digresión, el relato directo, el exabrupto, la provocación, el insulto o el aforismo, lo que, lejos de rebajar la calidad literaria del lenguaje, lo depura y extrae de él inusitadas posibilidades dramáticas y literarias. El teatro español emergente presenta luminosos ejemplos de esta manera de hacer, primero en la obra de Marqueríe o Fernández Lera y más tarde en la de Rodrigo García o Angélica Liddell, por citar tan solo a los creadores más significativos. Entre los más jóvenes, el teatro de Carlos Contreras (Verbatim drama [fig. 2]) parece heredar estas influencias.

 

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