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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · NOTAS SOBRE LA DRAMATURGIA EMERGENTE EN ESPAÑA

Por Eduardo Pérez-Rasilla.
 

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Es significativa la concurrencia de dos fenómenos cuya conciliación no parecería sencilla si no se atiende a la circunstancia del profundo cambio social que se verifica a partir de los ochenta. Bruscamente se rompe el cordón umbilical con la tradición inmediatamente anterior, que solo excepcionalmente se ha recuperado en los años posteriores en la obra de algunos autores singulares y de manera siempre relativa y discreta, aunque significativa. Pero, por otro lado, se inicia una nueva convivencia –pacífica y frecuentemente gozosa– entre generaciones, que tantas veces da paso a una dinámica de trabajo basada en el magisterio directo e inmediato o en la admiración y en la consiguiente influencia a través de los textos teóricos o de las creaciones de los maestros. En ocasiones da la impresión de que la literatura dramática española cuenta con apenas treinta años de edad o, al menos, que antes de estos treinta años se produjo un inmenso vacío –secular– del que se ha emergido con fuerza. Esta circunstancia, si bien presta una energía juvenil a una escritura que parece discurrir por un territorio ignoto, le confiere una ligereza estimable y la libera de algunas inercias y ataduras, propicia, sin embargo, un cierto desequilibrio y la inclina en ocasiones hacia la compulsión, la melancolía o el ensimismamiento. El corte con la tradición produce en las sensibilidades más agudas una percepción dolorida de la desmemoria e incluso una cierta sensación de orfandad, que se vierte explícita o implícitamente en algunos de los textos más relevantes.

Acaso para compensar esta ruptura con la tradición anterior, se refuerzan los lazos entre maestros y discípulos y se considera la tarea de docencia y de aprendizaje como nunca hasta el momento tenemos conocimiento de que se hubiera hecho. El establecimiento de enseñanzas teóricas y prácticas de escritura en la Escuelas Superiores de Arte Dramático, la creciente –aunque desigual y hasta arbitraria– atención que la Universidad va prestando al teatro, mediante la organización de cursos, seminarios y jornadas y, sobre todo, el impulso por parte del ámbito específico del teatro de talleres y laboratorios destinados a la escritura y a la experimentación, bien sea a través de sus instituciones profesionales, bien a través de los entornos de algunas de sus salas o bien a partir de la iniciativa de creadores individuales, han dejado constancia de que la escritura dramática puede aprenderse y mejorarse mediante la ejercitación, el magisterio y la aplicación de criterios y procedimientos contrastados. En consecuencia, no puede extrañar que la escritura emergente se vea tantas veces ligada a estos focos de creación y enseñanza, aunque, como hemos escrito más arriba, la transmisión de los saberes que representan alguna forma de emergencia depende más de maestros singulares que de la voluntad de las instituciones académicas en su conjunto. No es pertinente –o al menos no lo es siempre– hablar de escuelas, puesto que muchos de los escritores emergentes a lo largo de las dos últimas décadas han compaginado magisterios y líneas estéticas muy diferentes.

Así, el lugar de la emergencia está habitado por la influencia poderosa y casi inevitable que han ejercido treinta años de creación e investigación dramática rigurosa e imaginativa. Los escritores más jóvenes llegan a este territorio poblado de voces con la determinación de que se escuche su propia voz, lo que ha propiciado un teatro que transita entre la afirmación personal y un ineludible bagaje estético deudor de las aportaciones de estas tres décadas y del magisterio ejercido por los creadores mencionados. Esta tensión resulta, a mi entender, estimulante y fecunda, aunque no siempre soslaye los riesgos a los que aboca la decisión de inclinarse hacia una u otra de las posiciones mencionadas. La dramaturgia que podemos considerar emergente es original y vigorosa, pero no plantea una ruptura con las formas de emergencia desarrolladas por el teatro español en las últimas tres décadas, sino que supone la evolución de algunas de sus líneas y la progresiva tendencia a que las propuestas se entrelacen y se contaminen.

Esta propensión al eclecticismo parece recurrente en esta joven escritura, como lo es también la preferencia por la configuración de textos formalmente complejos, que cabe relacionar en ocasiones con un gusto manierista o con un propósito de demostrar pericia en la construcción dramática, pero que en los mejores textos responde a un riguroso análisis ideológico y crítico de las situaciones abordadas, de modo que este exigente dispositivo formal permita poner de manifiesto la falsedad de ciertos enunciados, la insuficiencia de explicaciones y discursos o la interpenetración de acontecimientos, lenguajes o personas. El recurso a la elipsis, a la fragmentación o a las fracturas espacio-temporales, la falta de miedo al hueco o al silencio, la renuncia al desenlace que aclara o tranquiliza, los solapamientos, las interferencias, las asociaciones inesperadas, la mezcla de lo onírico con la representación realista o documental, las simetrías aparentemente extrañas, las reiteraciones o las variaciones sobre el mismo tema no son nuevos en la dramaturgia española contemporánea, pero sí adquieren una presencia relevante en la joven dramaturgia, que practica con singular intensidad estos procedimientos que ponen de manifiesto lo incierto de una realidad cambiante, múltiple y esquiva. Textos tan diversos como Nací en el norte para morir en el sur (Antonio Rojano), Pieza paisaje en un prólogo y un acto (Lola Blasco), El lado oeste del Golden Gate (Pablo Iglesias) [fig. 6], Grooming (Paco Bezerra), Günter, un destripador en Viena (María Velasco), El deseo de ser infierno (Zo Brinviyer), Vagamundos (Blanca Doménech), Memora do incendio (Vanesa Sotelo), Mi alma en otra parte (José Manuel Mora), 360º (Josep María Miró), Todos los caminos (Juan Pablo Heras), La caja Pilcik (Carlos Be), La América de Edward Hopper (Eva Hibernia), Insomnios (David Montero), entre otros que podrían citarse, ofrecen elocuentes ejemplos de cuanto se dice en las líneas anteriores.

La condición experimental del texto dramático va acompañada por una escritura elaborada y exigente, que, en muchas ocasiones, se recrea en la palabra, contrariamente a lo que tantas veces se afirma. Una palabra cargada de densidad y de lirismo, erudita con frecuencia, precisa a veces y desbordante o barroca en otros momentos. Si la metateatralidad es un rasgo que atraviesa la emergencia dramática a la que venimos refiriéndonos, entre los escritores últimos se intensifican las facetas metaliterarias y hasta metalingüísticas, que, si bien tampoco son exclusivas de los más jóvenes, pues las encontramos en dramaturgos tan distintos como José Sanchis Sinisterra, José Ramón Fernández, Juan Mayorga, Rodrigo García o Pedro Víllora, por citar solo a algunos, resultan relevantes en el panorama dramático más reciente. La palabra se nutre de una diversidad de referentes: científicos, filosóficos, históricos, literarios, mitológicos, bíblicos, cinematográficos, teatrales, plásticos, musicales, etc., que no solo enriquecen el léxico sino que impregnan la construcción del discurso en su conjunto, lo hacen más reflexivo y configuran un tipo de teatro denso y plagado de sugerencias, de notable peso ideológico, propenso a la digresión y al lirismo, aunque no necesariamente carece de un entramado narrativo ambicioso, sino que, por el contrario, la fábula –una vez más revisada, remozada o dislocada– ejerce o recupera su poderosa capacidad de seducción. Desde esta complejidad estilística y formal, desde esta pluralidad de voces se pretende encontrar la propia voz, la expresión personal, en un esfuerzo consciente y estimable.

Lo cosmopolita se sobrepone a lo local, con mayor evidencia quizás que en las generaciones anteriores. Se advierte en la escritura emergente última la influencia de una cultura menos circunscrita a lo territorialmente próximo, adquirida a través de la lectura, del cine, del viaje, de la música o de las aulas, paradójicamente ajena y personal a un tiempo, lo que supone otro factor de tensión fecunda. Sin ánimo de incurrir en los lugares comunes sobre la globalización, parece difícil soslayar la circunstancia de una comunicación mucho más amplia, rápida y fluida con otros ámbitos, la posibilidad del viaje o la existencia de unos referentes comunes a jóvenes procedentes de lugares diferentes que no han hecho de su origen local un fundamento identitario como escritores. Los paradigmas y los motivos de los que se sirven para representar su visión del mundo los encuentran en ámbitos culturales clásicos o contemporáneos, pero de dimensiones universales, lo que no supone soslayar los problemas del aquí y el ahora, sino, por el contrario, de reflexionar sobre ellos en un contexto histórico e intelectual más amplio, pero también más preciso. El teatro de Antonio Rojano, La tristura, Lola Blasco, Vanesa Sotelo, Vanessa Montfort, Antonio de Paco, Carlos Contreras, Aleix Duarri, etc., aporta abundantes ejemplos de ello.

La mirada hacia la tragedia –sobre todo la tragedia clásica griega– es recurrente. Se obtienen de ella imágenes y referencias, que a veces se hacen explícitas en los textos mediante la cita y otras se reconocen en la alusión o la analogía, pero sobre todo paradigmas, puntos de comparación con una percepción trágica del mundo contemporáneo. El humor puede aparecer en estos textos, en los que faltan las revisiones transgresoras o irónicas de los mitos y motivos clásicos, pero la comicidad es rara en los escritores emergentes últimos, incluso lo es –y me parece relevante– la comicidad dislocada o grotesca, propia de determinados modelos de la farsa, tan presente en la tradición dramática española.

No faltaban, sin embargo, en ciertos creadores nacidos en la década de los setenta algunas propuestas en las que el humor, agridulce, se entrevera con lo dramático o con lo lírico, en la exploración de las grietas que inevitablemente muestran las relaciones interpersonales. Por ejemplo, los espectáculos de Titzina Teatro (Diego Lorca y Pako Merino) –Folie a deux [fig. 7], Entrañas [fig. 8], Exitus [fig. 9]– quienes cultivan un teatro que se apoya en una elaborada interpretación gestual de los actores, aunque no prescinda del dispositivo textual, que busca perspectivas inéditas para el examen de las relaciones íntimas y sociales y para plantear cuestiones relacionadas con la identidad individual y colectiva. O también la de algunos creadores que han procurado reexaminar la intimidad del entorno y desentrañar aspectos ocultos de las relaciones de pareja, familiares, amistosas, etc., lo que proporciona situaciones humorísticas o hasta festivas, pero pone también en evidencia su condición de relaciones de poder o su naturaleza dolorosa o incómoda de esas relaciones, como sucede, p.ej., con Jordi Casanovas (Andorra) o con Marc Angelet (Call center), Pau Miró (Lluvia en el Raval). Desde lenguajes e intenciones muy diferentes, la compañía Amaranto, convertida más tarde en Colectivo 96, exploraba también el solapamiento de acciones físicas violentas que apuntaban a desvelar oscuras relaciones de dominio en el ámbito de la amistad y del amor. El uso de una palabra incisiva y ácida –y a un tiempo cargada de lirismo– se combinaba con el juego, una extraña ritualidad en el tratamiento de materiales y objetos –lo que proporciona singulares posibilidades plásticas– y un decidido compromiso corporal y físico para poner de manifiesto las relaciones dominio y sumisión entre los seres humanos e propuestas como Tazón de sopa china y un tenedor (o hacer el gilipollas) [fig. 10], Indignos, Cuatro movimientos para sobrevivir. Sonia Gómez se ha movido entre la danza contemporánea, la performance y una dramaturgia del yo traspasada por la ironía, que ofrecen como resultado unos espectáculos híbridos de carácter autobiográfico, en el que presentan aspectos íntimos desde un lenguaje multidisciplinar y provocador, irónico y tiernamente agresivo. Así ocurre con títulos como Mi madre y yo, Yo estoy en este mundo porque tiene que haber de todo, Yo no soy nadie pero me cago en tu puta madre, Yo no sé inglés pero a veces me lo paso bien.

 

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