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2. VARIA

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2.1 · El Teatro de los Niños, de Jacinto Benavente

Por Javier Huerta Calvo.
 

 

La sombra del plagio: Ramón vs. Benavente

El temperamento inquieto, juguetón y no poco infantil de Ramón Gómez de la Serna le hizo interesarse en seguida por la empresa de Benavente. Al conocer la noticia de la creación del Teatro de los Niños, Ramón se hizo eco de ella en su revista Prometeo, donde escribió sobre la perentoria necesidad de un teatro infantil para Madrid. De ahí que saludara con todo calor la iniciativa de Benavente:

Hoy Benavente ha planteado esa necesidad y va a ser un hecho el Teatro de los Niños que, si bien no será de polichinelas, creará del mismo modo, en otros niños, esbozos, proyectos, iniciaciones y barruntos (Gómez de la Serna, 1909, 110).

En el Epílogo que escribe a su obra Cuento de Calleja se encuentran una serie de interesantes reflexiones sobre su concepto de teatro infantil en cuanto espacio que a los niños les ha de ampliar sus horizontes vitales e intelectuales respecto de lo que les aportaban otros espacios bien diferentes como la casa y el colegio:

El Teatro de los Niños capta al niño, le dispone a todas las tangencias porque su espíritu se despliega, se abre ante el espectáculo, como no lo hace en casa, en el colegio, por naturales recelos y por lo relativo que se hace en esos sitios junto a los mayores… (1909, 110).

Esas páginas configuran una verdadera poética del teatro infantil, para el cual Gómez de la Serna no descartaba cualquier tema por intrincado y profundo que fuese, incluso de carácter filosófico:

En obras de esta clase se les podrá dar a Platón y a Nietzsche, sin inmoralidad de concepto, en una palabra discreta, bien dispuesta, en un viraje de la acción, según la lógica de esos hombres, en un jugueteo. Porque de las grandes cosas, de las más intrincadas, para que sea su enunciación maravillosa y trascendental, hay que hacer un juguete representativo y amable (1909, 111).

Con esos postulados este tipo de teatro rendiría un servicio impagable para una formación integral de los muchachos:

Impuestas esas bases en ese teatro, se habrá cumplido en el niño el perfecto absoluto del arte, al ganarle con respecto a su estatura y su diámetro, anegándole por entero. Así esa incontinencia sin emulación posible […] habrá sido como anegar a un gigante y ganarle periférica y centralmente, en estatura y diámetro también (1909, 111).

La gran acogida y el extraordinario interés que Gómez de la Serna mostró hacia el Teatro de los Niños se vieron enturbiados, sin embargo, por el posible plagio en que, según el inventor de la greguería, había caído Benavente29. El propio escritor da su versión de los hechos en Nuevas páginas de mi vida:

Un día del año 1909 –yo era muy jovencito y Benavente «el Maestro»– me enteré que Benavente iba a inaugurar un Teatro para niños. No tenía repertorio. Él mismo me lo dijo después de oír mi drama.

Aquella fue mi única visita a don Jacinto, impulsado por los amigos que, al saber que yo tenía aquel drama para teatro de niños, me indujeron a que se lo leyese.

El gran comediógrafo me oía y sus dedos –personajes de sus comedias– tenían variaciones de pantomima, mientras en el índice de su mano izquierda la sortija de serpiente con ojos brillantes se encandilaba y yo creo que guiñaba un ojo.

Al acabar la lectura, nos despedimos amablemente y me dijo que le parecía bien mi obra, que se quedaba gustoso con ella, y que no tenía todavía ninguna otra ni española ni extranjera en su poder.

Yo precipité en mi revista Prometeo la publicación de mi drama y esperé su llamada.

A los dos meses fui a ver la inauguración del Teatro de los Niños. Se estrenaba El príncipe que todo lo aprendió en los libros, del propio Benavente.

En seguida noté que el tal príncipe había salido de mi Cuento de Calleja si bien le había aplicado su sistema de brillantez y de la gran retórica.

Si en mi drama la emoción de la lectura impulsaba a los niños humanos y de mi tiempo a la aventura y a la exaltación, en Benavente era un Príncipe y todo sucedía en un ambiente palaciego, con bufones, entre libros fantásticos.

Benavente siempre sublimizó lo que vio o leyó pero sin dejar que se le escapase en lo alto la comedia de lo intermedio, de esos espacios comprimidos y ahogadores que hay entre el piso de las personas con majestad y las personas de la servidumbre.

Abandonaba lo humano por otra cosa que no es lo sobrehumano, sino lo superpuesto, lo real sin irrealidad de arte y sin realidad de lo rebeldemente conmovedor en su esencia poética.

Ni lo irreal ni lo real, ni la realidad de la irrealidad ni la irrealidad de lo real, una cosa que se podría llamar «benaventina» y que atraía al público en general, porque se sentían representados en la burla y creían que eran superiores a los burlados.

Personalmente, después no volvía a tratar a Benavente, al que solo saludaba cuando iba a cenar a Pombo y nos encontramos en mesa diferente de la misma capilla y por fin cuando coincidimos en Buenos Aires, precisamente cuando iban a salir mis primeros Retratos contemporáneos en los que iba su silueta, en la que suprimí algunas frases de duro juicio. Por cierto, que en esa estancia suya en Buenos Aires vi admirablemente representada por Lola Membrives su Titania que así como Shakespeare la lleva al mundo de la poesía pasadas las horas en que sufre los efectos de su castigador filtro, Benavente la hace quedarse con el burro y justifica ese sentar la cabeza, abandonando la dirección poética de Oberón que en Shakespeare la salva. O sea la tesis del Sueño de una noche de verano, sino que al revés.

Después vi que cuando volvió a España en un diario de Barcelona desmintió algunas de mis anécdotas publicando yo entonces una contrarrectificación en el mismo diario diciendo que las falsas anécdotas sustituían a las verdaderas, que no se podían contar.

Más tarde tuve la tristeza de que se muriese porque lo más dramático que le sucede a un autor de dramas es que un día se muere y hoy publico esta anécdota más que nada por un deber de confesión póstuma y porque fue ese el mayor desengaño literario de mi juventud y además ya no puede molestarle.

Y nada más, pero yo no podía irme al otro mundo sin contar esta anécdota de credulidad y desilusión (Gómez de la Serna, 1957, 69-71).

Cuento de Calleja lleva una dedicatoria dirigida «A los mayores», que puede tomarse como un manifiesto poético del teatro infantil, muy cercano al espíritu del Prólogo de Los intereses creados:

Si no os hacéis niños, y muy efusivos y muy ingenuos, si no os ablucionáis y no arrojáis mucho lastre, si no olvidáis vuestra sabiduría y vuestro decadentismo y el recuerdo de las horas adultas y sórdidas y de las cosas oscuras y feas, que ya como hombres tenéis en una rinconada, si está cegada vuestra bondad, si no hacéis dimisión de vuestras ínsulas y de vuestras insignias, no leáis este drama, por la memoria de mi madre (q.e.p.d.) os lo pido. Lo contaminaríais.

El Prólogo está puesto en boca del niño protagonista del drama:

Soy un niño de diez años… Llevo traje de marinero… En mi gorra pone en versales de oro «Pinta»… Y los pantalones bombacho me aprietan sobre las rodillas porque el maldito elástico es estrecho… Y yo que soy así, cuando supe que el señor Benavente pensó en un teatro para los niños, planeé este drama.

Incluso se nos refieren las circunstancias en que Ramón leyó la obra a don Jacinto:

Tan gran señor, más tarde, ya el original en limpio, escuchó amablemente la lectura del drama y le pareció bien para el Teatro de los niños que se inaugurará a últimos de noviembre. Fue un gran atrevimiento del autor porque hubiera sido moral, gangrenante, una sonrisa irónica en su boca extraordinaria y caratulesca. El autor desde entonces ya no se junta con sus amigos, no ha vuelto por el Parterre, se ha tornado cetrino a fuer de intelectual, no se sabe las lecciones en San Isidoro, y ha tenido una fiebre gástrica a raíz del suceso (81).

La escena primera de la obra es un diálogo entre Tite, una niña de trece años, y la Miss que le enseña inglés y le aconseja lea publicaciones adecuadas para las niñas como la revista Femina. Tite está preocupada porque ha leído en esa publicación una noticia inquietante: el que los presos se dediquen a fabricar juguetes en las cárceles. Tite piensa que su muñeca puede ser uno de esos juguetes y la ha escondido, aunque María, una amiga suya, le ha abierto las tripas por si en ellas pudiera ir contenido el mensaje de un preso pidiendo su liberación o cualquier otro favor. En la segunda escena aparecen el hermano de Tite, Enrique, junto a sus amigos Raimundo, José y Martín. Enrique les enseña estampas de guerra. La conversación gira en torno a cosas terribles y tremendas de la lucha militar. Hay más escenas de violencia, en este caso de caza de animales salvajes. Raimundo, para apaciguarles, les lee el cuento de El cofrecito encantado, acerca de una niña muy rica, Coralinda, que encuentra a otra muy pobre, que le pide una moneda de cobre. La niña rica la aparta pues le dice que ella sólo tiene monedas de oro. Al llegar a casa y mirarse en el espejo, la niña rica comprueba que lleva puesto el niño de la miserable. Cuando empieza a lloriquear, se le aparece un hada compasiva, Rubicana, que se hizo pequeña y pobre para someterla a una prueba en cierta forma escarmentadora. Para ello somete el caso de la niña a un consejo de hadas: un hada propone convertirla en la flor más humilde, una margarita; otra, en una mariquita roja; otra, en un centimín; otra hada, en fin, propone no transformarla en nada y obligarle a peregrinar de un lado a otro. El hada Rubicana da con la propuesta definitiva: convertir a la niña en un cofrecito de juguete, que sólo se desencantará cuando entre en él una moneda de cobre. Un día un muchacho mete en el cofre la moneda y surge Coralinda ante el asombro del muchacho y el contento del padre, que la casa con él. Entre tanto, los niños siguen jugando a varios juegos, entre ellos al escondite. Durante unos momentos en que se queda solo Raimundo piensa que Tite puede ser la muchacha desaparecida. Llega la Madre de Tite, que se enfada al ver cómo Raimundo ha roto el cofre de las joyas. Todos creen que intentaba robar sus joyas. Registran al chico pero no encuentran nada. Los padres le echan de malos modos:

El Padre. ¿De quién es hijo ese muchacho?
Enrique. De uno de esos que escriben… De un poeta.
El Padre. (Como explicándoselo todo, despectivamente.) ¡Bah!... ¡Ya!... ¡Un muerto de hambre de esos! Ni saludarle… Ya lo sabes… Ni saludarle…
Enrique. (Con bondad.) ¿Y si él se nos acerca a jugar?...
El Padre. Le dices lo que te he mandado…
Enrique. Pero… (Se calla y baja la cabeza todo angustiado.)
Tite. (Dejándose caer en un sillón, debilitada, sollozante, musita aparte como dañada con el ideal… víctima de un gran desengaño.) ¡Era un ladrón!... ¡Un ladrón vulgar!...

Como escribe Gonzalo Sobejano, «para un Teatro de los Niños como el planeado por Benavente el desenlace del drama de Ramón no debía ser adecuado. Lo es, en cambio, para un teatro que explore la mentalidad y sensibilidad del niño en la externa conducta pero también en el secreto de la conciencia y del subconsciente» (1996, 13). Lo que queda claro de la comparación entre El príncipe que todo lo aprendió en los libros, de Benavente, y Cuento de Calleja, de Gómez de la Serna, es que cualquier similitud entre ambas obritas es pura coincidencia, y muy a flor de piel debió estar la sensibilidad de Ramón al imputarle a Benavente una acusación tan grave. Es probable que el episodio fuera la consecuencia de algún desencuentro o malentendido, o que simplemente se debiera al hecho de que Benavente no hubiera querido programar finalmente la pieza, que hubiera sido, sin duda, una de las mejores en el repertorio del Teatro de los Niños.



29 «En cuanto a su relación con Benavente, Ramón manifestará en diversas ocasiones su desilusión y desengaño por lo que consideró indigno aprovechamiento de la idea dramática de su Cuento de Calleja por parte de Benavente, quien, según Ramón, tras pedirle para su proyectado Teatro de los Niños una obra infantil, la plagió en El príncipe que todo lo aprendió en los libros».

 

 

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