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2. VARIA

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2.4 · Los muertos vivientes de la Guerra Civil en cinco obras de Laila Ripoll: La frontera, Que nos quiten lo bailao, Convoy de los 927, Los niños perdidos, y Santa Perpetua

Por Alison Guzmán.
 

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A pesar del afán de los huérfanos de eludirla, la rediviva cruel de la Sor se infiltra a cada rato en la habitación antigua del orfanato desvencijado y claustrofóbico, el espacio único de la acción dramática y el lugar de la memoria de Tuso.Por su manera de ser y aspecto distorsionados, esta religiosa parece haber salido de la ultratumba. La forma maniquea y fantasmagórica con la que se conduce la efigie o caricatura viviente de la Sor ciega le concede hasta cierta afinidad con un ogro o monstruo recién salido de un cuento de hadas:

Ruido fuera. Los tres niños se esconden en el armario. Entra la Sor con un cuenquito.

Sor.— ¡Nenes! Os he traído un poquito de leche. ¡Leche! Como los niños de pago. […] ¡Ay, qué vida negra! ¿No salís? Condenados chiquitines... ¡Mici, mici, mici…! Desgraciados. ¡Hay que ver! Yo aquí, trayendo cositas ricas, y vosotros que no sois capaces ni de darme un lametazo. ¡Qué condenados! ¡Qué condenados chiquitines! […] (Poco a poco va quedándose paralizada, como sin cuerda, con los ojos vacíos, huecos…) (Ripoll, 2005a, 135)

La caracterización de esta monja se asemeja a la perspectiva monstruosa y horripilante del Capitán que brinda Ofelia en la película El laberinto del fauno. No hay que perder de vista el hecho de que la aparición de la Sor es, en rigor, fruto de la memoria de los niños, cuyos espectros andantes, a su vez, se originan en la memoria de Tuso, un niño sempiterno en virtud de su retraso mental. Con respecto a su selección de niños como protagonistas, Ripoll declara que, aparte de responder a una reivindicación histórica –es un grupo al que la historia oficial ha hecho caso omiso–, tiene un motivo estético: “El mundo de los niños […] proporciona una teatralidad alejada del naturalismo y es otro tipo de teatro” (Ripoll, 2005a, 122). Ya que se supone que procede de la memoria infantil, el personaje de la Sor se ensancha y se desfigura, sin dejar su faceta real, patentizándose así de forma esperpéntica, grotesca e incluso sobrenatural. Habida cuenta la influencia persistente de la que aún goza La Sor, no sorprende que, debido a la profundidad del trauma experimentado a la sazón, los cuatro protagonistas se empeñen en desentenderse de cualquier sugerencia del día en que tres de ellos fallecieron. Está claro que los niños desamparados se consideran inermes ante el espectro omnipotente de la difunta, es decir ante la memoria traumática que poseen de esta cuidadora desalmada. Así y todo, los niños y Tuso procuran tomar control de una situación en la que fueron, y siguen considerándose, indefensos. Intentan, por ejemplo, disparar a la visión de la Sor, y de modo metateatral, Cucachica se disfraza de sus superhéroes –irónicamente algunos santos– con el fin de adquirir un poder superhumano y así vencer a la villana fantasmal de su tebeo o dibujo animado, es decir la Sor.

Ya que tales esfuerzos no logran aniquilar a la entidad virulenta de dicha monja, su imagen provoca que los cuatro protagonistas re-experimenten el trauma del pasado mediante la evocación de las emociones correspondiente, a saber el terror por parte de los niños y la culpabilidad y cólera por parte de Tuso. De hecho, la magnitud del trauma que los tres niños y Tuso reviven emocionalmente desata un paroxismo incontrolable entre ellos:

Tuso.— (Completamente aterrorizado.) […] Está ahí, sin moverse de la puerta! ¡Y se ríe! ¡Se ríe sin dientes, pero se ríe! ¡Es verdad, que lleva la misma ropa y el mismo vergajo, pero no huele!

Lázaro.— ¡Los fantasmas no huelen!

Cucachica. – ¡Me hago pis, me hago pis, me hago pis…!

Tuso.— ¡Y le sangra la nariz! ¡Está igual! ¡Igualita que aquel día! ¡Con la nariz torcida y el matoma en el ojo y todo!

Cucachica.— ¡Ay, mamaíta, que tengo mucho pipí! […] ¡Que cada vez están más cerca las baldosas! ¡Ay, mamá! ¡Mamaíta, que me caigo y me espatarro!

[…]

Tuso.— ¡Si no se ha ido! ¡Está ahí, con los ojos como natas! ¡Y yo no quería!

Marqués.— ¡Por tu culpa, meón de mierda! Por tu culpa me dio con el bastón en las costillas, y en la cabeza…

Tuso.—¡No queríaaaa!

Cucachica.— ¡Mamaíta, que se me ha roto todo el cuerpo! ¡Mamita, que ya no hay quien me componga!

Marqués.—….Y mientras me daba con el bastón en las narices me decía. ‘Rojo de mierda, hijo de Satanás’…. Y yo, venga a sangrar por los oídos y por la boca, que todo me sabía a sangre…

Tuso.— ¡Que fue sin querer! (Ripoll, 2005a, 162)

Desde un prisma psicológico, podemos aprovechar del término acuñado “trastorno de estrés postraumático”, el cual, para parafrasear a Cathy Caruth, constituye una respuesta, a veces tardía, a un acontecimiento apabullante, capaz de suscitar alucinaciones o comportamientos repetidos e intrusivos que pueden resultar, por lo demás, en posibles intentos de evadir cualquier memoria del evento, puesto que el simple recuerdo de éste es capaz de provocar zozobra en el individuo (4). Según Caruth, puede parecer, inclusive, que el individuo se haya olvidado del suceso hasta que ocurre algo, o se topa con un ente que se lo recuerda, generalmente inundándolo con las mismas emociones apreciadas durante la experiencia originaria (7-9). Esto es justamente lo que pasa entre los tres huérfanos vivientes y Tuso, quienes alucinan con La Sor a la vez que intentan reprimir su recuerdo hasta que se topan con su espíritu viviente, provocando que las emociones asociadas con el pasado aciago lleguen a desbordarles.

En cierto sentido, la confesión de Tuso de su responsabilidad en la muerte de la Sor desencadena otra admisión por parte de los niños, quienes por fin reconocen su calidad de difuntos andantes:

Lázaro.— ¿Es por eso que tú te has hecho mayor y nosotros no?

Tuso.— Digo yo que será por eso […] Al final conseguí que subiera Sor Irene y cuando os vio tiesos y llenos de sangre casi se vuelve loca. Decidieron no dar parte para no montar un escándalo. Total, ya erais niños perdidos. Al fin y al cabo, los niños de aquí no existen. Son como fantasmas y nadie va a reclamar por ellos. Mejor echar tierra encima, nunca mejor dicho…

 Cucachica.— No me entero. ¿Y yo dónde estaba?

Tuso.— No lo sé. Ya llegaste muerto al hospital.

Marqués.— Tuso eres un trolero.

Cucachica.— Pero… ¿ahora estoy muerto?... ¿Estamos muertos?... ¿Y si estamos muertos, por qué mi sigo haciendo pis?... ¿Y dónde está el Cielo?... ¿Y dónde están los garbanzos del cocido?... ¿Y dónde está mi mamá?... Tuso: ¿dónde está mi mamá? (Ripoll, 2005a, 164-166).

Las preguntas que hace el muerto viviente Cucachica son, en gran parte, parecidas a las cuestiones metafísicas y espirituales que nos planteamos los vivos. De hecho, así describe Ripoll lo atractivo y lo lúdico de los espectros vivientes en el escenario:

Es ese juego. No sabemos adónde nos vamos cuando nos vamos de aquí; si estamos vivos por los recuerdos, por los objetos, si o estamos en ningún lado, si eso no existe nada más que en lo que se quieren creer los que se quedan vivos […] Desde el momento en que tienes un código en que los personajes están y no están, son y no son, cualquier cosa es posible (Ripoll, 2005a, 124).

En última instancia, los muertos vivientes son bastante teatrales, ya que la puesta en escena, un momento efímero al que no se puede congelar –ningún montaje es igual–, resulta ser un medio ideal para dar imagen y vida al pasado fluido, y por ende, contribuir a la formación social de la memoria entre los espectadores, utileros, directores, y sobre todo los actores. Estos inclusive conjugan, dentro de su propio cuerpo, la memoria de sus personas y la de los personajes que representan. Por así decirlo, la muerte, según el código teatral de Ripoll, es una continuación de la vida, con tal de que alguien te recuerde en un lugar de la memoria particular. De esta manera, se idealiza, pues el estar difunto aporta algunas ventajas considerables. Los muertos vivientes gozan de más libertad, por ejemplo, a la hora de proceder sin miedo: “ella es como nosotros: aire, nada, tu imaginación. […] Ya no nos puede asustar, y si no nos mete miedo desparece. Si no nos da miedo no existe, esa es su razón de ser, ¿no lo entiendes?” (Ripoll, 2005a, 166-167). Con mucha sagacidad, Lázaro determina que el aparecido amenazante de la Sor se trata, en realidad, de una mera imagen que nace de las evocaciones traumáticas que poseen de esta monja despiadada.

Al comprender mejor el origen de la imagen torva que les persigue, los niños resultan capaces de desligarse de su miedo y de marcharse hacia un futuro esperanzador dentro de “la muerte”:

Lázaro.— Ya no eres de los nuestros, Tuso.

Tuso.— ¿Y me voy a quedar solito?

Lázaro.— No lo sé. Abre la puerta.

Tuso.— No, que os marcháis.

Marqués.— Abre la puerta.

Cucachica.— Abre la puerta, Tuso.

Tuso, cabizbajo, abre la puerta. Una luz muy potente entra desde el exterior. Los niños, alegres se dirigen hacia ella. El último en salir es Cucachica, que se despide del Tuso con la mano.

Cucachica.—Adiós, Tuso.

Una ráfaga de aire cierra la puerta. La luz desaparece. Tuso se despide con la mano mientras se abraza a la peluca de San Judas, de Cucachica, y se sorbe los mocos y las lágrimas. (Ripoll 2005a, 167).

Con este desenlace tierno, triste y animoso a la vez, Tuso prueba que después de comprender mejor los fantasmas literales del pasado, se ha vuelto capaz de dejarlos marchar, si bien todavía con nostalgia para sus amigos. Se supone que podrá continuar con su vida de algún modo, ya que ha hondeado en el pasado y ha salido con mayor comprensión de lo ocurrido y de su papel en ello. De ahí que, tanto las imágenes de los redivivos de la Sor como las de los niños, se ausenten. Seguramente, la valentía de Tuso para confrontar el ayer y su responsabilidad en él simboliza el proceder que Ripoll cree que debe emprender el país entero con respecto a la memoria histórica de la Guerra Civil, de modo que sus conciudadanos puedan desprenderse de los fantasmas del pasado y avanzar hacia un futuro mejor.

En Santa Perpetua (2010), la última obra de Ripoll, el humor negro y lo sobrenatural vuelven a impregnar el ambiente rayano en el realismo mágico, con tintes grotescos y próximos a lo gótico9. Además del decorado místico, ruinoso, tétrico y supersticioso, la protagonista esperpéntica, Santa Perpetua, se trata de una anciana achacosa, ciega, y fervorosa que goza de dones taumatúrgicos heredados. Desde siempre, una mujer de su familia se le ha dado la maña paranormal de vislumbrar el pasado, el presente y el futuro, tanto de la Historia global como de la intrahistoria desconocida. Como observan sus hermanos, Plácido y Pacífico, bufones esperpénticos quienes, juntos a la protagonista, forman una caricatura grotesca de la Santísima Trinidad, “a Perpetua le alcanza la memoria hasta el Génesis” (Ripoll, 2010, 5). Es más, presiente todo, desde “quién está en la puerta, y quién se ha muerto y cuándo,” hasta “dónde están las calles, y las llaves, y quién vive dónde”. Perpetua ha explotado esta habilidad con motivo de crearse una imagen enaltecida y rentable, capaz de desvelar lo desconocido, predecir el futuro, y bendecir a sus adeptos –“Es un don divino. Me lo manda el Eterno y lo acepto agradecida” (Ripoll, 2010, 14)–, con quienes incluso se fotografía. Así es que los tres hermanos logran lucrarse a base de esta fama cosechada por la representación hipocrática y metateatral de Santa Perpetua, con cuya tocaya del siglo II comparte el fanatismo religioso, las visiones del pasado, y hasta cierto punto, el martirio por su ir y venir constante a un pasado que la persigue y la atormenta.

Aparte de producir ganancias y de impulsar situaciones cómicas –como la escena en la que Pacífico se empeña en enterarse del marcador del último partido de fútbol mediante las visiones de su hermana–, el sexto sentido de Perpetua saca a colación la memoria histórica, si bien fragmentada, de eventos anodinos, la farándula y las noticias universales o particulares: “Ambrosio Pacheco García, agricultor… sima… Gabriel Pérez Carra, agricultor… huesos… Fujimori… Ruisa… cientos de desaparecidos en México… España… trescientos mil… Zoilo Torres Cifuentes… Zoilo Torres… Zoilo… (Ripoll, 2010, 48)”. La repetición del nombre al final del reguero de cifras y sitios asociados con varios crímenes de lesa humanidad, se refiere, a buen seguro, al tío de Zoilo, un joven tenaz que reclama con persistencia la bicicleta roñosa en la que se había montado su tío el día en que fue asesinado por los franquistas.



9 Santa Perpetua fue estrenada en el teatro Federico García Lorca de Getafe, en el Festival Madrid Sur, el 31 de octubre de 2010.

 

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