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1. MONOGRÁFICO

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1.5 · LIBERTAD SIN MEMORIA: LOS OTROS REALISTAS EN EL PERÍODO DEMOCRÁTICO


Por Marta Olivas
 

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Además de las grandes figuras que la jalonaron, engrosan las filas de la Generación Realista dramaturgos de menor repercusión escénica –si los comparamos con coetáneos como Sastre, Rodríguez Méndez o Martín Recuerda– que, pese a contar con un notable corpus textual, no consiguieron siquiera llegar a publicar muchas de sus obras. Agustín Gómez-Arcos, Alfredo Mañas, Ricardo López Aranda, Ramón Gil Novales, Andrés Ruiz López, y Carlos Muñiz1 son esos otros realistas, aún hoy desconocidos para la mayor parte del público. Pertenecieron a una de las generaciones más premiadas del teatro español y, sin embargo, no pudieron desarrollar su carrera plenamente. Ya en junio de 1966, Francisco García Pavón declaraba: “La evolución de este lúcido y original arranque [el de Rodríguez Buded, Carlos Muñiz,…] ha sido detenida. Todos callan. Ninguno de estos autores estrena hace años. Un silencio pavoroso ha caído sobre nuestro teatro más prometedor. Sin embargo, sabemos que, aunque desganados, escriben. Que en su joven gaveta hay varias obras concluidas”.

Con la llegada de la libertad y la desaparición de la censura, un nuevo horizonte de oportunidades parecía abrirse ante estos escritores. A través de las siguientes páginas repasaremos la trayectoria durante la Democracia de esos otros realistas. Para ello, atenderemos no solo a las nuevas obras que dieron a la imprenta sino también a los estrenos de sus textos desde 1976 y su recepción crítica –termómetro en muchas ocasiones de su “(in)adecuación” al mercado teatral de los últimos treinta años–.

 

Agustín Gómez-Arcos

Agustín Gómez-Arcos (1933-1998) regresó a la escena española después de un exilio de 25 años –primero en Londres y más tarde en París– tras su marcha en 1966. En ese mismo año había recibido el primer accésit del premio Lope de Vega –declarado desierto2– por Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas, cuyo estreno fue terminantemente prohibido por la censura. Gómez-Arcos era ya entonces un viejo conocido del Ministerio de Información y Turismo, con el que había tenido problemas desde los albores de su carrera cuando, en 1961, se prohibió el estreno de su obra Santa Juliana –presentada con el título Verano. Balada matrimonial3.

Condenado al ostracismo durante la Dictadura, Gómez-Arcos cosechó una espléndida carrera literaria en Francia donde destacó, sobre todo, como novelista, labor gracias a la cual recibió premios tan importantes como el Hermès –L’agneau carnivore (1975)–, el Roland Dorgelès –Ana non (1977)– o el honor de ser dos veces finalista del Goncourt –en 1978 con Scène de chasse (furtive) y en 1984 gracias a Un oiseau brûlé vif–. En su país de adopción alumbró varias obras teatrales como Adorado Alberto (1968) –estrenada como Et si on aboyait?–, Pré-papa (1968), Sentencia dictada contra P. y J. (1970), Cena con Mr. & Mrs. Q. –Dîner avec Mr. & Mrs. Q– (1972) e Interview de Mrs. Muerta Smith por sus fantasmas (1972). Como reconocimiento a toda su carrera, a Gómez-Arcos le fue otorgado el título de Caballero de las Artes y las Letras de la Legión de Honor francesa en 1985.

Tras la llegada de la Democracia, el autor almeriense siempre mostró su escepticismo hacia la supuesta apertura de la nueva España: “Con el cambio democrático creía que había llegado el momento de ser publicado en mi país. Me equivocaba. Los que tienen la misión de publicar a los escritores no lo pensaban así: amontono tantas negativas de editores a publicar mis novelas como antes amontoné oficios de prohibición de mis obras de teatro, fluyendo testarudamente del Ministerio de Información, de tan triste memoria” [Checa, 2006: 25]. No obstante, en los años noventa fue recuperado para el gran público de la mano de Carme Portaceli, a quien podríamos considerar su sosias escénica, puesto que estuvo al frente de sus tres estrenos más importantes: Interview de Mrs. Muerta Smith por sus fantasmas (1991, CNNTE), Los gatos (1992, CDN) y Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas (1994, CDN). Al parecer, el binomio Portaceli–Gómez-Arcos era pretendido por ambas partes. En una entrevista, Rosa Novell –que encarnó a La Duquesa en Queridos míos… –declaraba: “El autor solo quiere que le dirija Carme Portaceli” [Muñoz, 1994].

Interview de Mrs. Muerta Smith por sus fantasmas, escrita en 1972, había sido estrenada en la versión francesa de Rachel Salik en la temporada 1986-87 en Tolouse, Charleroi y en el Théâtre Marie Stuart de París. Diecinueve años más tarde, Mrs. Muerta Smith volvía a ser destripada por su perro Boby pero, esta vez sobre el escenario de la Sala Olimpia y en su versión original [fig. 1]. Julieta Serrano como Mrs. Muerta y Manuel de Blas como Boby estrenaron el montaje de Carme Portaceli el 22 de febrero de 1991 dentro del ciclo “Autores españoles actuales” –una coproducción del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas y el Centro Dramático Nacional–. La pieza es, sin duda, una de las obras más crudas e iconoclastas de Gómez-Arcos. Escrita a raíz de la Guerra de Vietnam, Interview… conforma la alegoría de una Norteamérica absolutamente opulenta y putrefacta al tiempo: el gigante capitalista, la metáfora de la expansión imperialista y el conservadurismo más castrador aparecen encarnados en la figura de Mrs. Muerta Smith. El personaje, que recuerda a la también alegórica Claire Zachanassian de Dürrenmatt –La visita de la vieja dama (1955)–, es una representación de la más despiadada vacuidad del sistema que, revestido de oro y con la apariencia de una estrella de Hollywood, intenta levantar un imperio a nivel universal. Frente a esta caduca omnipotencia, se levanta la izquierda contestataria –personificada en el hijo de la propia protagonista–, que pone de manifiesto las miserias del sistema que representa su madre. Dado el estado de devastación de la Tierra, Mrs. Muerta Smith, embajadora de Estados Unidos, decide embarcarse en un viaje cósmico a fin de hacerse con el control del Cielo e implantar allí el sistema capitalista norteamericano. Pero, para su desgracia, el Cielo ya ha sido adquirido por los soviéticos y el infierno por los chinos, por lo que no tiene más remedio que regresar a una Tierra para la cual su llegada supone la hecatombe más absoluta. Mrs. Muerta queda sola, vagando como una autómata, vacía de vísceras y sentimientos, asistiendo al horror que ella misma ha provocado y a la decadencia de su hegemonía. Boby, su perro y fiel compañero en la empresa, se transmuta en los diversos fantasmas con los que Mrs. Smith se irá entrevistando a lo largo de la obra: un periodista –metáfora de los medios partidistas–, Dios –ataviado a la manera de Catalina La Grande, empedernido bebedor de vodka e ignorante de toda noción acerca del catolicismo– y Satán –disfrazado con la careta de Mao–. Esta farsa grotesca establece complejas redes alegóricas de imágenes surrealistas y esperpénticas y vuelve sobre algunos temas ya clásicos en la producción de Gómez-Arcos: la tiranía, la opresión, el poder del dinero, el servilismo de la Iglesia para con este, así como la abnegación o rebeldía del pueblo como pilar o azote del sistema de valores conservador.

Interview de Mrs. Muerta Smith por sus fantasmas recibió una calurosa acogida por parte de la crítica, que entendió el montaje como “una justa recuperación” de Gómez-Arcos –tomando prestadas las palabras a Enrique Centeno [1991]– y destacó el buen hacer de Manuel de Blas y Julieta Serrano –nada baladíes, por cierto, las rememoraciones por parte de los expertos de su Solange a las órdenes de Víctor García–. Asimismo, la escenografía apocalíptica de Isidro Prunés y Montse Amenós fue muy aplaudida. A este respecto, resulta clarividente la descripción de Javier Villán en El Mundo: “[El texto no pierde] su capacidad expresiva irritantemente visualizada. Sobre un fondo de alambradas y signos bélicos destaca, en primer término, una gran bandera americana, con el realismo patriótico de un cuadro de Jasper Johns. Y un coche viejo, residuo de un capitalismo avanzado y contrapunto de la metalización áurea de Mrs. Muerta Smith”. La prensa incidió reiteradamente en la actualidad del texto, debida en buena parte a la contemporaneidad de su estreno con la primera Guerra del Golfo. Así lo hacían constar Haro Tecglen –”lo que Gómez-Arcos veía en Estados Unidos de 1972 puede seguir viéndolo en 1991, según los acontecimientos diarios. Un profeta”–, H.M. en El Independiente –”algunos párrafos de Julieta Serrano parecían sacados de un discurso de Bush”– o Carlos Galindo en ABC. Solo Lorenzo López Sancho [1991] arremetía contra el texto y la puesta en escena de Portaceli: “Los viejos juegos de metamorfosis que con tanta gracia se permite cuando quiere Francisco Nieva son, en esta pieza, pesados, liados premiosamente con tenaz voluntad de epatar a pazguatas mediante la provisión a falsos ángeles no menos falsos […] No se sabe si ha dispuesto las cosas así. Si sí, esfuerzo respetable y vano. Si no, viejo trasto de autor marginal que ha tenido tiempo, años y años, para hacer algo más sólido, más a tono con su fama”.

 Tras la buena recepción de Interview de Mrs. Muerta Smith… por parte de los expertos, Gómez-Arcos volvió a ser programado en un teatro nacional para la temporada siguiente. En este caso, se trató de Los gatos, montada en su versión íntegra casi treinta años después de su estreno en el Teatro Marquina en septiembre de 1965. La obra, que le valdría a su autor ser finalista del Premio Nacional de Literatura Dramática en 19944, retoma el tema de la represión de la libertad y la sexualidad a través de una moral cifrada por la religiosidad integrista –que ya tratase en Santa Juliana y que volvería a aparecer de forma determinante en su novela María República– a través de Pura y Ángela, dos beatas solteronas que se hacen cargo de su sobrina Inés tras la muerte de su padre, emigrado a Francia décadas antes. Estas dos mujeres conviven en un ambiente de oscurantismo y aislamiento, atrapadas por el recuerdo de la muerte de su hermana Paloma –supuestamente a causa de los gatos que Ángela tiene encerrados en una habitación y a los que se complace en torturar– y la vigilancia de la recta moral, la castidad y las buenas costumbres. Este régimen casi monacal choca frontalmente con el espíritu de Inés, símbolo de la libertad y la bondad sincera a todos los niveles, opuesta a la destructiva hipocresía de sus tías. Cuando la joven les confiesa no solo que tiene novio sino que espera un hijo suyo, se produce un crudo enfrentamiento entre ellas durante el cual Inés deja al descubierto la falsedad y las miserias más íntimas de las dos mujeres –escena que recuerda indefectiblemente al cara a cara entre Adela y Bernarda–. La discusión concluye con la muerte a golpes de la joven y el festín que los gatos reciben a costa de sus restos. Con este inevitable sacrificio, las mujeres limpian el pecado que amenazaba los pilares más básicos del sistema de valores que rige su existencia.

El texto bebe, como es frecuente en la obra dramática del almeriense, de Lorca y Genet. Ni que decir tiene que el clima opresor y claustrofóbico que se respira en esa “habitación provinciana” descrita por Gómez-Arcos recuerda a La casa de Bernarda Alba y que la extrema crueldad de las dos hermanas que la habitan tiene mucho en común con la de Solange y Clara de Las criadas o incluso con las viejas de El adefesio, de Alberti. Asimismo, este grotesco contrae deudas esperpénticas –Gómez-Arcos hablaba de ella como “esperpento burgués”, mientras que Alfredo Mañas lo definía como “feroz y españolísimo esperpento”– que Montse Amenós e Isidro Prunés remarcaron a través de su labor escenográfica. Una descomunal virgen Dolorosa situada en el frontal de la escena hacía las veces de puerta al comedor donde se desarrollaban los tres actos, a través de la cual los personajes entraban y salían del escenario. Tras ella y, a modo de telón de fondo, una bandera roja y gualda enmarcaba las acciones, anclándolas en exceso en un circunstante temporal muy concreto –a lo que contribuía la presencia de la fotografía de Franco en la cómoda o el sonido de su voz en algunos momentos del montaje–.

La puesta en escena de Carme Portaceli fue estrenada el martes 10 de noviembre en el teatro María Guerrero5 [fig. 2]. En principio, estaba prevista para el 20 de octubre en el Teatro Albéniz dentro del marco del Festival de Otoño, pero una operación de urgencia a la que hubo de someterse Héctor Alterio, aquejado de una hernia discal, retrasó la première varias semanas. Tras dos semanas de función, Los gatos cosechó un magnífico éxito de público, por lo que el Ministerio de Cultura seleccionó inmediatamente el montaje para una gira nacional que comenzó en la tierra natal del autor –donde él mismo recibió los aplausos del público desde el escenario– y, posteriormente, en junio de 1993, Los gatos llegó a Buenos Aires, donde fue  recibida con idéntico entusiasmo.

Para interpretar a las diabólicas hermanas, la directora apostó por unos travestidos Héctor Alterio6 y Paco Casares –quizá en un guiño al primer montaje de Las criadas o ahondando en la veta abierta por Ángel Facio en 1976 con aquella Bernarda encarnada por Ismael Merlo–. Esta elección respondía al deseo de Portaceli de “resaltar más la existencia de las ideologías y su poder” [Marín, 1992], lo que incide sobre la opresión, más bien de índole patriarcal que matriarcal, que las tías ejercen sobre su sobrina7. Esta fue interpretada por Javier Villán [1992] como un rasgo de la destructiva moral que plantea la obra –“La represión sexual llega a alcanzar tal grado demoledor y transformador, que crea unos seres sexualmente amorfos, indefinidos. Confusas materializaciones de macho y hembra. Quizá por eso, me parece un acierto que los personajes de las dos beatas los interpreten hombres”–. Uno de los momentos más interesantes en este juego entre lo masculino y lo femenino llega cuando, tras haber asesinado a su sobrina, Ángela y Pura se quitan las pelucas –símbolo de la apariencia, de la hipocresía–, dejando a la vista su más descarnada y patética desnudez, su naturaleza monstruosa, un gesto que, para expertos como Rafael Campos [1993], constituía “un elemento de alejamiento, sin borrar ni un ápice de su trazo, reforzando la teatralidad en su lado grotesco y engrosando el lado más negro del perfil del personaje”. Gómez-Arcos entendió la decisión de Portaceli coherente para con el conjunto de la obra: “He calificado a la obra de esperpento burgués y los personajes de esta índole pienso que se deben concebir fuera de la normalidad, ya que estamos ante un texto que ha buscado un intencionado desquiciamiento de realidad. ¡Hasta me hubiese gustado que la interpretasen enanos de circo!” [Torres, 1992].

Como ya ocurriese en Interview…, el texto fue llevado a las tablas prácticamente íntegro a excepción de la primera escena del acto segundo, en la que se producía una fuerte discusión entre las dos hermanas donde Pura recriminaba a Ángela su concupiscencia y su propensión al pecado, dejando en evidencia los suyos. Este es, sin duda, un diálogo interesantísimo que manifiesta la represión extrema a la que someten –y a la que se someten– estas dos mujeres, así como sus carencias y deseos más íntimos. Su eliminación del montaje final, seguramente en pro de una mayor agilidad, privó al público de presenciar las contradicciones más inconfesables de estos dos personajes así como sus durísimos desencuentros. En este momento, Pura se presenta como el genuino poder fascista de la obra, que manipulará a Ángela convirtiéndola en su brazo ejecutor.

Las críticas fueron, en su inmensa mayoría, bastante favorables, subrayaron de forma reiterada las magníficas interpretaciones de los dos protagonistas y reconocieron los méritos de Gómez-Arcos como dramaturgo y de Portaceli como directora. Quizá una de las principales reservas se pronunciase al respecto del contraste entre el tratamiento escénico del encuentro furtivo entre Inés y Fernando –puede que lírico en exceso– y las escenas protagonizadas por las tías. En este sentido, destaca la opinión de Josep Lluís Sirera [1993]: “Se juega aquí, es evidente, con los contrastes llevados  al extremo. Blancos y negros que se justifican por la fecha de escritura, ya que de lo que se trataba era de teatralizar las dos Españas; blancos y negros, sin embargo, que a treinta años vista hacen perder coherencia a la obra”. Precisamente de incoherente la tachaba, entre otras lindezas, Alberto de la Hera [1992] en Ya –sin duda, la única nota discordante dentro del elogio general por parte de los medios–:

Los gatos posee un argumento desaforado, producto no de una realidad histórica, sino de una fantasía enfermiza. Ese contexto, esos hechos, esa forma de intolerancia, esos crímenes, no pueden ubicarse en el momento en que se ubican […] la exageración elevada por encima de la caricatura hasta alcanzar lo inverosímil. Todo ello hace de Los gatos una obra que carece de interés dramático […] El resto del reparto no añade gran cosa ni a la obra ni a su interpretación, probablemente porque no son capaces de creerse lo que están haciendo. Y es muy lógico que no se lo crean, porque resulta increíble”.

Gracias a estas palabras, que interpretan como realista ad pedem litterae el teatro claramente alegórico de Gómez-Arcos8 se comprenden los recelos que, quizá injustamente, el autor sentía hacia la supuesta apertura de España y a la aceptación y comprensión de su producción dramática.

Especialmente interesante se revela el debate sobre la vigencia de la denuncia de la obra. Gómez-Arcos la consideraba una cavilación personal sobre el período franquista –“Yo hago en esta obra mi propia reflexión sobre la dictadura y la libertad de vivir y en contra de las normas dictadas para vivir” [Piña, 1992]–. Tal vez por ello, para críticos como Joaquín Ollero [1992], –“[Los gatos resulta] tan extraordinaria como teatro como superada en sus significados socio culturales”–, Rafael Hernández [1993] –“Quizá un regreso tardío, pues una obra comprometida puede que no tenga cabida en un momento de regusto estético, pero las palabras de este autor han de llegarnos como ejemplo de vida”– o Villán –“Como testimonio de un tiempo, a mí me parece válida esta, podríamos decir, reposición”– el mensaje de la obra se dolía del tiempo transcurrido y resultaba un tanto ajeno al espectador de 1992, mientras que para otros, Los gatos seguía estando de plena actualidad o podía ser interpretada como una denuncia universal. Según Alfredo Mañas [Gómez-Arcos, 1993], la obra plantea el problema, eterno, del conservadurismo dispuesto a acabar con lo nuevo: “Esta pareja es la fiel representante de la derecha que vuelve siempre, siempre que alborea una nueva vida, a matarla, so pretexto de que esa vida nueva es fruto del pecado; esa derecha que vuelve siempre, siempre con sus gatos enfurecidos, rabiosos, letales, sangrantes, asesinos…” y para Pepe Ramada9 y Jesús Vigorra10, la obra cobra un cariz universal. Así lo constataba el propio Paco Casares [Marqués, 1993; Labordeta, 1993]: “Nosotros somos voceros del autor y transmitimos su verdad. Estamos universalizando la propuesta de Agustín Gómez-Arcos […] En esta obra nada huele a naftalina”. Por su parte, Carme Portaceli, declaraba: “Mi mensaje sería el de basta de intolerancia” [D.M., 1992]. En mi opinión, el mensaje universal que, sin duda, reposa en la obra es lastrado por el “atrincheramiento” en cierto momento de la historia de España que lleva a cabo la puesta en escena y en el código de referencias –insoslayables para el espectador11– que esgrime. Asimismo, el innegable maniqueísmo del texto resta veracidad al conjunto. Podríamos afirmar, tomando prestadas las palabras de Javier Villán [1992] que “El verdadero discurso de esta obra es la inocencia que perece a manos del fanatismo y la intransigencia, la inocencia sacrificada”.

Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas se estrenó por primera vez en castellano12 el 7 de diciembre de 1994 en el Teatro María Guerrero y se mantuvo en cartel hasta el 22 de enero de 1995 [fig. 3]. El texto se había concebido en 1966 y, como mencionábamos anteriormente, pese a haber recibido el accésit del Lope de Vega, su estreno fue terminantemente prohibido por la censura. La pieza presenta una suerte de “historia” de la verdad humana y su adulteración por unos u otros en beneficio de sus propios intereses. El análisis se lleva a cabo a través de diversos momentos y lugares: una colonia española de ultramar durante el siglo XVII, una ciudad provinciana de la primera mitad del XIX, la Alemania nazi, 1966 y la Castilla de la Alta Edad Media. Esta verdad está encarnada por la adivina Casandra13 que es denunciada por la aristocracia –la Duquesa– al poder –el Gobernador– y traicionada por su único amigo: el feriante que sacaba provecho de sus dotes predictivas. Como es común en la dramaturgia de Gómez-Arcos, la obra se centra en el tema de España: la persecución de las voces contestatarias que cuestionan la autoridad y denuncian sus abusos, así como la imagen de un país próspero de cara a las potencias extranjeras pero podrido en sus entrañas –recordemos que la obra se concibió en pleno Desarrollismo (a cuyos modos de vida hay innumerables referencias a lo largo del texto)–. Tras ser encarcelada y negarse a pactar su libertad a cambio de silencio, el Gobernador decide exiliar a Casandra para alejar el peligro que supone tenerla en el reino y, al tiempo, evitar convertirla en una mártir. El exilio es el olvido, supone dar vida al silencio14. De acuerdo con esta máxima, sin duda una de las ideas-fuerza de toda la obra, podríamos establecer una igualdad entre la adivina y la figura del escritor comprometido en primer término y, como consecuencia directa, con la figura de Gómez-Arcos –identificando, por ello, al editor o al empresario teatral con el Feriante, arribista sin escrúpulos que traiciona a la que, hasta ahora, había sido su más fiel compañera y su medio de vida–. Se vuelve, por tanto, al debate sobre la relación entre el poder y el intelectual que ya planteó Buero Vallejo en Las Meninas (1960) y el compromiso eterno con la Verdad que adquiere el artista. Contra todo pronóstico, el Capitán, emblema de la docilidad y la abnegación más absolutas, acaba amando a Casandra y pretende instruirla en las armas para que pueda llegar a defenderse. Sin embargo, esta se niega reiteradamente a tomar el camino de la violencia. Finalmente y, ante su persistencia en proclamar la Verdad y recuperar a sus hijos15 –“el error, la mentira, la falsedad, la injusticia” [Ojeda, 2006: 220]–, el Gobernador manda arrancar la lengua a la adivina condenándola, ahora sí, al silencio eterno. Solo el Capitán, que le ofrece la posibilidad de hablar a través de él, podrá abrir una puerta a la esperanza.

A grandes rasgos, el montaje de Portaceli se mantiene fiel al texto. Los diálogos y parlamentos más extensos fueron peinados presumiblemente en pro de un mayor dinamismo escénico, sacrificando a veces situaciones realmente hilarantes. Por esto mismo encontramos también una Casandra más parca en palabras, con un discurso extremadamente depurado –y trascendentalizado– en el que prácticamente toda declaración alcanza la categoría de máxima o bien resulta de capital importancia para definir a los demás personajes. Otra de las ausencias del montaje con respecto de las indicaciones del autor son los “criados y comparsas [que] pondrán a disposición de los actores, en el momento justo, los escasos elementos de atrezo que necesitan para representar los papeles, como si surgieran de la nada en el instante mismo en que los mencionan” [Ojeda, 2006: 149], lo que imposibilita el establecimiento de la acción “paralela e independiente del texto” que pretendía Gómez-Arcos y que ampliaría el campo alegórico de la pieza.

El reparto fue de auténtico lujo, encabezado por Rosa Novell en el papel de Duquesa, Alicia Hermida encarnado a la Abuelita, Manuel de Blas como el Capitán, Walter Vidarte haciendo las veces de Feriante y Juan José Otegui y Gloria Muñoz en la piel del Gobernador y su esposa respectivamente. Hermida, de Blas y Antonio Duque –íntimo amigo de Gómez-Arcos– ya estaban más que familiarizados con la dramaturgia del almeriense, pues habían participado en montajes anteriores. Escenografía y vestuario corrieron, una vez más, a cargo del tándem Prunés-Amenós, quienes optaron por el minimalismo. En la primera escena, destacaba un descomunal espejo como telón de fondo que, como bien señala Feldman [2002], recuerda al esperpento y al ambiente circense que domina el inicio de la obra, pero también podría ser el “espejo profundo y oscuro, como las aguas de una ciénaga” al que alude Casandra en su primer encuentro con la Duquesa. La estupenda guardarropía, mezcla de elementos sacados de la  tradición y complementos actuales, aunque seguía las pautas marcadas por el autor en las acotaciones iniciales, no variaba según la época en la que se desarrollaban los hechos, lo que complicaba, en cierto modo, la adscripción temporal de cada escena.

La crítica volvió a pronunciarse de un modo semejante a como ya lo hiciese al hablar de Interview… o Los gatos: a través de la alabanza y el lamento por el tiempo transcurrido, como en el caso de Jerónimo López Mozo o Eduardo Haro Tecglen [1994]:

Se le nota el tiempo: el retrato de la corte franquista en 1966 no tiene vigencia en 1994, en que ya necesita pocas metáforas para ser descrito, y pocas claves de vanguardia para poder ser expresada en su decadencia y horror. Se nota también el tiempo pasado en la estructura, en su longitud, en su confianza en la fuerza del diálogo que termina por ser reiterativo, aunque haya que hacer expreso aquí el juicio de que su escritura en castellano es excelente, y su pensamiento claro. […] Este valor de libertad, verdad, etcétera, que es un efluvio permanente en la obra, no deja de ser válido en este momento de descalabro […] En este aspecto simbólico, naturalmente, los personajes ya no son los de la corte de Franco; podrían ser otros distintos, pero su revestimiento y sus nombres no corresponden.

Mucho más tajante fue Jaime Siles en su crítica para Blanco y negro:

El teatro de Agustín Gómez-Arcos sobresale más por su voluntad que por sus logros. Hay en él –y conviene decirlo– un autor valioso sobre el que pesa –y acaso demasiado– el político pago del peaje impuesto por las circunstancias del sistema dictatorial que convirtió en jaula y cárcel la postguerra. […] La obra de Gómez-Arcos […] recibe una puesta en escena expresionista que aumenta su perfil y su relieve y que le añade lo que por sí no tiene: actualidad. Sin embargo, por su atrevida interpretación, merece verse.

Otras voces como Javier Villán en El Mundo, justificaban su vigencia ética y política pero acusaban la multiplicidad de tiempos y espacios que, faltos de jerarquización, conducían a cierto abigarramiento y destacaban la interpretación como el principal baluarte de la puesta en escena. Curiosamente, la reseña más entusiasta salió de la pluma de Lorenzo López Sancho [1994],  quien afirmaba: “Cuando el teatro está bien hecho, está bien hecho. Este es el caso de esta pieza vigorosa, muy literaria, ya algo desvanecida por el tiempo en sus evidentes impulsos vanguardistas […] la pieza de Gómez-Arcos denota a un escritor”. Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas supuso el último estreno de Gómez-Arcos en una gran sala y con una repercusión a nivel nacional.

En cuanto a sus publicaciones, no hay constancia de que Agustín Gómez-Arcos escribiese nuevas obras de teatro a partir de 1975, aunque sí revisó algunos de sus trabajos, como sucede con Diálogos de la herejía, cuya “reestructuración y nueva versión”, fechada en noviembre de 1980 en París, ya libre de las censuras impuestas en 1964, edita excelentemente Julio Enrique Checa en el número seis de la colección Premios Lope de Vega de la ADE. Este “drama en dos partes” cuenta la llegada de un peregrino con visos de santo de la mano de Asunta –una suerte de trotaconventos– a un pequeño pueblo habitado únicamente por mujeres desgarradas por la soledad y el abandono –debido a la marcha de sus maridos en busca de un porvenir a América o reclutados para la guerra en Europa–. Tras un encuentro sexual entre el iluminado y la hidalga de la comarca, Doña Tristeza de Arcos, esta queda encinta, considerando que su embarazo se ha obrado a través de la intervención del Espíritu Santo. Finalmente, tanto ella como Asunta y el Peregrino son condenados a muerte por la Inquisición. Además de las evidentes diferencias estructurales que presenta, la nueva versión refuerza la ambigüedad y la falsa moral religiosa. Las dos últimas intervenciones de Tristeza de Arcos, suprimidas en 1964, defienden la vida por encima del credo y la rebeldía y las convicciones individuales frente a los dogmas impuestos. La denuncia de corte social es, lógicamente, mucho más evidente en esta segunda versión, donde las ligazones con la contemporaneidad se manifiestan de forma elocuente –encontramos incluso algún anacronismo en los diálogos como también sucedía en Queridos míos es preciso contaros ciertas cosas–. Asimismo, se nos antoja sustancial el cambio en la caracterización del “pueblo extremeño” donde se desarrolla la anécdota –totalmente deslocalizada en la versión de 1964– y la intensificación de la explotación a que están sometidas las mujeres que lo habitan, encarnada en la figura de la Capataza –“Posadera” en la versión censurada–. Muy interesante resulta el giro de la última acotación en la que se nos indica al Inquisidor con el Peregrino en aras de denunciar la falsa moral de la sociedad de la época y, muy en especial, de los poderes eclesiásticos.

La obra en un acto Sentencia dictada contra P. y J., cuya primera versión data de 1970 fue reelaborada en 199316, presenta el singular interrogatorio a que son sometidos P. y J., dos anarquistas acusados de terrorismo. Ambos son obligados por el Policía –representante de “la Derecha”, como hace constar insistentemente a lo largo de la pieza– a interpretar en su presencia y ante un coro de ángeles celestiales, a un obispo y una monja misionera; a un soldado y a un general y, finalmente, a un padre y a su hijo negro. A través de estas recreaciones, Gómez-Arcos acomete una abierta y dura crítica contra la Iglesia y el Ejército: los horrores de la guerra y las contradicciones del clero salen a la luz a través de la crudísima parodia que escenifican los dos prisioneros. No obstante, el eje principal de la pieza es el racismo en todos los ámbitos –J. (Joe Memphis) es negro– y la discriminación que gobierna el Mundo. El drama concluye con la ejecución, a manos de Joe, del Policía –”escritor de la Historia” en función de la versión que sea “conveniente” contar– y los ángeles –los brazos ejecutores de la represión en la Tierra y en el Cielo–. Así pues, la rebelión de los oprimidos y, en especial, de la raza negra, anuncia el fin de la alienante “Ley Natural de la Desigualdad”.

Según él mismo explicaba a Karl Kohut en una entrevista realizada el 6 de noviembre de 1981, Gómez-Arcos había dejado de escribir teatro porque se había convertido en un espectáculo para gente acomodada:

Aujourd’hui, le théâtre, pour moi, n’est pas le royaume du spectacle, des idées; c’est le royaume del ’argent, et ça ne me interesse plus. Il me paraît absolument aberrant d’avoir à dépenser, dans la mise en scène d’un pièce de théâtre, deux ou trois millions de noveaux francs, étant le monde ce qu’il est aujourd’hui […] Donc, le théâtre est devenu ce que j’appelle un cimetière de morts, de morts parfois illustres, mais un cimetière, et je ne suis pas d’accord avec ça. [Checa, 2006: 20].

En esa idea pareció persistir hasta el final de sus días, pues no solo no dio a la imprenta ninguna nueva obra sino que tampoco existen inéditos de los que tengamos constancia. No deja de ser curioso que, tras el éxito cosechado con el estreno de Los gatos, ningún empresario le propusiera algún proyecto nuevo. Quizá, como su adivina Casandra, Agustín Gómez-Arcos también se negó a pactar, manteniendo así su voz íntegra, prefiriendo el silencio voluntario a la traición a sí mismo.



1 En esta nómina se echa en falta el nombre de Ricardo Rodríguez Buded. Sin embargo, la producción de este a partir de 1976 fue absolutamente nula. Prácticamente desaparecido del panorama teatral tras el estreno de El charlatán (1962), realizó versiones de Máximo Gorki –Los bajos fondos, estrenada en 1965 en el María Guerrero–, Strindberg –El Padre, estrenada en 1978 en el Teatro Fígaro de Madrid– o la traducción al castellano de La enemiga, de Dario Niccodemi –que subió a las tablas del Lara en 1982–. No obstante, siguió escribiendo teatro, como él mismo afirmaba en una entrevista a Estreno [O’Connor, Patricia W; Pasquariello, Anthony M. (1976), “Conversaciones con la generación realista”, Cincinnati, Ohio, Estreno, Otoño, pp. 8-28] donde mencionaba algunos títulos que aún hoy permanecen sin publicar –La cartera, Hombres pacíficos, El domador, Las nubes ante la luna, Crónica de sociedad, Siempre en camino, Los cazadores y El secuestro–. Según Manuel Gómez García [1998: 722], entre sus últimas obras inéditas, se encuentran Todo a una carta, Premios y burlas y El especialista. Como otros compañeros de generación, realizó algún trabajo como guionista. En 1983, escribió un guión original para Televisión Española titulado El arte de mirar.

2 Según afirma Pedro Ojeda [2006], el jurado del Premio Lope de Vega decidió en varias ocasiones declarar desierto el galardón optando por la concesión de uno o dos accésits. En el caso del premio en 1965, Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas, recibió el accésit junto con El condestable, de Salvador Ferrer C. Maura.

3 En 1962 se le retiró el primer Lope de Vega que recibió gracias a Diálogos de la herejía –tal fue la polémica generada, que la pieza hubo de esperar dos años hasta verse estrenada con las consiguientes tachaduras en el Teatro Reina Victoria– y en 1963 Los gatos también hubo de ser “purgada” antes de que Juan Prat-Gray la subiese a las tablas del Marquina en septiembre de 1965; se prohibió su publicación al tiempo que la petición de Carlos Saura para llevarla a la gran pantalla fue absolutamente denegada –según declaró el propio Gómez-Arcos en 1993 [Castro, 1993]–. Remito a la lectura de la carta que el propio Gómez-Arcos envió en 1966 al ministro Fraga Iribarne exponiendo los motivos de su exilio voluntario y que Julio Enrique Checa [2006] recoge en su magnífica edición de Diálogos de la herejía.

4 Finalmente, el premio fue a manos de José María Rodríguez-Méndez por El pájaro solitario.

5 Quince años después, en 2007, tuvo lugar una nueva representación de Los gatos en el Certamen de Teatro de Móstoles, a cargo del grupo Segundo Acto, de Aranda de Duero.

6 Casualmente, Héctor Alterio había interpretado el papel de la Señora en Las criadas, a las órdenes de Sergio Renán junto a Luis Brandoni y Walter Vidarte en 1970.

7 En este sentido, considero pertinente recordar la respuesta de Ángel Facio a la pregunta de un periodista de El País sobre los motivos para la elección de un hombre como intérprete de Bernarda y que, en mi opinión, podría aplicarse también al caso de Los gatos:

Fundamentalmente […] es un texto sobre la represión y, más concretamente, sobre la represión sexual. Creo que no es nada representativo que la función represiva en la sociedad la ejerza una mujer. Bernarda Alba no supone una madre típica, sino una viuda que ha usurpado el papel del padre. Por tanto el que su papel lo interprete un actor es llevarlo a su verdadera dimensión. Esto por lo que se refiere a la represión en general. En lo que atañe a la represión sexual, la interpretación del personaje por un hombre le da una ambigüedad a la figura, la castra, y pienso que el poder no tiene sexo. La libertad, sí. [Anónimo, 1976].

8 Sobre el componente metafórico en la obra dramática del almeriense, resulta de obligada consulta la estupenda monografía de Sharon G. FeldmanAlegorías de la disidencia.

9­ “Esta obra se universaliza y cobra una actualidad inusitada. Deja de ser un simple alegato antifranquista para convertirse en una historia sobre el peor de los males que puede atacar a una sociedad: la intolerancia” [Ramada, 1993].

10 “El texto no necesita de tan concretas referencias que pueden condenar la representación […] a ser vista con un filtro sepia que da señas de «aquella España» y no es así, el conflicto es de esta España, de la que vivimos y de la que vendrá” [Vigorra, 1993].

11 En este sentido, coincido plenamente con Haro Tecglen [1992] cuando afirma: “La fecha de la obra la desfavorece. Puede que actualizada hubiera tenido más fuerza que convertida en retro”.

12 El estreno absoluto de Queridos míos…, tuvo lugar en Oslo, en 1982, en una traducción al noruego. Previamente y antes de su marcha al exilio, Gómez-Arcos organizó una lectura dramatizada del texto en una velada íntima, según afirma Sharon G. Feldman [2002: 96].

13 Evidentemente, Gómez-Arcos toma el nombre de su heroína del personaje mitológico, conocido por las dotes adivinatorias y proféticas que le otorgó Apolo a cambio de un encuentro amoroso. Sin embargo y, como le sucede a la protagonista de Queridos míos,…–incapaz de cambiar el orden establecido–, Casandra no puede evitar las desgracias que prevé.

14 Escalofriante resulta el parlamento completo del Feriante durante la escena novena, que delata no solo la intención de Gómez-Arcos de exiliarse sino también, una suerte de profecía sobre la acogida de sus obras a su regreso:

La cárcel puede ser duradera, pero no es el mejor remedio. La muerte es una solución rápida y eficaz. A los muertos se les entierra y en paz. Durante algún tiempo se habla de ellos apasionadamente, luego se les convierte en mitos –nadie recuerda ya con exactitud su rostro ni sus palabras–, después se les olvida. Una dorada nube en el laberinto de la memoria. Los exiliados son gallos con el pico cortado. Cuando sus cacareos llegan hasta nosotros, a través de la distancia, son ya voces viejas, que hablan de cosas viejas. Carecen de actualidad. Desentonan. Y aunque pudieran escarbar un poco en las heridas, hay una primera solución: se censura la prensa extranjera, las publicaciones extranjeras. El exilio es el silencio. [Ojeda, 2006: 193].

15 El tratamiento de Casandra en muchos momentos de la pieza cobra connotaciones cristológicas. En la penúltima escena, al hablar de sus hijos perdidos a los que quiere recuperar para reconducirlos, nos lleva a pensar en ella como una suerte de “diosa creadora”.

16 Según sostiene la doctora Sharon G. Feldman [2006: 1999], a quien he de agradecerle que pusiera a mi disposición el texto inédito que el propio Gómez-Arcos le hizo llegar en 1993.

 

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