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1. MONOGRÁFICO

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1.5 · LIBERTAD SIN MEMORIA: LOS OTROS REALISTAS EN EL PERÍODO DEMOCRÁTICO


Por Marta Olivas
 

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Carlos Muñiz

­– ¿Por qué estrena tan poco?

– Habrá querido preguntarme por qué no estreno nada…

– Sí.

– Porque mis comedias son amargas. Por lo menos, eso me dicen los empresarios y directores que me conocen. Y el teatro amargo aquí interesa muy poco. Recuerdo que no hace mucho tiempo llevé una comedia, amarga, claro, a Conrado Blanco. Después de leerla me dijo: “Oye, he leído eso. Estupendo. Eres autor de los pies a la cabeza. Dialogas muy bien; construyes con mucha habilidad… Lo malo que tienes son los temas: tu comedia es muy amarga. ¿Por qué no buscas un tema más alegre? Si “pega” puedes ganar mucho dinero y así no volverás a sentirte amargado, y escribirás siempre cosas alegres y ganarás lo que quieras”. Me pareció graciosísima la buena intención del empresario de Lara, pero le dije que yo no “quería” hacer teatro alegre. […] Procuro ser sincero con mis sentimientos. Creo que el dramaturgo debe interpretar y exponer sinceramente lo que ve, lo que le inspira, lo que le hace sentir la realidad histórica y geográfica que le toca en suerte vivir.  [L.M.,1960]

 

Así hablaba en una entrevista concedida a Primer Acto Carlos Muñiz Higuera (1927-1994) que, pese a suponer una importante atalaya dentro de la dramaturgia realista del pasado siglo merced a la estética rupturista e innovadora que cultivó en la segunda etapa de su producción –en oposición a la primera, de corte más naturalista–, sigue siendo un gran desconocido para el público. Ni siquiera el estreno de la estupenda Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos durante los primeros años del período democrático le hizo abandonar su condición de “proscrito” de las tablas. Desde su puesta de largo con Telarañas, en el Teatro Lara en mayo de 1955 hasta Las viejas difíciles allá por octubre del 1966 en el Teatro Beatriz, se sucedieron con regularidad los estrenos: El grillo (1957 –Premio Nacional de Teatro de Cámara y Ensayo en 1955–) [fig. 4], El tintero (1961) o El precio de los sueños (1966 –Premio Arniches en 1958–). Sin embargo, 1967 supuso el inicio de una auténtica suspensión de su actividad dramática –si exceptuamos la adaptación de El matrimonio del señor Mississippi, de Dürrenmatt (1973)17–. También escribió piezas en un acto –El caballo del caballero, Un solo de saxofón, Miserere para medio fraile–y teatro para niños –Don Godofredo y su lacayo, El guiñol de don Julito…–.

El tintero, su obra más emblemática –considerada una de las más remarcables del teatro español de su tiempo, que incluso llegó a ser estrenada en París en 1962 por el Teatro Experimental de Lisboa– ha gozado de varias puestas en escena desde la llegada de la Democracia. La primera tuvo lugar el 11 de marzo de 1990, dentro del marco de las XIII Jornadas de Teatro de Eibar, de la mano del grupo de teatro universitario Narruzko Zezen dirigido por Juan Ortega, en la Universidad Laboral de esa misma ciudad. El montaje fue aplaudido por Deia, aunque los críticos se dolieron de una “pérdida de peso” del texto a causa de la distancia temporal con su génesis [Barea, 1990]. Nueve años más tarde tuvo lugar la puesta en escena más importante hasta la fecha, a cargo de la compañía Teatro de los Trovadores, que la representaron del 3 al 26 de diciembre de 1990 en la Sala Ensayo 100 de Madrid. Jorge Ángel Blanco, su director, subrayó el componente expresionista de la pieza, según reseñó Pedro Víllora en su crítica para ABC. Precisamente este crítico destacaba como principal valor del texto –y a causa de los casi cuarenta años transcurridos– el componente “testimonial” de la época en que fue concebida así como de la forma de hacer teatro de toda una generación ­–”tanto el simbolismo como el maniqueísmo de los personajes chocan y mucho con los planteamientos escénicos habituales hoy día, y hablan del tiempo transcurrido. Precisamente ahí está su mayor interés, pues recuerda un pasado nada lejano y una línea artística que […] supo responder a las exigencias del entorno. Y eso no hay que olvidarlo” [Víllora, 1999]–. Otros expertos como Carlos Cuadros [1999] también aplaudieron la recuperación de Muñiz para el espectador actual que hacía justicia a la “enorme calidad de su teatro”.

Años más tarde, en 2008, el grupo zamorano Atrezzo Teatro presentaron un nuevo montaje el 15 de enero en el Teatro Principal de la ciudad, gracias al cual fueron seleccionados para representar a su provincia en la III Muestra Regional de Grupos Aficionados de Teatro de Castilla y León, donde reestrenaron la puesta el 21 de noviembre en el Servicio Territorial de Cultura de la Junta de Zamora.

El 2 de abril de 2009, otra compañía amateur, la asociación Amigos del Teatro de Ciudad Real, representó El tintero en el Teatro Municipal Quijano de la capital manchega, representación que gozó de amplia repercusión en los medios locales. En palabras de la directora, Pilar Pérez Salcedo, la de Carlos Muñiz es “una sátira mordaz en un mundo donde la injusticia es perfecta, organizada; y de tal modo mueren los que no debían morir, tienen hambre los que no debieran y el amor se ofrece a quien no se lo merece” [L.T., 2009]. Esta puesta en escena, de escenografía respetuosa con las indicaciones del autor, supuso el estreno de la compañía en el ámbito contemporáneo tras una larga tradición en teatro clásico. Según la prensa, el público respondió de forma “aceptable” [Farto, 2009] al estreno, que participó de la Campaña de Fomento de las Artes Escénicas llevada a cabo por la Diputación de Ciudad Real en ese mismo año.

Evidentemente y, como sucede a menudo al tratarse de piezas comprometidas con un determinado hic et nunc, El tintero ha visto puestas a prueba sus cualidades dramáticas desde su estreno en la Sala Recoletos en 1961 de la mano del Grupo de Teatro Realista18 [fig. 5]. Muñiz regresaba al universo burocrático –alusivo a la atmósfera que se respiraba bajo la Dictadura– que ya trazase en El grillo; sin embargo, en esta ocasión emplea un tratamiento más grotesco, asfixiante y deshumanizador, totalmente desprovisto del costumbrismo de su predecesora y que contrae deudas temáticas diversas –desde el Dostoievski de Memorias del subsuelo, hasta el universo kafkiano de El castillo o incluso el de 1984 de Orwell–. El tintero exhibe una notable vocación expresionista que lo filia con el Valle más esperpéntico y esboza algunos trazos del humor inverosímil que consiguen que esta obra rebase la inmediatez de la denuncia y se convierta en uno de los más interesantes estrenos de la década de los sesenta. Su rotundo éxito y las traducciones a diversas lenguas parecen refrendar este parecer. De acuerdo con L.T. en su reseña en La Tribuna de Ciudad Real, “el hondo simbolismo convierte a esta historia en extrapolable a cualquier tiempo o lugar”19.

El siguiente estreno de Muñiz tras el El tintero fue Las viejas difíciles, en el Teatro Beatriz el 7 de octubre de 1966, donde presentaba un estado de cosas parejo al de su predecesora [fig. 6]. Esta vez, el escenario de esa alienación pasa de la oficina a, como sucediera en El precio de los sueños, una pequeña ciudad de provincia, donde la Asociación de Damas dicta las normas por las que han de regirse todos los ciudadanos. En este caso, más que desde el punto de vista general, la opresión del individuo se ejerce en el campo sexual y de los sentimientos. Las aspiraciones de los protagonistas, Julita y Antonio, eterna pareja de novios, son similares a las de Crock en El tintero: una casa propia, una familia a la que poder ofrecer comodidades y un futuro pero, sobre todo, libertad para poder expresar su amor. Estas intenciones chocan de plano con el ideario de la Asociación que, tras sorprenderlos besándose en el parque, los tacha de pervertidos, los proscribe y termina por asesinarlos al final de la obra. El entorno burdo de la provincia se hiperboliza en Las viejas… gracias a la acción de las damas de la Asociación y, en especial, de Leonor y Joaquina –tías de Antonio–. Las dos –muy en especial Joaquina– tienen mucho que ver con las protagonistas –también tías y también solteras– de Los gatos, de Agustín Gómez-Arcos, con la que esta pieza guarda múltiples semejanzas. En ambos textos, el amor y, en segunda instancia, la maternidad son tenidos como actos impuros, condenados por seres movidos por la hipocresía y la envidia. El retrato de estas viejas difíciles que, amigas del lupanar en su juventud se convierten en vigías de la moralidad más caduca y añeja en su madurez, redunda en la pintura de esa “sociedad maledicente” a la que Muñiz se refiere en las acotaciones iniciales y que viene a engrosar el catálogo de la imaginería provinciana, recordando el ambiente de la Orbajosa de Galdós, la Moraleda benaventina o la Villanea de Arniches20… En el aspecto formal, esta tragicomedia farsesca ahonda en los postulados expresionistas y absurdistas que aparecían en El tintero, indagando en la hipérbole de la caricatura y trufando la obra de escenas hilarantes y, al tiempo, desgarradoramente dramáticas.

Las viejas difíciles volvió a subir a las tablas solo una vez desde la llegada de la Democracia. Se trató del primer montaje del Taller de Teatro Municipal de Segovia dirigido por Maite Hernangómez y estrenado el 5 de julio de 1986. En su caso, la elección del texto estuvo motivada por los objetivos formativos del propio grupo. Según declaraba Hernángomez [A.T., 1986]: “Se ha buscado un texto con unas situaciones claras antes de pasar a un teatro más moderno […] Esta obra […] no tiene ni la envergadura de un clásico ni plantea situaciones extremas; creo que a través de ella se podrá apreciar el trabajo que hemos realizado durante dos años”. No obstante y, pese a la consideración de obra “menor” dentro de la Historia del Teatro Español, la dramaturgia del autor madrileño –que dialoga tanto con los autores clásicos como los coetáneos– es una de las más interesantes de su generación. Precisamente, A. Gajate [1986], en su crítica a la representación en Astorga, calificaba a Muñiz –como ya lo hiciera López Sancho [1966] a propósito de su estreno– de “autor colérico” emparentándolo con los Angry Young Men ingleses pero también, muy acertadamente, con una tradición que comienza en Quevedo y continúa en Gutiérrez Solana, Goya y Valle-Inclán –Muñiz […] es un autor formado por nuestra historia contemporánea y por una actitud creadora de origen antiguo–.

Como adelantábamos anteriormente, La tragicomedia del serenísimo príncipe Don Carlos supuso la “puesta de largo” del dramaturgo madrileño durante la Democracia. Escrita en 1972, la obra sufrió innumerables encontronazos con la censura. Una vez más, como es común a los dramaturgos de su generación y al gran mentor Buero, Muñiz emplea la Historia como catalizador de su propio contexto. A través de la doble lectura que ofrece el género ­–muy en especial a partir de Brecht–, el pasado es capaz de ser un exégeta del presente21. En este caso, la encarnación de la libertad del individuo en Don Carlos y la aniquilación de este a manos de un Felipe II que, lejos de constituir ese dechado de virtudes nacionales en que lo había convertido la “mitología” del Régimen, es retratado como un tirano impío y supersticioso resultaba elocuente. A pesar de la labor de erudición llevada a cabo por Muñiz22 y a su condición de finalista del Premio Lope de Vega de 1972, la censura se opuso no solo a que el texto fuese premiado sino también a cualquier tipo de representación. Así lo reconocía el propio autor en una entrevista a Ángel Laborda [1980] en ABC: “el concejal que representaba al Ayuntamiento de entonces se opuso a que fuese premiada: no estaría de acuerdo con la verdad histórica”. La obra estuvo prohibida hasta la desaparición de la censura, lo que impidió el estreno previsto en el Teatro Poliorama de Barcelona en 1973. Finalmente, se publicó en el número 46 de Cuadernos para el diálogo con un estupendo estudio de Álvaro del Amo y Miguel Bilbatúa. La Tragicomedia… consagra la madurez del dramaturgo que, en esta pieza, cohesionó de una forma definitiva las dos vertientes de su drama: naturalista y expresionista. Las escenas de corte grotesco –sobre todo relacionadas con la obsesiva pasión de Felipe II por la taxidermia sacra y el bufón Nicolasito, a veces alter ego del monarca­– alternan con algunas de un realismo liminar, casi naturalista. Coincido con la opinión de López Sancho en ABC cuando advertía que Muñiz destruye “toda esa poesía schilleriana y retrotrae los hechos a un clima de feroz realismo, de burla desesperada, de expresionismo interior” y añadía “no hay técnica esperpéntica al modo valleinclanesco en la obra de Muñiz. Hay brutal reflejo de una realidad imaginada, reconstruida, sobre testimonios e interpretaciones históricos”. Efectivamente, el tratamiento grotesco es mucho más sutil que en piezas anteriores y, más que a partir del “espejo cóncavo” que refleja esa realidad, es la propia realidad la que resulta esperpéntica. No existen, pues, motivos para calificar a Tragicomedia del serenísimo príncipe Don Carlos como una pieza íntegramente esperpéntica.

La obra fue, por fin, estrenada el 11 de noviembre de 1980 en el Centro Cultural de la Villa bajo la dirección de Alberto González Vergel, que apostó por una puesta en escena que subrayase este componente caricaturesco a través del trabajo gestual de los actores, la muñequización de algunos personajes y la refundición de otros. La escenografía y los figurines corrieron a cargo de Emilio Burgos, mientras que el trabajo musical fue de Gustavo Ros. Lorenzo López Sancho se mostró tremendamente elogioso con su labor en la crítica para ABC [1980], donde escribía: “El logro mayor de todo su montaje [de González Vergel] está en la utilización de elementos musicales electrónicos en una envolvente escenografía sonora, en la que Gustavo Ros, con pleno acierto, muy bellamente, hace del sonido un superpersonaje que desrealiza la acción, la eleva a planos simbólicos […] la trasciende creando a su vez un nuevo código musical, que contiene una especie de comentario-crítica de contenido moral y religioso”. La valoración por parte de la crítica fue, en general, positiva. Sobre todo, desde el punto de vista del texto. Solo Haro Tegclen [1980] miraba con recelo la aleación entre la farsa inicial y la tragedia que acontece, sobre todo, durante el segundo acto23, así como las posibilidades espectaculares del trabajo de Muñiz, lastradas por su “preocupación documental”. En lo interpretativo, el reparto fue considerado de forma muy irregular. El Don Carlos –con matices quizá más schillerianos– de Manuel Galiana fue muy bien considerado por López Sancho o Fernández-Santos, mientras que a Haro Tecglen le resultó algo afectada. También hubo disparidad al analizar la labor de Simón Andreu en el papel de Felipe II y Charo Zapardiel como Isabel de Valois. Mientras que los críticos de ABC y Diario 16 consideraron estas algo limitadas –especialmente la de Andreu, “confunde frialdad con pasividad”  [Fernández-Santos, 1980]–, para el de El País ambos estuvieron correctos.

Seis años más tarde, el grupo El Lebrel Blanco, dirigido por Valentín Redin, estrenó un nuevo montaje el 2 de noviembre de 1986 en la Sala de Armas de la Ciudadela, en Pamplona con motivo de las jornadas dedicadas a la Brujología y Ciencias Paranormales que organizaba el ayuntamiento de la ciudad navarra. Según Manuel Bear [1986], el montaje, protagonizado por José María Asín –Don Carlos– y Javier Ibáñez –Felipe II– modificaba estructuralmente el texto en pro de una mayor expresividad, aunque eliminando el prólogo, algunos personajes secundarios, así como algunas escenas, realmente interesantes, como el diálogo entre Isabel de Valois con Felipe II. La obra dividió a la crítica. Por una parte, Juan Zapater [1986] estimó la puesta de El Lebrel Blanco un “trabajo serio y digno” y subrayó, en general, unas meritorias interpretaciones, escenografía y conexión con el público –a excepción de algunas deficiencias anecdóticas–; Manuel Bear, por el contrario, se mostró mucho más adusto con la labor de la compañía –“siempre transmiten la impresión de que afrontan empresas por encima de sus posibilidades técnicas y la realización parece estar atravesada por un apresuramiento que se manifiesta en el descuido de los matices”–. Con todo, el éxito de la representación fue notable, y consiguieron un lleno absoluto durante los tres días de función. Ante tal aceptación, el grupo decidió reponer durante los siguientes tres fines de semana –a una de estas representaciones pudo asistir el propio Muñiz–. El 28 de febrero del año siguiente, como parte de la programación teatral de las fiestas de Carnaval, el espectáculo se reestrenó en el Teatro Gayarre.

Con respecto a la tan discutida “actualidad” de las obras concebidas durante el Franquismo, Tragicomedia… se antoja a los críticos un drama muy sólidamente compuesto que no solo “sobrevive a esas contingencias [los tiempos en que fue escrita], sino que ha salido enriquecido con su desaparición” [Fernández-Santos, 1980]. Precisamente, a la pregunta de Laborda “Escrita en el anterior régimen, ¿no puede haber perdido eficacia el texto?” durante la entrevista antes citada, Muñiz contestaba: “No, en absoluto. Nuestra verdadera historia, nuestra leyenda negra, que es absolutamente cierta, está por exponer a gran parte del pueblo español; tan válido hubiera sido su estreno cuando la escribí como ahora. Una de las obligaciones del dramaturgo es colaborar en la desmitificación de gloriosos pasados que, en realidad, están llenos de miseria” [Laborda, 1980]. Por contra, un desacierto señalado por los expertos de forma reiterada radica en el tremendo desnivel entre la complejidad que entraña el personaje del infante en comparación con el resto del dramatis, más bien bosquejos de caracteres que personalidades totalmente acabadas. Así, López Sancho [1980] afirmaba: “[Don Carlos] está trazado con vivas calidades psicológicas […]. Es el gran personaje, tratado de una manera grande y violenta. Los demás personajes componen un conjunto coral. Apenas si Don Felipe es cuidado en sus aspectos psicológicos en tanto que el resto por su condición prototípica, por ser estereotipos” o Fernández-Santos [1980]: “El único punto débil del drama es que, contando con un largo reparto y con personajes de mucha entidad y juego propio dentro de él, es a la postre drama de un solo personaje. Hay, por ello, un desajuste entre la densidad y complejidad de Don Carlos y la de los restantes figurones, en especial Felipe II […] tratado con evidente esquematismo”; por su parte, Bear [1986] añadía: “[…] el conflicto dramático presentado […] evidencia el esquematismo de aquel teatro de combate”.

Tras Tragicomedia…, las noticias de nuevas obras de Carlos Muñiz son exiguas a pesar de que, en una entrevista concedida a la revista Estreno [O’Connor, 1976: 14-16] declaraba24: “He terminado una primera versión sobre el General Riego que actualmente estoy revisando. Simultáneamente, estoy preparando otra de época actual y tema muy vidrioso”. Sobre las posibilidades de estrenarla una vez finalizada, añadía: “Por ahora, ninguna. Pero se estrenará. Siempre me ha ocurrido igual. Cada vez que terminaba una obra resultaba imposible pasar la censura y luego, al cabo del tiempo, ha terminado por obtenerse la autorización”. Aunque nunca fue representada, Pronunciamiento y proceso de Riego se publicó de forma póstuma dentro del volumen dedicado a Muñiz [2005: 649-717] que editó la Asociación de Autores de Teatro. En ella, su autor se acercaba de nuevo al drama histórico para reflejar, a través de la figura del militar liberal, la defensa de las libertades del pueblo frente a la tiranía del absolutismo y la ignorancia de aquellos que lo apoyan –muchos, pertenecientes a ese mismo pueblo cuyos derechos pretenden salvaguardarse–. Aun siendo meritoria, Pronunciamiento… no llega a alcanzar la altura dramática de Tragicomedia del serenísimo príncipe Don Carlos, quizá a causa de una excesiva polarización de los dos personajes principales: un despreciable, chabacano y absolutamente falto de escrúpulos Fernando VII frente a un Rafael de Riego no solo moralmente intachable, sino respetuoso y benévolo incluso con aquellos que le habían dado la espalda y aplaudieron su execrable ejecución. La rehabilitación del general, años después, por el mismo rey que lo condenó a muerte, refleja la inútil y paradójica conducta de un pueblo que, en el último tercio del siglo XX, se encontraba de nuevo en una encrucijada política. En esta pieza, la conexión entre pasado y presente es manifiesta; tanto es así que algunas de las declaraciones de Alcalá Galiano o del propio Riego se convierten en auténticas apelaciones hacia una parte de la sociedad española actual. Esa sociedad que en la Plaza de Oriente y, hasta no hacía mucho, parecían hacer suyo el “¡Vivan las caenas!” que se escuchaba en la Plaza de la Cebada donde fue ejecutado el protagonista del drama.

Pese a sus cualidades, Pronunciamiento y proceso de Riego nunca llegó a subir a un escenario, así como tampoco las inéditas El proceso de reflexión u Oratorio de los condenados –quizá una reescritura de Los condenados, escrita en 1974–. En 1991, Antonio Fernández Insuela [1991: 9] realizó una encuesta a algunos de los miembros de la Generación Realista sobre el Teatro Español de los últimos cinco años (1985-1990). En ella, Muñiz hablaba también sobre su propia producción y reconocía no haber escrito ninguna obra aunque añadía: “A un plazo bastante inmediato tengo un proyecto del que no quiero hablar porque prefiero referirme no a proyectos, sino a realidades. Además, mantengo la línea de superstición de que todo aquello que se cuenta terminará por no hacerse”. Desgraciadamente y, a pesar de sus esfuerzos, se cumplió el peor de los augurios y tampoco este propósito llegó a concretarse; al nombre de Carlos Muñiz, pese al éxito cosechado y a la renovación formal que encarnó, se le ha privado no solo de ser representado sobre un escenario sino también del mero reconocimiento por parte de los espectadores, para quienes, aún hoy, sigue siendo extraño.



17 Muñiz ya había trabajado como adaptador en la década de los sesenta El huevo (1963) y La prueba del tres (1964), ambas de Felicien Marceau y ¡Miles de payasos!, de Herb Gardner (1965) [Pérez de la Cruz, 2005: 43].

18 La dirección corrió a cargo de Julio Diamante, quien contó con Agustín González para encarnar a Crock, cuya interpretación fue alabada por la crítica.

19 En esa misma visión redundaba Pilar Pérez Salcedo, la directora del montaje de la Asociación Amigos del Teatro, al afirmar que, en El tintero, “Todo es «muy simbólico» y atemporal, lo que redunda en la plena vigencia de este texto” [A.R., 2009].

20 De hecho, la tragedia grotesca creada por Arniches ha sido reconocida por Muñiz como una importante fuente de influencia en su obra que “resume el drama de los hombres vulgares enfrentados con un destino gris” [apud Torres Nebrera: 1999: 281].

21El propio Buero, afirmaba: “El teatro histórico es valioso en la medida en que ilumina el tiempo presente, y no ya como simple recurso que se apoye en el ayer para hablar del ahora, lo que, si no es más que recurso o pretexto, bien posible es que no logre verdadera consistencia. El teatro histórico ilumina nuestro presente cuando no se reduce a ser un truco ante las censuras y nos hace entender y sentir mejor la relación viva existente entre lo que sucedió y lo que nos sucede” [Ruiz Ramón, 1988: 18-19]

22 “Menéndez Pidal, Césare Giardini, Jean Cassou, W. Thomas Walsh, fray José de Sigüenza, Pfandl, Amezua, Gachard y otros autorizados investigadores o historiadores como el padre Sigüenza proporcionan las referencias de sucesos que Carlos Muñiz ha enhebrado de la trama dramática de su tragicomedia” declaraba López Sancho [1980] en su crítica al espectáculo.

23 “Hay como una indecisión en la acentuación de lo ridículo de las relaciones entre el príncipe don Carlos y su padre, Felipe II, y el mundo de supersticiones religiosas y crueldad sin límites en que estaban envueltos, y la conducción de la tragedia pura y simple del príncipe enfrentado con el poder, con un deseo de libertad y humanidad” [Haro Tecglen, 1980].

24 Sobre los motivos del declive de la generación realista de los años cincuenta, apuntaba: “[Con la generación realista] Ocurrió lo que ocurre con todo lo que florece: se marchitó aunque dejara la simiente para futuros florecimientos en épocas propicias. Por otra parte, existieron circunstancias sociopolítica que posibilitaron […] que se marchitase prematuramente. No deja de ser harto expresivo que ninguno de los dramaturgos de ese grupo vivamos actualmente del teatro, sino dedicados a los más variopintos menesteres y no porque careciésemos de actitudes y deseos de trabajar […] Yo diría que el papel de la censura en nuestra marginación dramática ha sido capital”.

 

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