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7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

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7.6 · RODRÍGUEZ RICHART, José, Teatro español e hispánico. Siglo XX, Madrid, Verbum, 2012, 411 pp.


Por Javier Huerta Calvo
 

 

Portada del libro


RODRÍGUEZ RICHART, José, Teatro español e hispánico. Siglo XX, Madrid, Verbum, 2012, 411 pp.

Javier Huerta Calvo
Universidad Complutense


Lleva este libro de José Rodríguez Richart una frase de José Luis Gómez a modo de lema: “El teatro es más potente cuanto más se acerca a la poesía”. Gran verdad (aunque ignorada por tanto “prosaico”) y una declaración de principios en toda regla, tanto para el concepto que de la escena sostiene el gran actor, director y ahora miembro de la Real Academia Española, como para la propia idea que el autor de la obra reseñada tiene del teatro en cuanto ámbito por excelencia de la Poesía, pongámosla en su sitio, o sea, con mayúscula. No en balde Rodríguez Richart ha sido uno de los mejores conocedores y valedores del que es, sin duda, gran paladín del llamado teatro poético, Alejandro Casona, sobre quien escribió su tesis doctoral en 1962, y sobre quien, con posterioridad, ha publicado ensayos imprescindibles y magníficas ediciones (la de La dama del alba en la colección Letras Hispánicas de la Editorial Cátedra lleva ya veintiuna reimpresiones).

De ahí que no pudiera faltar el dramaturgo asturiano en este libro misceláneo que reúne trabajos publicados entre 1965 y 2005. El pretexto para su inclusión es una serie de cartas que, en la década de los 50, se cruzaron Casona y ese matrimonio de grandes actores que fueron Luisa Sala y Pastor Serrador. Quienes nos iniciamos al teatro viendo aquellos legendarios Estudios 1 (por cierto, ¿para cuándo una monografía sobre ellos?) jamás olvidaremos el buen oficio de ambos intérpretes, sobre todo de Sala, una actriz dramática de primerísimo nivel fallecida tras sufrir un accidente doméstico. Este epistolario nos descubre al Casona más humano y entrañable, ese que, por lo general, no aparece en los manuales de la historia de la literatura y del teatro.

Por entonces el creador de La dama del alba alternaba su clamoroso triunfo en la escena internacional con periodos de gran depresión o “desfallecimiento moral”, esa “angustia lenta, triste, silenciosa”, de la que habla en una carta escrita en Buenos Aires el año 1955 (p. 86). En otras ocasiones, sin embargo, deja asomar su sentido del humor y de la ironía contra quienes ya empezaban a negarle el pan y la sal; así cuando se refiere a la “estupidización pública ejercida por la propaganda”, que tal vez lleve a considerar a muchos Los árboles mueren de pie “una comedia de disimuladas raíces comunistas” (p. 87), porque el éxito de Casona en los países de la órbita soviética fue grande; tanto que –escribe– le “ha producido ya una linda fortuna (naturalmente incobrable)” (p. 89).

Pero no ha sido Richart un investigador monotemático. Su interés por Casona lo hizo compatible en seguida con su atención puntualísima respecto de lo que ocurría en la escena española durante los años 60. Fue esclarecedor entonces, y lo sigue siendo ahora, su artículo “Entre renovación y tradición”, en que examinaba las direcciones fundamentales del teatro español a esas alturas, e intentaba mediar entre los “comprometidos” o “realistas” y los comediógrafos del humor y la evasión, entre los cuales la crítica colocaba siempre a Alejandro Casona, a quien muchos no perdonaron jamás su regreso a la España franquista. No creo que hayan perdido un ápice de vigencia las palabras que por entonces escribía Richart:

No veo por qué hemos de empeñarnos tenazmente en establecer ese dilema: o comprometido o evasivo. Sinceramente, considero que ese dilema no existe. No hay que olvidar que en los demás países occidentales así se hace: el teatro engagé es uno más, más o menos valioso que los restantes –esa es otra cuestión–; pero no suele lanzarse a la cara de ningún dramaturgo, que yo sepa, el adjetivo evasivo con el desprecio y el reproche con que se hace entre nosotros, como si fuera ello un crimen de “leso teatro” (p. 106).

Como digo, no pueden sino suscribirse de la cruz a la raya estas templadas líneas de un filólogo que siempre tuvo su mirada puesta no sólo en los escenarios de dentro sino también en los de fuera. Quiero decir que, a diferencia de lo que ocurrió con tanto crítico “nacional”, los árboles de las circunstancias locales no le impidieron ver el bosque de la universalidad. Por otro lado, definir el compromiso en términos siempre políticos es recortar el alcance de la palabra, pues el verdadero y más permanente compromiso es el ético, es decir, el compromiso con el ser humano, y ese en muchas ocasiones está por encima de las opciones partidarias de bajo vuelo y, desde luego, aparece siempre en autores como Mihura, y así lo ha sabido reconocer, ya sin prejuicios, la generación de dramaturgos que ahora domina en el panorama escénico español; me refiero a Ignacio García May, Ernesto Caballero, Ignacio del Moral, Pedro Víllora, Juan Mayorga, etc.

Por otro lado, si el compromiso, sea ético o de cualquier otro tipo, no tiene su correspondencia en el compromiso estético, es decir, en el compromiso con la renovación de los lenguajes dramáticos, de nada vale, pues que por esa vía ¿cuántas bienintencionadas obras de compromiso o de evasión no han acabado despeñadas o en el olvido más absoluto? Así, Richart distingue a los maestros del grupo como Mihura o, incluso, Neville, de los autores más mediocres, un ejemplo Víctor Ruiz Iriarte, “cuyas fabulaciones son a veces difíciles de admitir, su construcción dramática se resiente de debilidad así como sus soportes lógicos” (p. 111).

Hay, en cambio, autores a los que nadie ha cuestionado casi nunca porque su compromiso ha sido por igual ético y estético. Es el caso de Antonio Buero Vallejo, sobre el cual versan varias páginas de este libro en que se abordan aspectos insólitos para la crítica española como el de su recepción en Alemania. En este sentido, llama la atención el gran éxito que tuvieron bastantes obras suyas entre los años 60 y 80, particularmente en la Alemania oriental, donde sobresale el estreno de El sueño de la razón en 1973, en la celebrada puesta en escena de Hanns Anselm Perten (p. 151).

Fuera de este apartado dedicado a la recepción germánica del autor de La fundación (hay uno antes que estudia este mismo aspecto en Benavente), los otros capítulos sobre Buero ahondan en la trascendental dimensión sociológica de su teatro. Richart ve cómo el teatro de Buero “no es sólo el reflejo de la singladura sociopolítica de la sociedad española de postguerra, de sus problemas, conflictos y avatares de mayor dimensión y hondura, sino que esa evolución hacia un teatro más directo podría considerarse como un exponente fiel de la transición experimentada por la sociedad española en esos mismos años. De modo –sigue diciendo el crítico– que ese teatro, en cierta medida, puede ser conceptuado no sólo como un espejo ocasional de la realidad española sino que, en los temas elegidos, asuntos tratados y en la expresión dramática adoptada refleja la evolución global sociopolítica de esa misma sociedad desde finales de los años cuarenta hasta nuestra más reciente y viva actualidad. Buero –concluye– es, pues, al mismo tiempo, la conciencia de la sociedad española y, como contrapartida, uno de los autores españoles que más han contribuido a concientizar a un pueblo” (p. 202).

No podemos estar más de acuerdo con esta idea de Richart que, además, otorga al arte dramático de aquellos años oscuros una capacidad de influencia social que, por desgracia, hoy se encuentra bajo mínimos, por no decir que se ha perdido definitivamente. Es posible que hoy se haga el mejor teatro en España que se ha hecho nunca, pero seamos sinceros: hay mucho en la escena actual de escaparate o, por mejor decir, de feria de las vanidades, y en gran parte el público de nuestros días asiste al teatro como quien va a un museo o a la última exposición de moda, por no hablar de los más jóvenes, que lo tienen como actividad complementaria de sus asignaturas en colegios e institutos y raras veces se acercan a él por gusto e iniciativa propios. El actual sistema de producción teatral, incluso en los centros nacionales, tampoco ayuda a que el teatro se instale como un referente ideológico y moral de la sociedad, en un momento de crisis radical de valores (y no sólo de los bursátiles), pues impide que una obra de gran éxito permanezca más allá de unas pocas semanas en cartel. Un símbolo de este estado de cosas es que la cartelera madrileña esté dominada por los grandes musicales, una verdadera fiebre que se comprende se haya extendido en los teatros privados pero no que lo haya hecho también en los de titularidad pública, que deberían apostar por el riesgo y la vanguardia. La desaparición, ya hace años, del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, que con tanto brío conducía Guillermo Heras, es un episodio más de ese despojamiento paulatino de las esencias teatrales.

Son éstas reflexiones que nos inspiran los artículos de Richart acerca del teatro de otra época pero que se hacen necesarias si queremos ayudar a que la escena actual encuentre su lugar en estos primeros años del siglo XXI. Por eso, la mirada al pasado se hace más necesaria para saber de dónde venimos y a dónde queremos ir. Del pasado trata un sector muy favorecido del teatro español de la anterior centuria, el drama histórico. El autor explora la fortuna de este género, desde Eduardo Marquina a Domingo Miras (acabamos de ver en el Centro Dramático Nacional La monja alférez en una muy correcta puesta en escena de Juan Carlos Rubio). De Marquina parte el crítico para llegar a Carlos Muñiz, pasando por Pemán, Calvo Sotelo, Buero Vallejo… Asimismo, menciona muy de pasada La carroza de plomo candente, de Francisco Nieva, dentro de esa corriente, pero no creo que esta obra pueda ser adscrita de ningún modo al género.

No olvida Rodríguez Richart a los autores del Nuevo Teatro Español, un marbete que, si en los años 70, resultó ya harto discutible, hoy se nos antoja del todo inapropiado, pero en fin de alguna manera hay que distribuir los periodos de la historia teatral. Pese a todo, no deja de ser un contrasentido que autores como Romero Esteo o el mencionado Nieva, inscritos ambos en la tradición del realismo grotesco, se emparejen con otros como Ruibal, Quiles o Martínez Ballesteros, que apostaron por vías menos esperpénticas y más alegóricas o abstractas De ahí que las características apuntadas por el crítico en la didáctica tabla en que los opone a la llamada generación realista –otra denominación a discutir– no sean válidas para todos los autores que integran esa nómina y a los que circunstancias de diverso tipo que Richart examina con pormenor (p. 255) llevaron al fracaso casi total en tiempos democráticos, un fenómeno que, en mi opinión, no se ha analizado todavía con la profundidad que merece: a su valoración dedica el crítico sólo dos páginas, con una ambigua conclusión que deja al futuro próximo la respuesta. Pero la fecha originaria del artículo es de 1985, y desde entonces han pasado casi treinta años, y la situación sigue siendo la misma, bien es cierto que algunos notables autores del grupo, como Jerónimo López Mozo, han tenido luego alguna presencia en la escena de los últimos años, pero en general gracias a obras armadas desde criterios estéticos y temáticos muy diferentes a los que se enarbolaban entonces.

En realidad, quienes en los años de la Transición hicieron valer sus propuestas dramáticas fueron –hecha ya la excepción de Nieva– autores no vinculados a ninguno de ambos grupos: Alonso de Santos, Sanchis Sinisterra, Cabal, Fernán Gómez (con una sola obra pero de gran repercusión: Las bicicletas son para el verano), Amestoy y, algo más posteriormente, Paloma Pedrero, Ernesto Caballero, además de los autores vinculados a la creación colectiva como es el caso de Albert Boadella. Al primero de los nombrados atiende Richart en unas cien páginas, casi un libro, con apreciaciones siempre de interés acerca del autor y la época de Bajarse al moro, que, mediante dramas escritos a pie de obra, como suele decirse, supo conectar con aquella generación desnortada que vivió los movidos 80 bajo el signo de las libertades más radicales, entre ellas incluso la de poder autodestruirse.

El libro de Rodríguez Richart se completa con otros ensayos sobre autores menos conocidos, por no decir inéditos en cuanto a su dimensión escénica: Lidia Falcón, cuyo teatro es sin duda un buen testimonio de los avatares del feminismo más radical de aquellos años; un Premio Lope de Vega desconocido para muchos, Lorenzo Fernández López, más conocido por Lorenzo F. Carranza, y Miguel Ángel Asturias, con su teatro mágico. En el análisis de todos ellos –ponderado y riguroso– deja su sello de gran profesor e investigador, al que acaso no haya dejado de favorecer una circunstancia que en otros pudiera antojarse una clara desventaja: su alejamiento de España, un alejamiento que sólo ha sido geográfico, pues el amor a su tierra se trasluce en cada una de las páginas de este libro, en las que subyace siempre un gran amor al teatro: caballero de “justas hispánicas” lo define otro hispanista de raza, el querido amigo Jacques de Bruyne, en el empático prólogo que ha puesto a este libro que he tenido el placer de comentarles.

 

 

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