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2.2 · Don Ramón María del Valle-Inclán: una recreación escénica fallida de su vida y su obra por José Antonio Durán Iglesias y Alberto Castilla.


Por Jesús Rubio Jiménez
 

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Ilustración


Don Ramón María del Valle-Inclán: una recreación escénica fallida de su vida y su obra por José Antonio Durán Iglesias y Alberto Castilla.

Jesús Rubio Jiménez
Universidad de Zaragoza

 

En 2016 se cumple el 150 aniversario del nacimiento de don Ramón María del Valle-Inclán, reconocido hoy como figura imprescindible en la historia literaria española del siglo XX y, en opinión de muchos, el mayor renovador de nuestra escena durante el siglo pasado. Sin embargo, la historia de la recepción de sus obras –y de modo particular su teatro– está llena de episodios que muestran cuán arduo ha sido el camino recorrido hasta su reconocimiento, primero en vida porque sus propuestas chocaban con el adocenado gusto del público habitual en los teatros y después por otra serie de circunstancias que dificultaron enormemente su llegada natural a los escenarios españoles. El resultado es que, cuando se trata de reconstruir la vida escénica del teatro valleinclaniano, los avatares sufridos por sus dramas resultan variadísimos y acaban aflorando con pertinacia sucesivos estrenos fallidos tanto de sus dramas como de dramaturgias creadas para homenajearlo haciendo visibles su personalidad y su legado.

Una vez desaparecido el escritor el 5 de enero de 1936, se encadenaron diversos hechos que explican lo sucedido. Se pusieron muchas dificultades a los intentos de homenajearlo desde su propia familia, controlada por Josefina Blanco, despechada tras su divorcio con el escritor, pero administrando ahora con mano férrea los derechos de sus obras. Es bien conocida su negativa a autorizar el montaje de Los cuernos de don Friolera que, no obstante, llegó a representarse como un homenaje al escritor gallego promovido por gentes del mundo de la cultura. El estreno tuvo lugar el 14 de febrero de 1936 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid por la agrupación de aficionados “Nueva Escena”, que dirigían Rafael Alberti y María Teresa León. Entre los espectadores se encontraban Federico García Lorca, Halma Angélico, Francisco Vighi, José Luis de Benito, Elisa Risco o Luis Cernuda. Faltaron, sin embargo, Antonio Machado o Manuel Azaña a quienes había disuadido Josefina Blanco (Dougherty, 2003: 199-221). Sostuvo esta con tenacidad la existencia de una supuesta carta de don Ramón donde prohibía que se representaran sus obras, acometida de temores incomprensibles (Rubio Jiménez y Deaño Gamallo, 2011: 183-213). Nadie ha visto este documento ni tiene mayor sentido en su existencia llevando varios años divorciados cuando falleció el escritor.

 Después, el estallido de la guerra civil y el régimen dictatorial surgido de la derrota de la Segunda República española, complicaron aún más la situación, quedando su teatro prácticamente silenciado durante años hasta que la acción combinada de sus éxitos internacionales con la de los teatros de ensayo y universitarios españoles fueron poniéndolo otra vez en pie en los escenarios con sus más y sus menos. A grandes trazos, lo ocurrido ya es bastante conocido, pero quedan por describir todavía episodios de este proceso de recuperación de su normalidad escénica (García Lorenzo ed., 2006; Rubio Jiménez coord., 2011; Santos Zas coord., 2011).

Las batallas por la renovación teatral –como las de cualquier otra guerra– se libran con mucha frecuencia fuera de los escenarios; y más todavía en regímenes políticos dictatoriales, que temen –como era el caso– cualquier crítica y muy en especial las realizadas públicamente como las teatrales. Para evitarlo se creó un férreo sistema de censura que se mantuvo operativo a lo largo de años, hasta la llamada transición política (Aznar Soler, 1990; Muñoz Cáliz, 2005, 2006, 2011). Muchos fueron los estrenos frustrados por los censores y también por la peculiar manera con que Carlos Valle-Inclán administraba la difusión de las obras de su padre. Se reservaba siempre la última palabra en las autorizaciones, asesorado por José Tamayo, que ejerció un interesado dominio sobre el teatro valleinclaniano, firmando contratos exclusivos con sus administradores con lo que se garantizaba no solo estrenar los dramas cuando le conviniera sino que otros no se le adelantaran. Aplicó a sus montajes la grandilocuencia habitual de sus puestas en escena, vaciando de sentido en cierto modo los textos valleinclanianos (Abuín, 2011).

 

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