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2. VARIA

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2.4 · Lo absurdo en El desvarío de Jorge Díaz


Por Eman Ahmed Khalifa
 

 

3.4. Lo absurdo del lenguaje

El lenguaje, de acuerdo a la definición de la semiología, es un sistema de signos organizados y estructurados de tal forma que sirven para establecer la comunicación entre dos o más personas. La literatura, como fenómeno artístico, se ha caracterizado por el uso deliberado del lenguaje con el fin de llevar al hombre ciertas ideas en particular. Intenta, por medio del lenguaje, reflejar las costumbres, vicios, flaquezas, problemas y angustias de una época contemporánea al autor (Véase Aguilú de Murphy, 1989, 151).

Como el teatro del absurdo no está interesado en dar información o presentar los problemas y destino de los personajes, como no expone tesis alguna ni discute cuestiones ideológicas, no está, por lo tanto, interesado en representarnos acontecimientos, en narrar las aventuras de los personajes, sino en representar una situación básica individual. “Es un teatro de situaciones frente a un teatro de sucesos hilvanados y por tanto emplea un lenguaje basado en patrones de imágenes concretas, no un lenguaje discursivo y argumentador” (Esslin, 1966, 304).

El teatro absurdista emplea un lenguaje que aparece cada vez más en contradicción con la realidad. En vez de reflejar o representar al ser humano como persona capaz de actuar para poder transformar la realidad en la que vive, nos enfrenta a un sujeto ridículo e impotente ante sus propios problemas. El escritor del absurdo siente profundamente la falta de comunicación y el aislamiento que se han ido pronunciando y manifestando en el hombre como consecuencia de la industrialización y de la vida enormemente mecanizada de la sociedad moderna.

La palabra en el teatro del absurdo ha perdido todo significado. El lenguaje como tal ya no expresa lo fundamental de los sentimientos, emociones y sueños humanos. “Todo el teatro de Jorge Díaz aparece caracterizado por su manejo de los registros lingüísticos, perfectamente adaptados al uso del lenguaje propio de cada contexto y de cada psicología” (Ballesteros, 1994, 26). Los diálogos de El desvarío, igual que los de cualquier otra obra absurdista, forman parte del contexto del lenguaje absurdo. Estos diálogos, truncados y a veces incompletos, apuntan hacia la incomunicación humana. Jorge Díaz plantea una devaluación del lenguaje representada en diálogos sin sentido, incoherentes e ilógicos:

Roberta.– […] (A Lucas.) Eres mi psicópata preferido.
Andrés.– Creí que era su guardaespaldas.
Roberta.– Para tener guardaespaldas hay que tener espalda, y la mía es flaca, impresentable. He decidido tener guardapechos, porque los que tengo valen su peso en oro. ¿Saben a cuánto está el kilo de silicona?
Andrés.– No tengo idea, por lo menos como el kilo de espárragos.
Roberta.– Exactamente, aunque ahora no estamos en la estación (Díaz, 2001, 41).

Así, el lenguaje deja de funcionar como medio de comunicación. El que escucha en muchos casos no comprende lo que se le dice y al responder no logra dar una contestación lógica y acertada, sino que llega a manifestar su propio vacío espiritual. Otro ejemplo de ese lenguaje incomunicable lo encontramos en el siguiente diálogo:

Roberta.– […] He vivido algo así como 50 vidas […] ¿Y tú?
Andrés.– ¿Yo, qué?
Roberta.– ¿Eres vegetariano?
Andrés.– No me acuerdo, pero en mi carnet no dice nada.
Roberta.– Tienes cara de haber hecho voto de castidad (Díaz, 2001, 34).

El diálogo que nos presenta el dramaturgo deja de ser diálogo por la falta de comunicación entre los seres humanos. El escritor utiliza en la escena un lenguaje que, por no comunicar nada ni expresar ninguna reflexión, muestra al hombre en un mundo sin sentido. Por medio de la obra, Díaz proyecta en el escenario la dificultad que existe en la sociedad moderna para llegar a comunicarse. En este teatro no se pretende desarrollar psicológicamente a ningún personaje y mucho menos contar una historia. Sólo vemos a seres que, más que humanos, son muñecos de su propia vida absurda. El lenguaje, de esta forma, viene a reforzar esa idea del ser humano como una marioneta atrapada en su propio destino. He aquí otro ejemplo:

Andrés.– […] ¡Quiero ser normal!
Sole.– ¿Y qué es normal para ti?
Andrés.– Tener cien millones en el Banco.
Sole.– ¿Y para qué quieres tanto dinero?
Andrés.– Para pagarte la pensión alimenticia y el colegio de los niños. Desde que nos separamos que me robas una fortuna todos los meses. Estoy en la ruina, tengo que disfrazarme de ginecólogo para poder verte. Te niegas a que visite a los niños. ¡Eres una arpía derrochadora!
Sole.– Te has equivocado de escena, de arpía y de niños. Yo lo único que tengo son dos gatos.
Andrés.– De todos modos, no podré seguir pagándote la pensión para los gatos. Mis huevos han bajado mucho.
Sole.– ¿Y qué te ha dicho el médico? ¿Es operable? (Díaz, 2001, 37).

Como se ve, la conversación se ha transformado en banal y carente de significación. Los personajes hablan de una forma que contextualmente aparece ante nosotros ilógica y absurda. Sin embargo, en términos gramaticales tenemos oraciones completamente correctas. El lenguaje verbal como vehículo de comunicación que no conduce a nada, a ningún lugar, es empleado con maestría por Jorge Díaz. En El desvarío, el lenguaje se reduce a una mera charla sin significado y aparece en contradicción con la realidad.

En otros momentos, cuando la tensión parece apoderarse de la escena, los personajes aparentemente se enfrentan en una conversación sumamente racional. Sin embargo, la lengua se convierte de pronto en superficial y falsa. Cuando Andrés estaba hablando con Sole para solucionar la ambigüedad de su propia situación, el diálogo en vez de seguir una lógica para llegar a una conclusión, se desvía de esta forma:

Andrés.– ¡Eres una castradora, una sádica libertina! […] (Soledad se pone a llorar sin aspavientos.) ¿Y qué te pasa ahora?
Sole.– No me gusta que me grites (…) Me asusta. Me recuerdas a mi padre.
Andrés.– ¿Qué tiene que ver? ¡Yo no soy tu padre! ¿O tuviste alguna relación incestuosa con tu padre?
Sole.– No, pero tus gritos son iguales a los de él.
Andrés.– Repite: “No eres mi padre”.
Sole.– No eres mi padre.
Andrés.– ¿Soy gordo?
Sole.– No
  […]
Andrés.– ¿Huelo mal?
Sole.– No.
Andrés.– Entonces, no soy tu padre.
Sole.– Eso parece. (Díaz, 2001, 10-11).

Este diálogo es un ejemplo de la mecanización del lenguaje, ya que la falta de un tema sólido hace que la conversación sea automática y trivial. Los personajes se expresan a través de frases simples y breves, con palabras comunes del hablar diario. Sin embargo, esas palabras, insertadas en oraciones gramaticalmente simples pero semánticamente incongruentes, dan la idea de locura. En el teatro del absurdo, el lenguaje ha perdido su sentido original de herramienta de entendimiento entre las personas. El sinsentido del lenguaje aparece perfectamente a lo largo de los diálogos de la obra:

Roberta.– Estoy anonadada.
Lucas.– ¿Qué es anonadar?
Andrés.– Nadar con el ano.
Lucas.– Yo nací en un ano bisiesto.
Roberta.– Hay algo que no comprendo cariño.
Lucas.– ¿Qué es lo que no comprendes?
Roberta.– La ley de la gravedad, el teorema de Pitágoras y la cuadratura del círculo. (Díaz, 2001, 43).

Este diálogo es un importante ejemplo de uno de los temas desarrollados en el teatro del absurdo: la falta de comunicación que prevalece en la sociedad moderna. La vida, rápida y mecanizada, ha quitado al hombre su capacidad de comunicación con otros seres humanos. El dramaturgo, consciente de esta realidad, presenta en su obra, por medio del lenguaje, el problema de la falta de comunicación. Díaz muestra que, como consecuencia de la mecanización que ha transformado a la sociedad, el lenguaje también se ha convertido, a su vez, en algo mecánico. Las palabras que se emiten carecen de contenido. Al ser incapaz de mantener ningún tipo de comunicación dialéctica por medio de la palabra, el hombre se mueve dentro de un mundo ajeno a su propia realidad, en una sociedad que, para él, no sólo es muda, sino también sorda a sus problemas. En un ambiente como ese, le es imposible aprender a comunicarse por medio del lenguaje.

La explotación del cliché, dichos y frases hechas, abundantemente usado en el absurdismo, aparece también en El desvarío. Con un efecto más localista, Díaz utiliza muchos refranes recurrentes, tales como: “¡Los eunucos siempre le echan la culpa al empedrado!10; “El cornudo es el último de enterarse” (Díaz, 2201, 38). En el teatro del absurdo, la función del cliché es dual: o demostrar al espectador la ineficaz de las frases gastadas a las que tanto se aferra un personaje u ofrecerle lo estereotipado bajo una luz nueva, enmarcándolo en una situación cargada de irracionalidad (Véase Castedo-Ellerman, 1982, 127). Además, encontramos toda una variedad de frases hechas y locuciones verbales como, por ejemplo: “Parece una tomadura de pelo” (Díaz, 201, 5); “Para hacerme humo”11 (Díaz, 2001, 10); “andando en pelotas”12 (Díaz, 2001, 21) y “me entraba por una oreja y me salía por otra” (Díaz, 2001, 25). Estos dichos forman parte importante del registro coloquial que utiliza el dramaturgo. El teatro de Díaz es la expresión escrita de un escritor consciente de la paradoja en la que vive el hombre. Mediante el uso muy cuidado del lenguaje, el escritor logra comunicar lo incomunicable: la condición degradante a la que está sometido el ser humano por la sociedad moderna.



10 El significado de este dicho figura de esta forma en el Diccionario de dichos y frases hechas de Alberto Buttrago: ‘Echar(le) la culpa al empedrado: Buscar excusas inútiles para justificarse. Las caídas podrían ser culpa de las piedras alguna vez, pero no siempre’ (Buttrago, 2014, 222).

11 “Desvanecerse. Desaparecer, el humo es el último resto de algo que existía y también acaba desapareciendo” (Buttrago, 2014, 353).

12 Es de origen chileno. Significa ‘Andar desnudo de la cintura para abajo’ (En línea: etimologías .dechile.net/?pelota (Consulta: 13/01/2015).

 

 

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