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5. GRABACIÓN Y ANÁLISIS DE UN ESPECTÁCULO

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5.1 · En un lugar del verso: el Quijote de Ron Lalá


Por Héctor Urzáiz
Universidad de Valladolid
 

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Pero Feliciano se pondrá enseguida a hablar de poesía con el conde Enrique; y ahí las pullas ya van contra “aquel grave poeta” que dio en hablar de “cítaras de plumas”, es decir, Luis de Góngora, que así se nombra aquí al autor de la Soledad Primera.

Será casualidad (¿o no?) todo este cruce de intertextualidades literarias áureas que tan indiscretamente desvelamos, pero no se nos negará que parece un enredo del azar bastante sospechoso: Lope y Tirso, Góngora, burros y molinos…

Y es que, vive Dios que son dados a la osadía y la irreverencia estos bellacos. Permítasenos, antes de entrar en materia quijotesca, evocar la prehistoria de Ron Lalá y algunos de los juguetes cómicos de los proto-ronlaleros más aúreos, los más afectos (en el buen sentido, queremos pensar, pese a lo que las apariencias indican) a Calderón y compañía… Y es que allá por octubre de 2000, una “compañía de teatro de palo” llamada Trujimán (que decían nacida para esta concreta ocasión y que presagiaban “acaso muera en ella”) se plantó en mitad de la celebración de un congreso sobre Calderón en Europa, que se celebraba en la Universidad Complutense para poner en escena un espectáculo titulado nada menos que… Folla a Calderón [Fig. 2].

Claro, no pudieron por menos que advertir, en esta nota a pie de página del programa de mano que reproducimos a continuación, que el provocativo título de aquel popurrí de jácaras y entremeses aderezados con música (es decir, folía) tenía una explicación, ya que el diccionario de la Real Academia Española recoge el sustantivo folla como: [Fig. 3].

Ron Lalá (o Trujimán entonces, donde estaban Álvaro y Pablo Tato, Juan Cañas y Rodrigo Díaz, todos ellos ronlaleros) y las notas a pie de página: todo un clásico –nunca mejor dicho– y marca de la casa, que han perfeccionado llevando a las tablas con gracia el procedimiento filológico de explicar por medio de notas los pasajes dificultosos del texto. Y ya entonces iban unidas esas notas a la música, otro elemento esencial desde sus principios3.

Nos dan pie las notas al ídem para hablar ya del Quijote ronlalero, más allá de estas anécdotas, casualidades y curiosidades, porque en este espectáculo hay algunos momentos de los más divertidos en torno al mucho juego escénico que pueden dar esas notas filológicas (verbales) a pie de página. La notita lexicográfica de aquella Folla a Calderón de Trujimán estaba impresa, como decíamos, en el programa de mano, y justamente por ahí vamos a empezar.

El programa de mano correspondiente al estreno de En un lugar del Quijote en el Teatro Pavón de Madrid (diciembre de 2013) contenía algunas apelaciones al carácter divulgativo de un montaje que se anunciaba como “un espectáculo para todo el mundo [a partir de 6 años]” y que se insertaba en el programa “Mi primer clásico”, impulsado por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. En efecto, en plena campaña navideña, el Pavón estaba poblado de familias con niños de corta edad (quizá demasiado para lo que el montaje plantea).

Un programa de mano posterior, y ya mucho más elaborado, de En un lugar del Quijote, mantenía el sello del mencionado programa pedagógico de la CNTC (y la advertencia de que estamos ante una “versión libre de la novela de Miguel de Cervantes”) pero no así el reclamo al público infantil “a partir de 6 años”. No sabemos si desde su estreno hasta el presente habrá cambiado en algo la percepción por parte de la compañía de la conveniencia de una vinculación tan explícita con el teatro para niños, pero la recepción de En un lugar del Quijote está presidida por la cuestión de si nos encontramos ante una adaptación infantil, colegial o divulgativa.

Basta, para hacerse una idea cabal, con leer a los críticos teatrales en las reseñas de los periódicos. “Intrigará a los mayores y fascinará a los pequeños”, anunciaba Javier Villán (2013, 41). “Vi la función en una matinal de domingo, con mucho público infantil y adolescente, y las risas y los silencios estaban en su sitio, y daba gusto mirar al escenario y mirar luego sus ojos prendidos”, se complacía Marcos Ordóñez (2014, 18). En cambio, Carlos Toquero advertía sombríamente de que “es un peligro hacer una representación exclusiva para jóvenes que no han leído el Quijote” (Toquero, 2015, 20).

Más ponderado y ajustado a la naturaleza de En un lugar del Quijote nos parece el juicio de Javier Vallejo, quien lo define como “un afortunado juguete cómico, lírico y metateatral, para todos los públicos” (Vallejo, 2013, 8). Además de situar el montaje en sus parámetros genéricos (los del juguete cómico, de tintes vodevilescos pero característico del género chico español y el teatro por horas), Vallejo pone un buen ejemplo de esa multiplicidad de lecturas al hablar del gag del baciyelmo (“una bacía es una palangana / con una abertura semicircular…”), la divertida “lección semántica cantada” que recibe Sancho Panza cuando porfía sobre la verdadera naturaleza del yelmo de su señor:

Su destinatario último es el jovencísimo público que abarrota el teatro, pero también el espectador adulto que de inmediato recuerda la perplejidad con que de niño descubrió ese vocablo, la explicación que hubieron de darle y las 1.000 palabras de sentido oscuro con las que sigue encontrándose al zambullirse en los clásicos. (Vallejo, 2013, 8)

En efecto, ese es también el terreno en que se mueve En un lugar del Quijote, una propuesta teatral con cierta vocación didáctica (apreciable por ejemplo en las labores de asesoría pedagógica desempeñadas por Julieta García-Pomareda y Julieta Soria, o en la guía didáctica que tiene Ron Lalá en su web), vocación que no necesariamente ha de vincularse solo con el público infantil o las sesiones matinales de jóvenes escolares y frente a la cual hayan de decepcionarse “los que han leído el Quijote”, una suerte de exquisitos que encontrarán esta “versión cachonda y caricaturesca” demasiado inclinada al morcilleo de actualidad (Toquero, 2015, 20). Se refiere tal vez el crítico a pasajes como el de los duques, que sirve aquí para que la duquesa ronlalera se acuerde de “su prima, la duquesa gaditana” y otros personajes de la prensa rosa, o a toda la veta chocarrera que monopoliza Sancho, capaz de trastocar infinitamente el nombre de Micomicona (“Meticona…, Metadona…, Maradona…, Mercadona”), llamar a Dulcinea “sobada [por soberana] señora”, cambiar chuscamente “oxte” por “ostia”, abusar del “Oh, hideputa”,  o hacer toda una serie de chistes de trazo grueso con el escatológico episodio en que el escudero conoce el miedo de cerca (las vomitonas, su olor “no precisamente a ámbar”…). Pero, al fin y al cabo, no olvidemos que casi todo ello lo respalda el texto cervantino; como señala en el video del making off de En un lugar del Quijote el dramaturgo Álvaro Tato, responsable del texto, “lo bueno de esta obra es que es como la mitología: no hace falta salir del Quijote, lo tienes todo dentro“.



3 Marcos Ordóñez señala que “[En un lugar del Quijote] no se vende como tal, pero es un musical. Más de diez canciones y varios pasajes instrumentales, igualmente estupendos. Casi diría que no se nota cuando cantan porque lo hacen con la misma energía y naturalidad con que hablan” (2014, 18).

 

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