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NÜM 4

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7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

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7.1 · PAULINO AYUSO, José, Drama sin escenario. Literatura dramática de Galdós a Valle-Inclán, Madrid, Antígona-RESAD, 2014, 329 pp.


Juan Pablo Heras González
 

 

Portada del libro


PAULINO AYUSO, José, Drama sin escenario. Literatura dramática de Galdós a Valle-Inclán, Madrid, Antígona-RESAD, 2014, 329 pp.

Juan Pablo Heras González
Dramaturgo y profesor


Drama sin escenario. Libro sin autor. Perdimos en mayo de 2013 a José Paulino Ayuso: nos lo robó un cáncer fulminante que se interpuso en su camino sin avisar. Unos meses antes entregó el manuscrito completo de este libro a Ediciones Antígona, pero sus manos no vivieron para tocar un ejemplar impreso. Y ahora nosotros y las generaciones venideras podremos seguir disfrutando, en una forma extraña y quebrantada, de su inolvidable labor de docencia, en la que se entregó durante años en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Una misión rota pero al fin no imperecedera. Como la obra de los grandes escritores españoles del primer tercio del siglo XX que optaron por un teatro imposible, a quienes va dedicado este libro.

Drama sin escenario se inicia con un entrañable prólogo de Javier Huerta Calvo, en el que rememora la figura del profesor Paulino y explica con rigor y afecto cómo le devolvió la dignidad al adjetivo “universitario”. Enseguida cede la palabra al autor, que en la sucesión de una “Presentación” y una “Introducción” despliega, con su habitual estilo ponderado y preciso, el plano del país que el lector va a recorrer: las obras que conocidos autores del primer tercio del siglo XX propusieron a la escena española, que no supo convertirlas en espectáculos a la altura de sus aspiraciones. A la mayoría de dichos autores se les podría ubicar en la “Generación del 98”, si no fuera porque Paulino consideraba esta etiqueta inútil, en lugar de una consideración más amplia del Modernismo, entendido desde la percepción de su propio tiempo, irreductible a los estrechos cuellos de los cisnes.

Enumeremos en primer lugar a los autores cuya obra dramática es analizada con más detalle en el libro. Son, entre otros, los siguientes: Benito Pérez Galdós, Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno, Ramón Gómez de la Serna, Jacinto Grau, Azorín, Antonio y Manuel Machado, Pío y Ricardo Baroja y, finalmente, Ramón del Valle-Inclán. Asumiendo que solo el teatro del último de ellos ha generado una bibliografía realmente ingente, podemos afirmar que Drama sin escenario resume todo lo que la investigación ha aportado hasta la fecha sobre estos autores en un género no dominante en el conjunto de sus obras (a excepción de Grau y Valle). Los autores que sí triunfaron en los escenarios, como Benavente o el matrimonio Martínez Sierra, no son ignorados, pero aparecen solo en proporción a aquella magra parte de su obra que de verdad contribuyó a la renovación estética del teatro de su tiempo. En conjunto, Paulino evalúa una amplia recopilación de las aportaciones de distintos estudiosos y además aporta su propio juicio acerca de la naturaleza y el valor de las piezas que estos autores publicaron. El análisis de Paulino, agudo, razonado y convenientemente confrontado con los textos, se basa en argumentaciones de digestión lenta pero indiscutible solidez, lo que hará de este libro una referencia inexcusable en el estudio de la literatura dramática española de este periodo.

El concepto de “drama sin escenario” parece exclusivo del siglo XX. Salvo por el conspicuo caso de Cervantes, no resulta fácil, a simple vista, encontrar autores anteriores de renombre cuya obra dramática no tuviera repercusión en escena. El fenómeno fundamental que da lugar a la disociación entre escena y literatura dramática está ligado a la aparición de los “teatros de arte” a principios del novecientos, como fruto de una influencia europea emparentada con el simbolismo, y luego con la irrupción de las vanguardias. Tal divorcio, más significativo que en otras artes, podría deberse a las pesadas condiciones pragmáticas de la producción teatral, que se resisten con más fuerza al cambio estético que el mercado editorial o el de las artes plásticas. Sin embargo, Paulino establece como hitos de la ruptura entre teatro renovador y escena decadente (“cierta batalla entre la Gente vieja y la Gente nueva”) el estreno de Electra, de Pérez Galdós, en 1898, y la discutida concesión del Premio Nobel de Literatura a José de Echegaray, en 1904. El caso es que la disyuntiva entre “teatro de consumo y representado” y “teatro renovador y alternativo no representado” se ensancha según avanza el siglo. Y la discusión en torno a la vigencia o superación del realismo late de fondo en todo momento.

Tras recuperar del olvido el teatro de Ganivet (y en menor medida de Ramiro de Maeztu o José Francés), Paulino dedica un profundo análisis a la obra teatral de Unamuno, a la que atribuye una indudable modernidad que “reside básicamente en su dimensión intelectual, en la sintonía con los modelos de la crisis del pensamiento contemporáneo”. Pese a su fracaso escénico, Paulino reivindica que sin sus obras “el relieve teatral de la época quedaría recortado”, y que “realizaciones dramáticas posteriores más logradas remiten, si no recurren directamente, a aspectos propuestos ya por los dramas de Unamuno”.

Cuando aborda el poliédrico caso de Ramón Gómez de la Serna, al que ya le dedicó su monografía La vida dramatizada (Editum, 2012), Paulino se apresta a domar el caos y, sin obviar un análisis detenido de sus obras, consigue definir certeramente su “modelo dramático” en unas pocas líneas: espacios cerrados o extraños, ambientes crepusculares, personajes irreales o imprecisos, falta de acción. Paulino, con Sobejano, rebate la habitual adscripción de Gómez de la Serna al cubismo para asociarlo más bien al expresionismo. En todo caso, la modernidad que implica imponer un “tratamiento antirrealista en una situación realista” en obras como Los medios seres (la única que estrenó en vida, en 1929) explica que el teatro de Gómez de la Serna pueda vincularse con tal facilidad a todos los movimientos de vanguardia de su tiempo y a la influencia de las ideas de Ortega y Gasset a propósito de la deshumanización del arte.

Es este concepto de “deshumanización” uno de los más iluminadores para entender la obra de Jacinto Grau, que es descrita con sumo detalle, con especial atención a su texto más logrado, El señor de Pigmalión. El juicio que finalmente establece sobre el conjunto de sus obras, una vez evaluada cada una de ellas, es negativo, no solo por los “desequilibrios que lastraban su obra”, sino porque, dentro de su voluntad de ruptura, no supo “encontrar un lenguaje dramático adecuado”.

Azorín, al que califica de “guerrillero de la renovación”, destaca más por sus inquietudes que por sus logros. Con el afán de superar los clichés neorrománticos, trató de asumir postulados simbolistas o vanguardistas, y de incorporar a su obra los descubrimientos del psicoanálisis freudiano, al igual que los hermanos Machado, cuya tendencia a la introspección es casi el único rasgo que separa sus obras de la rutina convencional. Más sorprendente resulta el curiosísimo redescubrimiento de la obra teatral de los hermanos Baroja, en especial la distopía de Ricardo El pedigree, “comedia futurista y sátira a algunos principios y conceptos de la ciencia biológica aplicada a la eugenesia”.

Mucho más familiar nos resulta la obra de Valle-Inclán, a la que va dedicado el último capítulo. En este caso, Paulino trata, más que de redescubrir o reivindicar, de aportar su punto de vista a cuestiones mucho más discutidas por los especialistas. Por ejemplo, defiende que Valle parte del simbolismo para superarlo y que el esperpento es más una estética que un género. Además, entroniza el teatro como columna vertebral de la escritura de Valle al atribuirle “una visión artística generalmente teatral”, tanto a aquellas de sus obras que genuinamente pertenecen a este género como a todas las demás.

Drama sin escenario resultará imprescindible para todo aquel que quiera entender el distanciamiento entre escena y literatura dramática en España, no solo en el primer tercio del siglo XX, sino en lo que vendrá después. Al mismo tiempo, quedará como doble testimonio: por un lado, de que casi todas las grandes plumas de la Edad de Plata se interesaron a fondo en el teatro; por otro, que la destreza como estudioso y crítico de José Paulino Ayuso no tenía nada que envidiar a su insuperable legado como profesor.

 

 

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