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NÜM 4

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7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

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7.3 · DOMÉNECH, Fernando, El teatro del exilio. Madrid, Cátedra, 2013. (Ed. Fernando Doménech).


Ignacio Amestoy
 

 

Portada del libro


DOMÉNECH, Fernando, El teatro del exilio. Madrid, Cátedra, 2013. (Ed. Fernando Doménech).

Ignacio Amestoy


A las 10 de la noche, del día 10 de octubre, del mes 10, del año 10 del nuevo siglo murió Ricardo Doménech. Con su gran sentido del humor, puede parecer que el maestro tenía preparada con precisión esta partida, que hubiera gustado a su admirado Juan-Eduardo Cirlot, el autor de un obra muy apreciada por él, Diccionario de símbolos. El diez, el número de la perfección, el símbolo de la realización espiritual.

Sólo una cuestión dejó pendiente Ricardo: un libro, El teatro del exilio, editado tras su muerte por Cátedra. Ricardo murió antes de poder concluirlo. Julia Doménech, hija de Ricardo, quiso que el libro se acabara, y consideró que nadie mejor podría hacerlo que Fernando Doménech, al que, a pesar del apellido, no le unía otro vínculo con el autor, lo que no era poco, que ser colaborador atento del maestro durante muchos años y en muchas aventuras. Entre estas aventuras, una muy significativa, el ser partícipe primero y continuador después de la revista Acotaciones, que Ricardo fundó en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD) y que Fernando dirige ahora prosiguiendo ejemplarmente la labor. Por su parte, la editora de Cátedra, Josune García, facilitó que el libro póstumo de Ricardo Doménech llegara a existir gracias a la edición de Fernando Doménech, profesor doctor de la RESAD, uno de nuestros más destacados investigadores sobre teatro español, especialmente del siglo XVIII, y autor de reconocidos trabajos en la emblemática editorial.

Sin duda, Ricardo Doménech era un autor de Cátedra, y su editora ha hecho el milagro de la publicación póstuma de El teatro del exilio. En los años ochenta, al pairo del montaje de La casa de Bernarda Alba, de José Carlos Plaza, en el Teatro Español, regido entonces Miguel Narros −colega como profesor, de Doménech en el Teatro Estudio de Madrid, el TEM de William Layton o Ana Belén, cuando corrían los sesenta, y luego en la RESAD−, Ricardo organizó diez conferencias sobre Lorca y su obra. Participaron, ni más ni menos que: Ricardo Gullón, Rafael Martínez Nadal, Ian Gibson, André Belamich, Eutimio Martín, Francisco Induráin, Miguel García Posada, John Crispin, Marie Laffranque y él mismo. Aquel era un material excepcional que había que conservar. Y gracias a Cátedra se conservó. Tras Lorca vinieron Lope y Buero, con El castigo sin venganza y El concierto de San Ovidio. Y de nuevo Cátedra editó otros dos imprescindibles volúmenes con las conferencias de los más prestigiosos especialistas de Lope y Buero. Cátedra y Ricardo se hermanaron definitivamente.

Ricardo murió sin haber culminado su más ansiado proyecto, El teatro del exilio, sobre el que había trabajado una gran parte de su vida, y Josune García, por encima de los plazos que solemos los seres humanos poner a nuestros planes, hizo posible que Fernando Doménech realizara la edición del libro, completándolo de manera admirable, como él suele hacer las cosas. Julia Doménech, la muy querida hija de Ricardo, dio su consentimiento y su apoyo a la labor que la editora quería ver acabada también como reconocimiento al maestro.

Tras cursar Periodismo e interesarse por el Arte Dramático, comienza su intensa labor como crítico, ensayista y docente. En 1966, publicó con la editorial de Cuadernos para el diálogo su libro El teatro, hoy, doce “crónicas” a través de las cuales analizaba el arte dramático del momento, de Brecht a Osborne, sin dejar de anotar los ecos perdurables de Valle-Inclán. Como docente, formó parte del equipo que llevó adelante el recordado Teatro Estudios de Madrid (TEM). Junto a Miguel Narros, como se ha indicado, William Layton, Maruja López, Alberto González Vergel, Maruchi Fresno y otros profesores y profesionales, será maestro de una generación encabezada por Ana Belén, José Carlos Plaza, Francisco Vidal o José Luis Alonso de Santos. Al tiempo, comienza su labor en España y en Norteamérica, en universidades como Middlebury, Vanderbilt, New York School of Education, Colgate o Hamilton. Notabilísimo cuentista, sus libros La rebelión humana, Figuraciones, Tiempos, La pirámide de Khéops y El espacio escarlata han dejado una profunda huella en nuestra narrativa. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense, fue catedrático de Dramaturgia en la RESAD y su director en dos ocasiones, dejando su impronta de rigor y excelencia en la tarea de adecuar los estudios de teatro a la contemporaneidad.   

En la parcela en la que Ricardo Doménech dejó su más destacada influencia ha sido en el terreno de la crítica. En revistas como Triunfo, Cuadernos para el diálogo, Primer Acto o Cuadernos Hispanoamericanos. Y en monografías que hoy resultan imprescindibles. La aparición de su obra El teatro de Buero Vallejo, una meditación española significó un auténtico acontecimiento. Más tarde, sus trabajos se concentraron fundamentalmente en Valle-Inclán y García Lorca. En 2008 publicó García Lorca y la tragedia española, un estudio que es un punto de inflexión en el análisis de la obra del dramaturgo granadino. Y junto a los estudios de Buero, Valle-Inclán y García Lorca, sus trabajos sobre el teatro del exilio, teniendo a Alberti, Max Aub y Morales como arietes, trabajo culminado ahora con la publicación de El teatro del exilio, gracias a Fernando Doménech. Sin duda, se puede afirmar que el conjunto de los estudios de Ricardo Doménech conforman un corpus teórico que analiza todo el teatro español del siglo XX. Fue director de colecciones teatrales: por la colección Voz-Imagen, de amplio eco en los años sesenta, le fue otorgado el Premio Nacional de Teatro.

Ricardo Doménech había nacido el 24 de abril de 1938, en Murcia. Vivió 72 años, de los que más de 50 los dedicó al teatro. Desde los años setenta, en la RESAD, que, como se ha dicho, dirigió en dos ocasiones. De los dos periodos en que Ricardo rigió la RESAD, el segundo fue definitivo para el desarrollo de las enseñanzas en España del Arte Dramático, en general, y del propio centro, en particular. Tuvo el valor de enfrentarse a la Administración del momento. A través de manifestaciones, con el grueso de docentes y discentes detrás, Ricardo consiguió que el Ministerio de Educación se decidiera a la construcción de un moderno edificio para la RESAD y, lo más importante, que −con las otras Escuelas entonces existentes en España− se incorporaran nuevas especialidades y se reformaran los planes de estudio de Arte Dramático, equiparándolos en el grado a la licenciatura universitaria. Uno de sus sueños. Que desgraciadamente no está teniendo un desarrollo adecuado.

Tras una larga enfermedad, a la que no le concedió ninguna tregua, Ricardo se nos fue. En el telar dejó a punto de entrar en las prensas de Cátedra, editorial con la que había contratado el estudio, El teatro del exilio. Y también hasta el final la docencia. En su casa continuó reuniendo a sus alumnos de los programas en España de varias universidades americanas hasta pocas semanas antes de su fallecimiento.

El teatro del exilio ha visto la luz ahora gracias a Fernando Doménech. Un Fernando Doménech que cuando en el año 2008 se le rindió homenaje a Ricardo desde la RESAD, fue el editor responsable de la publicación de Teatro español. Autores clásicos y modernos, un volumen extraordinario de quinientas páginas, en el que participó un centenar de intelectuales, desde Francisco Rodríguez Adrados a Luis Landero, pasando por José Luis Abellán y José Monleón. Asimismo, cuando Fernando Doménech comienza a dirigir la colección Biblioteca Temática de la RESAD, el primer libro que edita es de Ricardo, con obras en un acto de autores del exilio.

Fernando Doménech es un conocedor en profundidad del pensamiento y la obra de Ricardo Doménech; por eso, cuando se enfrentó con El teatro del exilio todavía en gestación, pensó “ingenuamente”, según sus palabras que la labor no le sería muy dificultosa. Y dice “ingenuamente”, no sin razón, porque como él mismo refiere, “al poco”, recuerda,

Tuve que enfrentarme a un maremágnum de papeles de muy diverso tipo, afortunadamente, distribuidos en distintas carpetas por Julia [Doménech, la hija de Ricardo], que iban desde capítulos ya redactados con muy pocas correcciones a papelitos de pocos centímetros cuadrados con alguna anotación manuscrita. Y multitud de fotocopias con flechas, tachaduras, rectificaciones, llamadas de atención, indicaciones enigmáticas... Existía, eso sí, un índice que fue la guía de mi trabajo para encontrar un camino que permitiera ordenar aquel océano de palabras.

El editor nos indica también en el prólogo del libro que corrigió algunos errores evidentes, en datos y fechas, y que redactó “algunos capítulos que estaba apenas esbozados (por ejemplo, el dedicado a Las vueltas) y he completado los que estaban a medio escribir”. Y tras anotar que no se ha permitido “escribir nada nuevo que no estuviera planeado y anotado de alguna manera por el autor”, confiesa que la mayor licencia que se ha permitido “es la de citar algunas páginas web que, en su enemistad por la informática, él [Ricardo] no habría consultado”.

Así que nos encontramos con una edición rigurosa en la que el editor, y, en muy cierta medida, coautor, ha conseguido ensamblar unos materiales que Ricardo Doménech empieza a atesorar desde el comienzo de los años sesenta a raíz de sus primeras comentarios críticos sobre obras de Casona y Max Aub. Tras una introducción sobre los primeros estudios del teatro del exilio y tras preguntarse y contestarse −afirmativamente, desde luego− si existe la literatura del exilio, Ricardo Doménech plantea trece capítulos en los que desgrana su reflexión de casi medio siglo.

Comienza por establecer las coordenadas históricas del exilio, para ofrecer a continuación una panorámica de los directores, actores y escenógrafos que con motivo de la Guerra Civil tuvieron que abandonar España. Luego, después de un capítulo emblemático en el que considera la significación muy especial de una actriz como Margarita Xirgu y su circunstancia antes del exilio y en el exilio, Ricardo Doménech nos muestra un gran retablo sobre la literatura dramática de “la España perdida” y las generaciones implicadas, dando algunas pinceladas sobre las dramaturgias de “los mayores”: Grau, María Lejárraga, Gómez de la Serna, León Felipe, Madariaga, Picasso o Castelao.

Tras este retablo que le sirve de pórtico, Ricardo Domémech aborda cinco capítulos de excepción, correspondientes al núcleo central de los dramaturgos del exilio: Alberti, Salinas, Bergamín, Casona y Max Aub. Son los autores que para Ricardo Doménech significan el santo y seña de un teatro que desgraciadamente no tuvo una continuación orgánica en la España truncada por la dictadura franquista y que, de todas formas, tuvo su desarrollo en el problemático y difícil exilio.

Los discípulos de Ricardo Doménech recordamos la insistencia del maestro en estos autores. Como botón de muestra más significativo, la repercusión de las reflexiones sobre Max Aub que Ricardo proyectó sobre uno de sus alumnos, Juan Carlos Pérez de la Fuente. Al acceder a la dirección del Centro Dramático Nacional, una de las primera decisiones de De la Fuente fue programar San Juan, de Max Aub, obra y autor que le habían sido revelados por Ricardo en las aulas de la RESAD. Detalle que no se le escapa a Fernando Doménech en su edición, destacándolo adecuadamente por su significación para el teatro español.

Tras el desmenuzamiento meticuloso en El teatro del exilio de la obra de estos cinco colosos, el autor se detiene en “otros dramaturgos de la Generación de la República”, de Dieste a Altolaguirre, pasando por María Teresa León, Carlota O’Neill o María Zambrano. Para dar paso, sin solución de continuidad, a unos de los autores que Ricardo Doménech ha estudiado y cuidado con una mayor intensidad (también desde el trato personal), José Ricardo Morales, al que el Centro Dramático Nacional, en la actual regiduría de Ernesto Caballero, otro de los alumnos aventajados del maestro, ha programado, muy recientemente, en un interesante homenaje, que, como el autor merecía, no estuvo lejos del experimento, como su propia obra. Dato que no le ha dado tiempo a Fernando Doménech para incluirlo en su edición.

En el capítulo duodécimo se trata de “otros dramaturgos de la Generación de 1936”, en el que tras referirse a autores tan significativos, primero en el exilio exterior y luego en el interior, como Álvaro Custodio, se pasa a trazar la semblanza de algunos hijos de exiliados, como el caso admirable de Teresa Gracia, y su obra Las republicanas, o José María Elizondo, hijo de exiliado y exiliado, al cabo y tristemente, él mismo también.

Hasta aquí el análisis que se ha realizado del teatro del exilio español tras la Guerra Civil, fundamentalmente centrado en su literatura dramática. Algo que se esboza en el arranque del trabajo y que viene a confirmarse después, que el teatro del exilio es creado por personalidades marcadamente acusadas que lograron imponerse a unas circunstancias muy adversas. Y la producción de estas personalidades desemboca en una gran diversidad de obras, propiciada precisamente por el aislamiento a que obligó el exilio. Pero ni la individualidad ni la diversidad merman algo que caracteriza a las tres promociones de exiliados que se superponen: la pretensión y logro de calidades admirables. Todo ello, claro, lejos de una influencia permanente común, como habría sido la convivencia de todos en un mismo espacio geográfico y en un mismo tiempo histórico.

El último capítulo, el decimotercero de El teatro del exilio, es el ya anunciado por Fernando Doménech como el “apenas esbozado” por Ricardo Doménech de Las vueltas, en el que el editor ha tenido que, haciendo suyo el imaginario de su maestro, cosa que no le sería problemática, dar cuenta de lo que pasó con los exiliados del teatro que volvieron o quisieron volver a España en el franquismo o ya, incluso, en democracia. Aunque Fernando Doménech no se para ahí... 

El capítulo se inicia con unas palabras lúcidas del propio Ricardo Doménech: “Lo que el teatro español pudo haber sido desde 1936, si las circunstancias hubieran sido otras, ya no lo será nunca”. Y la edición, a continuación, concreta de forma contundente, y yendo más allá, que
El exilio había producido un corte en la continuidad de la cultura española que no se había podio restañar tras la muerte del dictador y que con el tiempo se ha ido haciendo cada vez mayor. Se puede hablar con justicia de un eslabón perdido en el desarrollo de la cultura y el teatro español, entre las generaciones de antes de la guerra y las nuevas generaciones de finales del siglo XX y de este nuevo siglo. Y ese eslabón fue el del exilio. La vuelta a España de algunos actores, directores o dramaturgos no logró que su obra calara en una sociedad muy distinta y en la que muchos no se reconocieron.

Se da cuenta, luego de este subrayado contundente, de cómo Margarita Xirgu quiso volver en 1949 a España, y un artículo muy agresivo de César González Ruano, en línea con el intolerante régimen franquista, le hace retraerse. Vuelve Casona, cuyo sumiso regreso hace que críticos, como el propio Ricardo Doménech al ver su claudicación, descubran “con asombro el fraude de que han sido objeto”, como el editor recoge de un artículo de 1964. Las “vueltas” del teatro de Alberti y de Max Aub serán las más favorables. Alberti conoce en persona el éxito de El hombre deshabitado, mientras que Max Aub habrá muerto ya cuando se estrena de forma triunfal su San Juan.

Antes de que se cierre el libro editado por Fernando Doménech con una extensa y necesaria bibliografía, en el último párrafo del capítulo final se sentencia de manera concluyente que

El teatro del exilio −como, por otro lado, gran parte de todo el teatro español del siglo XX− se ha convertido en objeto de estudio, lejos de los escenarios para los que lo escribieron sus autores.

Preocupante eslabón que esta vez sí une el teatro de hoy con aquel teatro del exilio.

 

 

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