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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.2 · ANTONIO BUERO VALLEJO, EL HOMBRE Y SU OBRA


Por Virtudes Serrano
 

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Y, un año después, en su estreno en Barcelona, explica en El Noticiero Universal su actitud al construir la historia de los seres de su escalera:

Fue esta mirada, que no teme al amargo escondido en las cosas, atributo de las más representativas obras de arte españolas. Por español que, humildemente, no tiene miedo a mirar así, preferí escribir una sincera comedia de tendencia trágica a servir al público una divertida frivolidad más (Buero, 1994, II, 320).

Tales ideas, la de atraer al público a pesar de experimentar con nuevas fórmulas y la de presentar la realidad trágica española, se encuentran en el pensamiento del autor desde el comienzo y hasta el fin de su trayectoria.

En los siguientes estrenos (En la ardiente oscuridad, 1950; La tejedora de sueños, 1952; Madrugada, 1953; Irene o el tesoro, 1954; Hoy es fiesta, 1956; Las cartas boca abajo, 1957), como en toda su dramaturgia posterior, se observa una profunda preocupación por los problemas del hombre de su tiempo, y el propósito de volver a la tragedia, la más elevada forma de expresión dramática, al igual que en el teatro norteamericano habían hecho y estaban haciendo O’Neill, William Saroyan, Tennessee Williams y, particularmente, Arthur Miller5.

La continuidad de la cosmovisión trágica configura la esencia de un teatro cuyo propósito unificador, son palabras del autor, ha sido el de abrir los ojos a la verdad. Buen ejemplo de ese empeño es Madrugada, una obra de intriga que responde plenamente al modelo de la pieza bien hecha, pero en la que la búsqueda de la verdad articula el tema central y en la que se unen realismo y simbolismo de forma que excede la convención teatral con el público que era habitual en tales obras. Desde el propio título (Madrugada), la luz es símbolo y efecto dramático de tiempo; el amanecer dará fin a la intriga y traerá la verdad a los participantes de la historia [Fig. 5].

En su primera obra escrita ya había experimentado la dualidad realidad/símbolo y así lo explica Buero al referirse a ella en la “Autocrítica” publicada en Barcelona en junio de 1952 (Buero, 1994, II, 347):

En la ardiente oscuridad pretende plantear, dentro de un marco de apariencia realista, […] un núcleo de problemas y de pasiones del hombre en general […]. La ceguera física de mis personajes sólo es motivo o pretexto para presentar, a través de ella, “cegueras” de las que todos participamos. […]. La obra procura ser una glosa escénica de dos cuestiones fundamentales […], la de las relaciones –a veces trágicas– que se pueden crear entre la individualidad fuerte, con su razón y su insatisfacción, y las razones y pasiones de la colectividad en que vive, por un lado. Por otro, la tensión clarividente, el anhelo de “luz” y la creencia en ella, que distingue a algunos, frente a las limitadas materialidades de los más.

La fusión de elementos realistas y simbólicos es algo continuado en Buero, porque éstos son para él otro modo de manifestación de lo real, y llega a su más alta cima en La Fundación (1974). Es esta una pieza que merece pasar al canon de los mejores textos teatrales de la segunda mitad del siglo XX; en ella unió la más genuina tradición clásica española cervantino-calderoniana6, con la más cruda actualidad del momento de su escritura, y las sombrías experiencias de su encarcelamiento y condena. Tomás, el protagonista de la peripecia dramática, genera, al igual que don Quijote, un espacio de ficción porque no soporta el propio [Fig. 6]. Como Segismundo, no sabrá si sueña o vive hasta que le llegue el despertar. Los gritos de “¡Gracias Buero!” que el día de su estreno, en 1974, pudimos oír desde el paraíso del Teatro Fígaro, de Madrid, donde estaban los más jóvenes, fueron suficientemente elocuentes, como lo fueron en 1998 los largos aplausos que recibió en su reposición en el Teatro María Guerrero, cuando se percibió sin género de dudas que a La Fundación –y en general al teatro bueriano– le ocurre lo que a todas de las obras clásicas: que se comunica con el ser humano, independientemente de su tiempo; que permite a cada receptor, en cada momento, enfocar sobre aquello que le hable de sus temas, de sus temores, de sus deseos o de sus preocupaciones [Fig. 7]. Por eso, cuando Asel afirma que en cualquier lugar en el que se halle se encuentra en la cárcel, el público de 1974 lo aplicó a la opresión en la que vivía la sociedad franquista, y el de las postrimerías del siglo XX descubre la que padecen sin advertirlo los felices habitantes de este primer mundo, encerrados en una alucinación de bienestar gracias a un paisaje pintado e inmóvil7.

Los protagonistas de La Fundación son capaces de hablar a los espectadores de cualquier época de la condición humana, del verdugo que todos llevamos dentro, del inexorable relevo de poder propiciador de violencias y abusos; de la verdad, como fuente de reconciliación y de conflicto. Además, con esta pieza, Buero ofreció una muestra cumplida de lo que es un artista en las lides de la elaboración de una propuesta espectacular arriesgada, que llevó a cabo con maestría José Osuna, en el Teatro Fígaro de Madrid. Aquel ensayo participativo que fue el apagón de En la ardiente oscuridad se convierte ahora en elemento sustentador de la construcción dramatúrgica de la pieza, al quedar sumergido el público en el universo culpable y alucinado de la mente del protagonista, sin otra salida que la progresiva toma de conciencia y asunción de la realidad de este.

Pero hemos de volver a otro tiempo porque el estreno en 1958 de Un soñador para un pueblo modifica el signo estético y constructivo de la dramaturgia bueriana; el autor había permanecido fiel a unas estructuras teatrales realistas, de origen ibseniano; aunque en él, como se ha indicado, el término realismo incluye una gran riqueza de aspectos simbólicos [Fig. 8].

El desarrollo de nuevos caminos de Un soñador para un pueblo no significa un cambio radical, sino más bien el enriquecimiento de temas y elementos formales desde una evolución de carácter integrador. Sí supone un nuevo enfoque, el de la reflexión histórica entendida de forma que la consideración crítica del pasado ilumine y esclarezca situaciones actuales. En 1980 Buero resume su significado en “Acerca del drama histórico”, que se publicó en la revista Primer Acto y pasó más tarde a su Obra Completa:

El teatro histórico es valioso en la medida en que ilumina el tiempo presente, […] y nos hace entender y sentir mejor la relación viva existente entre lo que nos sucedió y lo que nos sucede. Es el teatro que nos persuade de que lo sucedido es tan importante y significativo para nosotros como lo que nos acaece, por existir entre ambas épocas férrea, aunque quizá contradictoria, dependencia mutua (Buero, 1994, II, 828)8.

La forma de estructuración del drama iniciada en Un soñador para un pueblo, las modificaciones espaciales y temporales requeridas por este teatro histórico, son utilizadas en adelante en textos que no poseen ese carácter; se acentúa igualmente en ellos la presencia del autor como director de escena implícito.

Buero había llevado a cabo con anterioridad una interesante labor de recreación y reinterpretación de historias pretéritas en Las palabras en la arena (inspirada en el episodio evangélico de la mujer adúltera), La tejedora de sueños (en el mito helénico de Penélope y el retorno de Ulises)9 y Casi un cuento de hadas (en el cuento de Perrault Riquete el del copete)10. Pero en Un soñador para un pueblo se inspira directamente en la historia de España, de la que extrae personajes o sucesos significativos que son interpretados con libertad: “Con una mirada actual. […] desde un pensamiento crítico que no acepta sin examen los tópicos históricos y que procura entrever, bajo su espesa capa, las realidades desfiguradas” (Buero, 1994, II, 828). Interesan más a Buero los aspectos internos o intrahistóricos, desde una perspectiva que logró pleno desarrollo en los autores del 98. Un soñador para un pueblo es la “versión libre de un episodio histórico”, el del motín de Esquilache, con un héroe aniquilado por la razón de estado, un símbolo que coincide con el de la luz frente a la oscuridad11; seguirán Las Meninas (1960), fantasía velazqueña centrada en la figura del genial pintor quien, sustentado en su afán por la Infanta María Teresa, se enfrenta, con la luz de su pintura, a la hipocresía general de la corte de Felipe IV [Fig. 9]; El concierto de San Ovidio (1962), donde un suceso acaecido en la Francia prerrevolucionaria vuelve a favorecer que el autor hable de la verdad a partir de la circunstancia de la ceguera [Fig. 10]. En 1970 estrena El sueño de la razón y, en 1977, La Fundación. Son estas dos nuevas fantasías, ambas con importantes efectos participativos que él describía como interiorización del público en el drama12: El sueño de la razón en la atormentada mente de unGoya sordo y asustado, encerrado entre sus pinturas negras [Fig. 11]. Larra, en La detonación, acosado por los fantasmas de su sociedad y de sus propios errores, rememora su vida en el instante anterior a su suicidio [Fig. 12]. Situadas en la primera mitad del siglo XIX, una etapa de profundas crisis sociales y políticas en España, Buero, como en tantas otras piezas, deja que se filtre su propio dolor y sus incertidumbres en una y otra: sabe que sus correligionarios cometieron atrocidades pero asume su elección política, al igual que lo hace su Goya; y, como Larra, prefiere escribir a presentar El Siglo en blanco, por lo que optó Espronceda, al ser, como él, atacado por la censura13.

En el fondo de todas estas obras subyacen siempre los temas de la búsqueda de lo auténtico y el del descubrimiento de la mentira; la intención que lo guía desde el principio: presentar a las víctimas de la injusticia y la represión; y la preocupación que motiva su tragedia esperanzada: la necesidad de que el futuro supere los males del presente que son los del pasado, como lo expresa a través de los tres tiempos de El tragaluz (1967) y de la redención por el arte de su última obra, también histórica, Misión al pueblo desierto.



5 Cuando se conocen en nuestro país los primeros dramas y las opiniones sobre el teatro de Arthur Miller, Buero escribe: “Mi satisfacción fue grande cuando, hace poco, tuve ocasión de leer un comentario escrito por Arthur Miller para su tragedia La muerte de un viajante, en el que afirmaba, frente a los que tildan a la tragedia teatral de pesimista –en todas partes cuecen habas–, que este género implica, más que ningún otro, la fe y el optimismo indestructible del hombre” (Buero, 1994, II, 589).

6 Sobre las conexiones cervantinas, puede verse el libro de Carmen Caro Dugo (1995); y para la relación entre el texto bueriano y La vida es sueño, Víctor Dixon (1999, 195-204).

7 Tal era el sentido que, en el montaje de Juan Carlos Pérez de la Fuente de 1998 en el Centro Dramático Nacional, adquirían las múltiples pantallas televisivas que hacían brillar ante el espectador fragmentos del paisaje imaginado por Tomás para cubrir la realidad de su prisión.

8 Colabora en el mismo número de Primer Acto Domingo Miras, uno de los más fieles cultivadores del teatro de origen histórico y seguidor reconocido del modelo que Buero incorpora en la segunda mitad del siglo XX (Miras, 1980).

9 La versión del mito realizada por Buero transgrediendo la caracterización tradicional del personaje de Penélope y del sentido de la historia marca una nueva forma de traslación mítica, como reutilización del ayer con sentido actual (Serrano, 2008, 17-29); así explicaba el autor la génesis de la pieza, en la “Autocrítica” publicada en ABC el día de su estreno en 1952 (Buero 1994, II, 338): “Ha nacido de la convicción de que el problema de Penélope no podía ser distinto del de las demás mujeres cuyos esposos fueron a guerrear a Troya”. Y en el texto para la escenificación de la obra en Japón, en 1964, añade: Mi “Tejedora” quiere mostrar otra cara de un mito venerable que acaso puede seguir inquietándonos: al fin y al cabo, si surgió de una guerra, también el nuestro es un inquietante tiempo de guerras” (Buero, 1994, II, 434).

10 Puede verse ahora un interesante trabajo sobre la reescritura de esta y otras piezas buerianas (Trecca, 2012).

11 De la radical atemporalidad de este texto y de sus posibilidades de recuperación y mediación en otros momentos de su reescritura, da ejemplo Esquilache, la película que, sobre la pieza de Buero de 1958, realizó Josefina Molina treinta años después, en 1988.

12 Ricardo Doménech (1993, 58) los denominó efectos de inmersión. Entre tales efectos, en sus primeras obras, se encuentran el apagón del acto tercero de En la ardiente oscuridad, la alucinación de Víctor en El terror inmóvil, el sueño colectivo de Aventura en lo gris y las visiones de la protagonista en Irene, o el tesoro.

13 Así traslada a El sueño de la razón su tensión entre la lealtad a una causa y su amor filial; y a La detonación la polémica del posibilismo mantenida con el dramaturgo Alfonso Sastre.

 

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