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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.3 · HACIA UNA TRAGEDIA FELIZ: BUERO VALLEJO


Por Javier Huerta Calvo
 

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La inspiración lorquiana: “Hay que volver a la tragedia”

Lo trágico en Buero deriva de la circunstancia ‒la “edad trágica” a la que se refiere en algún momento‒, pero también del entorno literario. Aunque no la encontremos muy citada en sus textos, en el imaginario de Buero parece haber actuado como un mandamiento la famosa declaración de Federico García Lorca a Juan Chabás cuando el estreno de Yerma: “Hay que volver a la tragedia. Nos obliga a ello la tradición de nuestro teatro dramático. Tiempo habrá de hacer comedias, farsas. Mientras tanto, yo quiero dar al teatro tragedias” (en Buero Vallejo, 1972, pp. 257-258). El desiderátum lorquiano se hizo realidad en Buero, que siempre defendió la incorporación de la tragedia al repertorio dramático español: “A nuestro teatro ‒escribía al principio de los 50‒ le faltan todavía diversas cosas. Necesita, por ejemplo, que se estrenen más dramas y tragedias” (1953, p. 387). De ahí que reconociera el mérito de aquellos autores que, incluso situados en trincheras ideológicamente opuestas, como Joaquín Calvo Sotelo ‒recuérdese La muralla, en cierto modo tan bueriana‒, o José María Pemán, habían querido aproximarse al género trágico [Fig. 2]. En el caso de Pemán alaba, por ejemplo, su importante labor como adaptador de tragedias clásicas ‒Edipo, Antígona, Tyestes‒ a fines de los 40 y primeros años de los 50:

Con estos y otros estrenos de empuje, Pemán devolvió el peso y la responsabilidad de lo trágico a una escena ‒y a una audiencia‒ obstinada en triviales monerías. Lo hizo, cierto, con la elegante mesura de quien no parece querer provocar; mas no por ello dejó de reintroducir en nuestras salas la suprema problemática de los hombres, a través de obras que no buscaban al público fácil, aunque terminasen por hallar su público (Buero Vallejo, 1975, p. 1007).

Téngase en cuenta que, por aquellos años, no eran pocas las tragedias del repertorio grecolatino que nunca se habían representado en España. De ahí que Buero, haciendo gala, además, del espíritu liberal y tolerante que siempre lo caracterizó, encareciera este esfuerzo de Pemán, un autor normalmente encasillado en el teatro de evasión y que, a la luz de este juicio recobra, para mí, un nueva dimensión.

Desde sus dos primeras obras ‒Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad‒ Buero no hizo sino aplicarse el cuento ‒“hay que escribir tragedias”‒, por más que, acaso temeroso de que el término pudiera asustar al gran público, lo eludiera en los subtítulos de la mayoría de sus obras5; subtítulos que, generalmente, son poco canónicos: glosa, parábola, relato, experimento, misterio y, sobre todo, fábula, desde Irene o el tesoro a Lázaro en el laberinto, lo cual indica, por otro lado, su deseo de traspasar los límites de la estética neorrealista, para abrirse a lo poético, lo simbólico e, incluso, lo mítico, territorios más propios del imaginario trágico [Fig. 3].

Pero daba igual; la tragedia estaba siempre ahí, como norte de su compromiso con la historia teatral. A propósito de En la ardiente oscuridad, subrayaba su pertenencia al género trágico, “sin el cual no hay renacimiento escénico posible” (1955, p. 407). Sobre su hija más pródiga, Historia de una escalera, gustaba de subrayar la realidad trágica de la obra por encima de sus apariencias sainetescas, pues sus treinta años de trama tienen la fisonomía “áspera y angustiada de la tragedia” (1950b, p. 320); y por encima también de las risas que, ocasionalmente, suscita en los espectadores, y que no quitan el que ocurra “dentro del ámbito de la tragedia, de tan legítima estirpe teatral, pero tan lamentablemente olvidado por autores y público (1951a, pp. 328-329). En La señal que se espera, una de sus piezas menos logradas,se aplica “esa ley esencial de la tragedia, que es la del castigo doloroso por los excesos e imperfecciones” (1952d, p. 345). Y así podríamos seguir hasta las obras suyas de menor apariencia trágica. Fue el de Buero un modo de reforzar la poética implícita de sus creaciones con esta leve pero siempre profunda teoría de la tragedia que encontramos en sus autocríticas y comentarios. A veces también en sus cartas a amigos y admiradores.

En un interlocutor epistolar de excepción, el argentino Carlos Gorostiza, encontró Buero un buen cómplice de andanzas tragédicas. Gorostiza había estrenado en 1949 El puente, una tragedia de asombrosas concomitancias con Historia de una escalera (Huerta Calvo, 2015). Cuando Buero leyó El puente, quiso estrenarla en España y, como estaba escrita en un argentino muy coloquial, pleno de lunfardismos, realizó una interesantísima adaptación al castellano que, por culpa de la censura, nunca subió a escena; lo que no impidió, sin embargo, que entre ambos dramaturgos se iniciara una amistosa relación epistolar. En las cartas no faltan consideraciones sobre la tragedia, como esta que hace Gorostiza tras haber leído La tejedora de sueños:

Yo también creo en la tragedia, vaya que creo. Si no creyera en ella, dejaría de creer en el teatro. No creo, por ejemplo, que en su Tejedora haya algo que vaya en contra de mi manera de pensar; quizá sí algo que vaya en contra de mi manera de sentir. Pero esa es agua de otra charca. Yo en su obra veo amor y eso es lo que a mí me interesa por sobre todas las cosas. Si le cité Espérame fue precisamente por eso. Y porque usted me la hizo recordar con su Tejedora, aunque usted jugaba con personajes griegos. Pero volviendo, le repito que lo que a mí me interesa es el amor. Y en la tragedia y en la comedia y en el drama puede haber amor y puede no haberlo. Y la posición filosófica tiene mucho que ver con este amor por el hombre y la humanidad. No considero –perdóneseme la irrespetuosidad ante tantos talentos que profano– digno de atención al autor que abunda ahora –mejor diría existe para hablar de acuerdo a su teoría– y que a pesar de una extraordinaria capacidad literaria y de pensamiento no abona con nada al auténtico conocimiento del hombre y a su felicidad. Un escritor puede, como Dostoievsky, pintar ambientes sórdidos y lacras humanas; pero con amor; y eso ayuda a conocer al hombre y a quererlo más [en Huerta Calvo, 2015].

Mas volvamos a la teoría bueriana de lo trágico, y, con ella, a la consigna dada por Lorca en los años 30; consigna que ‒recordemos‒ apelaba al pasado teatral de España: “Nos obliga a ello la tradición de nuestro teatro dramático”. La idea de Lorca no dejaba de ser insólita en aquel tiempo, pues planteaba la existencia, para él inobjetable, de una auténtica tragedia española: Fuente Ovejuna, El caballero de Olmedo, El burlador de Sevilla… Lorca había leído a fondo estas obras para su puesta en escena con La Barraca, además de otras como La venganza de Tamar, o El mágico prodigioso. Incluso, para su concepción abierta del género, lo trágico anidaba también en el auto sacramental. Cuando presenta el auto calderoniano de La vida es sueño, lo hace en estos términos inequívocos: “Por el teatro de Calderón se llega al Fausto, y yo creo que él mismo llegó con El mágico prodigioso; y se llega al gran drama, al mejor drama que se representa miles de veces todos los días, a la mejor tragedia teatral que existe en el mundo; me refiero al Santo Sacrificio de la Misa” (García Lorca, 1932, p. 220). [Fig. 4].

Para Lorca, las tragedias españolas habían sabido rescatar el sentido religioso de la tragedia griega, y no importaba para que fuesen verdaderas tragedias el hecho de que, frente al imperio del fatum dominara el libre albedrío, el que frente a la catástrofe se impusiera el final feliz o el arreglo conciliador. En realidad, esto último sí que debió preocupar a Lorca, cuya dramaturgia de las obras clásicas ‒al menos así lo hizo con Fuente Ovejuna y El caballero de Olmedo‒ eliminaba las escenas finales, para él faltas de tensión dramática, por anticlimáticas y, por tanto, prescindibles. Quién sabe sin embargo, si con esos cortes anticipados no pretendía, además, reforzar la esencial tragicidad de las obras, para que la impresión final que en los espectadores quedara no fuera la amable que propiciaba la justicia poética, sino la violenta y cruel que desprenden la tortura y el castigo que se inflige a los tozudos villanos de Fuente Ovejuna, o el asesinato de don Alonso en el camino de Olmedo a Medina (Huerta Calvo / Cienfuegos, 2013). [Fig. 5].

Esta reivindicación lorquiana de la tragedia española ‒religiosidad incluida‒ es exactamente la misma que hace Buero. En el mencionado ensayo de 1958 no aduce solo ejemplos foráneos ‒de Shakespeare a O’Neill‒ sino que abre un valiente epígrafe bajo el rótulo de “El espíritu religioso y la tragedia española”:

La potencia de nuestros mayores dramaturgos para la tragedia se acredita de sobra en unas cuantas obras maestras llamadas a sobresalir entre la multitud de admirables comedias que invaden durante el Siglo de Oro nuestros escenarios. Me refiero a obras como La vida es sueño o Fuente Ovejuna, tragedias verdaderas por razones mucho más importantes que las preceptivas y poseedoras desde luego de méritos muy superiores a las de aquellas otras tragedias que se escriben de tanto en tanto con arreglo a los cánones clásicos durante la misma época (1958b, p. 657).

Así, pues, al igual que Lorca, Buero reivindica el carácter de tragedias para estas piezas maestras, reductoramente definidas hasta entonces como dramas; dramas de honor ‒se decía‒ de El castigo sin venganza o El médico de su honra, cuando en verdad tanto para Lorca como para él no son sino auténticas tragedias adaptadas, eso sí, a la idiosincrasia española. En este punto hay que reconocerle a Buero no solo su perspicacia sino además su función precursora. Al cabo de los años los críticos e historiadores del teatro de los siglos de oro dejaron a un lado prejuicios preceptistas y escrúpulos terminológicos para llamar tragedias lo que antes se denominaban dramas. Tuvo el profesor Francisco Ruiz Ramón el mérito de ser el primero en adoptar el cambio, como el propio Buero se lo reconocía en un congreso de 1989:

Y tú recordarás, querido Ruiz Ramón, que en ya lejanas conferencias tuyas en la Fundación March acerca precisamente de los conceptos calderonianos, yo te felicité muy cálidamente porque para mí habías puesto de relieve algo que rara vez se apunta, siendo así que se debería apuntar constantemente, en cuanto a que, frente al topicazo enorme, tan enorme que incluso plumas muy ilustres y gente muy inteligente lo han asumido sin reservas, de Calderón como representante del concepto hoy tan obsoleto del honor en el Siglo de Oro (1989, p. 562).

Entre esas miradas inteligentes, a las que no poco irónicamente menciona Buero, ponga el lector la de José Antonio Maravall, el ilustre historiador, o la de Eduardo Haro Tecglen, el todopoderoso crítico de El País, por citar dos referentes intelectuales de primer orden en la España de la Transición. Luego ya de años de investigación por fortuna desideologizada, las tesis del primero han quedado arrumbadas por una crítica dispuesta a ver algo más allá que tópicos y maniqueos en nuestro teatro clásico. En cuanto a Haro, ahí han quedado sus diatribas contra Lope y Calderón, como representantes de un nacionalcatolicismo avant la lettre, y, por supuesto, contra quienes se afanaban por llevarlos a la escena con las intenciones ‒para él espurias‒ de reconducirlos a la modernidad.

Desde su alto concepto de los clásicos como grandes trágicos, Buero se desmarcaba de tópicos y opiniones hechas, establecidos a partir de un marxismo de andar por casa. Ello le permitió no caer en los errores de muchos de sus colegas antifranquistas que, hacia los mismos años y después incluso, veían en Lope, Tirso y Calderón férreos defensores de los más rancios valores tradicionales. Hasta en esto cualquier tiempo pasado fue peor, pues que las generaciones siguientes no cayeron en tales etiquetas y pudieron, por tanto, valorar el teatro clásico sin prejuicios ideológicos y en sus valores estéticos, así los que tenían que ver con la vindicación de la tragedia. Me estoy refiriendo a autores como Ernesto Caballero, Juan Mayorga, Ignacio García May, Laila Ripoll y tantos otros.

Asimismo, el Calderón trágico le servía a Buero para definir y categorizar sus primeros acercamientos a la tragedia a partir de sus dos títulos más emblemáticos: El alcalde de Zalamea y La vida es sueño; ambas, tragedias pero de muy distinta traza: frente al costumbrismo rural de la primera, enclavada en un riñón de España, el vuelo metafísico de la segunda, enmarcada en un espacio universal. Mientras que la primera vía señalaría el rumbo de piezas como Historia de una escalera y Hoy es fiesta, la segunda estaría más próxima a obras como En la ardiente oscuridad y La fundación (Buero Vallejo, 1989, p. 562). [Fig. 6, Fig. 7, Fig. 8 y Fig. 9]. Más abajo insistiré en este punto trascendental del sentido mistérico y religioso de la tragedia española, en general, y de la bueriana, en particular. Quedémonos ahora con esta firme convicción de Buero, tras los pasos de Lorca, por la tragedia española: “¿Por qué busqué lo trágico en vez de lo risueño?”, se pregunta en un artículo publicado en Correo literario, la revista que dirigiera Leopoldo Panero, un poeta no poco trágico también. Y se contestaba: “Por fidelidad profunda y espontánea […] a la más evidente tradición artística española” (Buero Vallejo, 1950, p. 578).



5 Para Hoy es fiesta (1956) se vale del subtítulo de “tragicomedia”. Y reserva el término “tragedia” para Las palabras en la arena (1949), la entonces inédita El terror inmóvil (escrita en 1949) y Las cartas boca abajo (1957), a la que llama “tragedia española”. Véase Sobejano, 2001.

 

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