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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.3 · HACIA UNA TRAGEDIA FELIZ: BUERO VALLEJO


Por Javier Huerta Calvo
 

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La tragedia no ha muerto: Buero vs. Steiner

Entre la admirable producción crítica de Georges Steiner, no tengo entre mis ensayos favoritos La muerte de la tragedia (1961), pese a ser uno de los que ha gozado de mayor eco en su bibliografía. La tesis que Steiner defiende ya desde el mismo título tampoco es original, y puede encontrarse en autores anteriores, desde Goethe a Nietzsche, u otros críticos más recientes como el olvidado Karl Vossler, por ejemplo, quien defiende iguales posturas en un sugerente libro sobre Jean Racine:

Tragedia, en el verdadero sentido de la palabra, solo puede tener lugar allí donde potencias supraterrenas cobran tal imperio en nuestra conciencia, que pueden destrozar un alma humana. La desdicha y el destino adverso que no penetran en el alma misma desgarrándola y aniquilándola, solo pueden considerarse como trágicos en sentido formal y nominal, no en sentido sustancial. Es por eso que en la Edad Media, siempre que pensó cristiana, y no, por ejemplo, profanamente, no poseyó ninguna tragedia (Vossler, 1946, p. 117).

Steiner coincide básicamente con Vossler: allí donde alienta un mínimo de esperanza o algún sentido de la redención no puede haber tragedia; de ahí que vea la tragedia absolutamente incompatible con el cristianismo, pero también con ideologías laicistas, como el marxismo o el existencialismo. En la tragedia no cabe ninguna suerte de reconciliación, pues que se trata de “la plasmación dramática de una visión de la realidad en la que se asume que el hombre es un huésped inoportuno en el mundo” (Steiner, 1961 p. 12). En esta tragedia radical se nos da “la imagen del hombre como no deseado en la vida, como alguien a quien los dioses matan por diversión como los chiquillos crueles matan moscas, es casi insoportable para la razón y la sensibilidad humanas” (p. 13). Este fondo mítico y prerracionalista es el que ‒según Steiner‒ advertimos en las tragedias de Esquilo y Sófocles, y, con carácter excepcional, en algunas de Shakespeare o Racine.

Sin embargo, la tesis de Steiner ha sido con posterioridad contestada y rebatida. Uno de sus más sólidos refutadores ha sido Walter Kaufmann, en su importante Tragedia y filosofía. Para este crítico, “uno de los defectos principales de estas ideas ‒afirma este autor‒ es el tratar un tipo de tragedia como si fuera el único posible. Normalmente, cuando los escritores se refieren a la muerte de la tragedia dan a entender que no se ha vuelto a escribir tragedias como Edipo rey después del siglo v y menos en el xx (Kaufmann, 1978, p. 256). Pero esto mismo se podría decir de cualesquiera géneros literarios, pues lo distintivo de ellos es el cambio, la transformación, tanto en los elementos estructurales como en los temáticos. Luego de la revolución modernista, ningún género ha permanecido con las trazas de sus predecesores. La tragedia ha evolucionado, como lo ha hecho la comedia, la novela y hasta el poema lírico. El mestizaje es la marca distintiva de los géneros en la Modernidad: poema en prosa, comedia dramática, teatro épico, novela lírica, tragedia grotesca… (García Berrio / Huerta Calvo, 1992). Conscientemente, Buero Vallejo se separa de ese canon y defiende una tragedia heterodoxa, al margen de las rígidas convenciones:

[…] Mi teatro intenta una exploración trágica y esperanzada de los hombres y de las relaciones que los configuran como seres sociales. No pretende dar tragedias puras o rigurosamente canónicas, pues su autor no sabe lo que tal cosa sea. No rehúye el perfil costumbrista, el ingrediente humorístico, la fórmula tragicómica; considera que la vida y la escena han desmentido la rigidez de los antiguos géneros dramáticos, pero sabe, o cree saber, que la vida es trágica, y que es esperanzada por ser trágica (1962, p.429).

Por otro lado, la inexistencia de un final catastrófico, sin posible salida esperanzada, no imposibilita la tragedia, tal como observa otro destacado estudioso, Terry Eagleton: “Muchas tragedias terminan cuando se imparte justicia; lo que resulta trágico en ellos es que antes haya sido necesario derramar tanta sangre para obtenerla o que haya crímenes que apelen a castigos tan severos” (2003, p. 190). Son palabras que podrían aplicarse a la tragedia española mayor de todos los tiempos, La vida es sueño. Es difícil que la apoteosis de la última escena, con el Segismundo que, vencedor de sí mismo, se muestra compasivo con el padre y ayuno de todo sentimiento vengador, pueda hacernos olvidar los hechos terribles que han sucedido ante nuestros ojos, incluida la muerte de Clarín, el bufón que enseñó a reír a Segismundo. Algunas dramaturgias de esta obra, como la reciente de Helena Pimenta y Juan Mayorga, han subrayado la esencial tragicidad de la gran creación calderoniana, procurando un final que, frente a las apariencias barrocas del boato cortesano, subraye la radical soledad del héroe trágico ‒no tan distinta a la del comienzo‒ y, con ella, la verdadera realidad trágica de la condición humana.

Así pues, como afirmara Kierkegaard, “por muchos que hayan sido los cambios que el mundo ha sufrido, la concepción de la tragedia permanece esencialmente idéntica, del mismo modo que llorar es hoy tan natural al hombre como en cualquier tiempo pasado (1969, p. 14).

No me consta que Buero leyera el ensayo de Steiner, pues no lo menciona en ningún lugar de sus muchos escritos sobre el tema. Pero, desde luego, sí estuvo muy al tanto de la bibliografía que sobre la tragedia y lo trágico iba apareciendo. Así lo demuestra su intervención en el Congreso de la Asociación Alemana de Hispanistas (Tubinga, 1979). Consciente de los terrenos que pisaba, el país de la filosofía y, por tanto, del saber trágico, empezó su discurso cuestionando la tesis de que la tragedia como género descansara en “una antítesis irreconciliable”; es decir, en el hecho de que cuando “surge la solución o se hace posible, desaparece la tragedia”. Para apoyar su opinión contraria, se apoyaba en alguno de sus casos preferidos, así el de La Orestíada, de Esquilo, que, si empieza mal con Agamenón, concluye bien con Las Euménides. Pero también se valía de autoridades, como la del helenista Francisco Rodríguez Adrados, que había publicado no hacía mucho su fundamental Fiesta, comedia, tragedia (1972). No ocultaba Buero su satisfacción citando las ideas del filólogo, con casi todas las cuales concordaba: “los temas de triunfo y boda no están excluidos de la tragedia”, “la muerte puede también ser vencida y el eros y la vida triunfar…”, etc. El espíritu auténtico de la tragedia solo puede revelarse ‒en opinión de Adrados‒ a la luz de la fiesta y del rito, bajo un prisma vitalista y renacedor. Hay tragedia porque hay comedia, y viceversa, como hay Cuaresma porque hay Carnaval, podría ser el corolario de este gran ensayo, alejado de veleidades filosóficas, y abierta a la natural ambivalencia de las formas dramáticas: frente a la “esperanza desesperanzada” que se vierte en la comedia, “la desesperanza pese a todo esperanzada” de la tragedia. De este juego de palabras ya se había servido Buero con motivo de Hoy es fiesta, definida por él como una “obra esperanzada [que] es al tiempo una obra desesperanzada e incluso desesperada” (1957b, p. 415).

Es extraño que Buero no apoyara su concepción esperanzadora de la tragedia en las ideas de Karl Jaspers, que en el fondo venían también a darle la razón, pues que la del filósofo alemán es, en esencia, una lectura positiva y optimista del género, presidida por la aportación de Dioniso en la conformación del universo trágico:

El sentimiento dionisiaco de la vida […] se desarrolla en el saber trágico mediante la contemplación de lo trágico. En la tragedia descubre el espectador el júbilo de la existencia, que perdura eternamente en medio de la destrucción, y encuentra su más alto poder derrochando y devastando, arriesgando y naufragando (Jaspers, 1948, p. 89).

A diferencia de Steiner, que ignora casi por completo a los autores españoles, Jaspers cita a Calderón a propósito del pesimismo radical que emana del célebre monólogo de Segismundo en La vida es sueño, todo un clásico en el pensamiento alemán desde que Schopenhauer lo glosara a discreción en El mundo como voluntad y representación. Y, desde luego, no hubiera rechazado del todo la idea de que, si la tragedia como forma dramática ha muerto en el siglo xx, no ha ocurrido igual con lo trágico que, en su opinión, es “la insensata ambición de realizar la síntesis del saber y alcanzar un conocimiento de la divinidad, la sombra fiel del perseverante deseo humano de saber, cuyo destino es estrellarse contra el misterio impenetrable” (Barco, 2010, p. 29). Jaspers opone el saber trágico, presente en la tragedia griega, al saber revelado y al saber racionalista, que caracterizarían la tragedia cristiana o la tragedia marxista, respectivamente. Pero Jaspers no entiende la primera, por ejemplo, como un oxímoron, sino como una realidad que tuvo su culminación en la Edad de Oro con Racine y Calderón. Ambos ‒afirma‒ “representan la cumbre de la tragedia cristiana, que tiene tensiones nuevas y peculiares. En lugar del destino y los demonios, entran en escena la Providencia, la gracia y la condenación […]”, aunque naturalmente la conclusión es que, en cierta medida, la estructura profunda de la tragedia se disuelve, “lo trágico […] se extingue frente a la versión cristiana” (1948, p. 47).

Otra corriente sostiene, por el contrario, que el cristianismo es una ideología profundamente trágica. Para Eagleton, de ningún modo puede afirmarse que el cristianismo sea “inherentemente antitrágico” (2003). Que tragedias radicalmente cristianas como El príncipe constante, La devoción de la cruz o La vida es sueño tengan un remate esperanzado no puede hacernos olvidar su profunda naturaleza trágica6.



6 “Es verdad que ese tópico […] de que en la España católica no podía haber tragedia porque eran cristianos y las cosas tenían que tener una especie de resolución antitrágica, puede haber tenido una parte de razón en el sentido mismo en que bastantes de los cultivadores del teatro o de la literatura del tiempo, sí se plegaban dócilmente a las posiciones más admitidas y aun impuestas por la ideología y religión oficiales” (1989, p. 564).

 

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