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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.5 · BUERO VALLEJO EN LOS ESCENARIOS ESPAÑOLES DEL SIGLO XXI


Por Eduardo Pérez-Rasilla
 

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El siglo XXI ha conocido en los escenarios españoles otras tres recuperaciones de textos buerianos: Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad y, de nuevo, El sueño de la razón. En los tres casos nos encontramos con textos que han merecido una extraordinaria atención en el ámbito académico. Como ha quedado dicho, prestaremos especial atención a estos trabajos en el presente artículo.

Historia de una escalera se estrenó en el Teatro María Guerrero de Madrid, sede del Centro Dramático Nacional, el 15.V.2003, dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente. (La grabación utilizada pertenece al CDT y se grabó el 17.XI.2003). Como había sucedido con el montaje de La fundación, Óscar Tusquets Blanca se encargó de la escenografía y Javier Artiñano del diseño de vestuario. Tomás Marco compuso la música para el espectáculo y Eduardo Vasco firmó el espacio sonoro. De la iluminación se responsabilizaron Luis Martínez y José Luis Alonso. El reparto fue el siguiente:

Cobrador de luz: Gabriel Moreno
Generosa: Victoria Rodríguez
Paca: Vicky Lagos
Elvira: Cristina Marcos
Doña Asunción: Petra Martínez (Después fue sustituida por Rosa Vicente)
Don Manuel: Zorion Eguileor
Trini: Elena González
Carmina: Yolanda Arestegui
Fernando: Moncho Sánchez-Diezma
Urbano: Alberto Jiménez
Rosa: Mónica Cano
Pepe: José Luis Santos
Señor Juan: Carlos Álvarez-Nóvoa
Señor bien vestido: Fernando Gil
Joven bien vestido: Ignacio Alonso
Manolín: Adrián Lamana/Daniel Muñoz
Carmina hija: Bárbara Goenaga
Fernando hijo: Nicolás Belmonte

En la presentación del espectáculo que figuraba en el programa de mano [Fig. 8], Pérez de la Fuente explicaba sus motivos para montar Historia de una escalera y advertía cómo un texto que había sido decisivo en la historia del teatro español contemporáneo y que constituía una referencia ineludible en el ámbito académico, sorprendentemente, no había regresado los escenarios desde tiempo atrás (desde el montaje de José Osuna en 1968), lo que había privado al menos a dos generaciones de la posibilidad de verlo sobre las tablas:

Nunca vi Historia de una escalera. Leí esta obra, como tantos, en mi adolescencia, pero no tuve oportunidad de vivirla, de disfrutarla en un patio de butacas. Paradojas de nuestro teatro: una pieza clave en la dramaturgia española del siglo XX, conocida como texto o como mito y ausente en los escenarios desde hace tres décadas.

Hacía mucho tiempo que estaba en mi ánimo el deseo de montar Historia de una escalera y siempre he tenido una visión muy clara de lo que quería contar y cómo quería contarlo. Por eso cuando se lo sugerí al autor y este se mostró entusiasmado con la idea, sentí al mismo tiempo una gran satisfacción y una responsabilidad muy especial.

A lo largo del tiempo cada lector ha ido soñando Historia de una escalera desde la evidencia del texto y la fascinación del mito. Sería difícil no defraudar tantas expectativas, tantas lecturas, tantas visiones. Sin embargo, la mía ha tenido la fortuna de materializarse en un proceso de ensayos, en un trabajo tan intenso con los actores que ha hecho posible, buscando en ellos y con ellos, ahondar en las contradicciones del comportamiento humano, sus miedos, sus ilusiones, sus frustraciones… Es decir, sus verdades; hasta desembocar en ese resplandor trágico que siempre vi detrás de esta obra.

La nota terminaba con un cordial agradecimiento al equipo artístico y al equipo técnico con el que había trabajado.

Mariano de Paco, en su estudio sobre la escenificación de la obra, ha puntualizado la aserción de Pérez de la Fuente. Parece que el dramaturgo hubiera preferido mostrar otros títulos de su producción, aunque, finalmente, la insistencia del director consiguió convencerlo e Historia de una escalera regresó a los escenarios (de Paco, 2007, 172-3). En cualquier caso, la iniciativa resultaba muy oportuna, entre otras razones, por las que el director esgrime. Y ciertamente, su entusiasmo por la obra de Buero había quedado sobradamente acreditada en su trabajo sobre La fundación. Entusiasmo que se inscribe, tal vez merezca la pena anotarlo, en el interés –el compromiso– que Pérez de la Fuente ha mostrado por recuperar la obra de algunos dramaturgos españoles del siglo XX que cultivan diferentes estéticas, que profesan ideologías muy diversas y que no siempre han sido valorados como se merecen: Max Aub, Fernando Arrabal, Francisco Nieva, Alfonso Sastre, Jardiel Poncela o el propio Buero Vallejo, entre otros.

En el trabajo mencionado, Mariano de Paco abordaba el espectáculo de Pérez de la Fuente y su análisis tomaba, certeramente, como punto de partida la voluntad de no circunscribir el drama –o la tragedia– a una situación concreta y de explorar los elementos simbólicos, en detrimento de los aspectos costumbristas. Desde esta consideración, de Paco subraya que:

En esta idea de generalización se insistió, sobre todo por medio del tratamiento del tiempo y su transcurso. Las nubes que se percibían al final de la escalera y la cita de Azorín en el programa remitían a la preponderancia de ese esencial elemento subrayado desde el principio por el autor (174).

La relación de la historia con el hermoso relato de Azorín, “Las nubes”, había sido evocada ya por Buero Vallejo. Pérez de la Fuente la convertía en emblema de su escenificación, tal como se mostraba en el cartel y en el programa de mano del espectáculo [Fig. 9].

Pero, además, la proyección, al comienzo de cada acto, de la imagen de unas nubes que cruzaban el cielo ponía el énfasis en lo existencial, en esa recurrencia cíclica de los días, las estaciones y los años, ajena a las pequeñas o grandes angustias de los seres humanos. Esa referencia a la temporalidad aparecía subrayada en el espectáculo por diversos elementos de composición, p. ej., las campanas, las campanadas del reloj, la alternancia de estaciones en las que se sitúa la acción de cada uno de los actos (primavera, otoño e invierno) o la utilización de un tul o de un telón traslúcido para las escenas iniciales de cada acto. Aunque de Paco reconoce la pertinencia de la relación del texto de Buero con las nubes azorinianas, no deja de señalar el inconveniente que supone abrir –siquiera metafóricamente, podríamos añadir– un espacio que está clausurado por estricta necesidad dramática, y apunta –prudentemente– que el uso de las campanadas y las campanillas del reloj “resultaba más sensorial que revelador” (175).

Impregna así el espectáculo un moderado esteticismo, al que contribuyen la escenografía de Tusquets, la música de Tomás Marco o también el vestuario de Javier Artiñano, al que nos referiremos más delante, y la esmerada iluminación de Luis Martínez y José Luis Alonso. De Paco ha subrayado la “innegable belleza de esos elementos plásticos y sonoros”, aunque ha anotado que esa belleza “prevalecía sobre la funcionalidad” (176). Como sucedía con el montaje de La fundación, y también en consonancia con las que suelen ser sus directrices estéticas, el director ha preferido evitar cualquier acercamiento a los territorios del hiperrealismo o el realismo sucio e indagar en los problemas humanos universales que, sin duda, contiene Historia de una escalera, vistos desde la perspectiva trágica que proporciona la repetición de una suerte adversa o de una imposibilidad de superar unos límites o unos condicionantes. Sobre la opción estética elegida puede verse, entre otros documentos, la entrevista que Pérez de la Fuente concedió a Liz Perales y que publicó El Cultural (Perales, 2003: 30).

El trabajo ha buscado la limpieza de contornos e incluso una cierta elegancia formal, aunque, por supuesto, en ningún momento se atenúa la tensión dramática, la violencia latente o explícita. El drama se presenta sin apenas enmiendas y sin añadidos, con respeto indudable al texto del autor y, lo que es más importante, a lo que dicho autor y dicho texto significan. Aunque en un primer momento Pérez de la Fuente se planteó a la posibilidad de versionar el texto, finalmente decidió mantenerlo casi en su integridad, con muy leves modificaciones que pretendían actualizar o aclarar términos en desuso o de difícil comprensión para el espectador actual. Convengo con De Paco en que tales transformaciones –mínimas, por otra parte– no eran necesarias. Tendremos ocasión de referirnos a algunas de ellas más adelante.

Sin embargo, lo relevante de la escenificación es un tratamiento en el que lo simbólico prevalece sobre lo histórico, o, dicho de otro modo, se prefiere la visión atemporal que incide sobre lo recurrente en las conductas humanas a la investigación de las causas sociales o políticas específicas que originan la pobreza y el fracaso de los habitantes de la escalera. Si en el texto de Buero advertimos un equilibrio entre ambos aspectos, o incluso una deliberada ambigüedad, a la que no podían ser ajenas las circunstancias del momento en que la obra se escribió, el espectáculo se inclina –legítimamente, aunque la decisión pueda discutirse– hacia una concepción de la tragedia que sitúa la desgracia humana en el ámbito de lo inescrutable y de lo trascendente. Si el paso de las nubes abría cada uno de los actos, la proyección de la cita del profeta Miqueas, que figura al frente del texto de Buero, abría el espectáculo y sugería esa condición de inevitabilidad, ese aire de castigo bíblico, reforzada por la solemnidad de ese comienzo, subrayada por la música y por un tempo lento que precedía al comienzo de la acción propiamente dicha. Aunque cabría considerar que las duras palabras de Miqueas advierten de unos males no arbitrarios ni inexplicables, sino generados por la iniquidad y la corrupción de quienes los han de padecer.

En un agudo y vibrante artículo publicado en Primer Acto, Javier Villán se muestra, sin embargo, muy crítico con la lectura ahistórica del drama. Considera que el tiempo en Historia de una escalera

no se trata de un tiempo abstracto a la manera azoriniana, o un tiempo metafísico que se reproduce a sí mismo, inmutable en sus efectos y fatal en su determinación. Lo que importa en Historia de una escalera es el tiempo histórico; el cual, en absoluto, no es una idea evanescente, sino una confrontación dialéctica. La miseria y el fracaso se repiten porque las fuerzas sociales y políticas que tienen el poder se repiten y siguen organizando la historia en beneficio propio. […] La escalera es la visualización de la miseria, un ámbito cerrado y trágico; pero, aunque haya fuerzas superiores que el hombre no controla, las tragedias no las provocan los dioses sino los hombres. (Villán, 2003, 139-140).

 

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