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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.5 · BUERO VALLEJO EN LOS ESCENARIOS ESPAÑOLES DEL SIGLO XXI


Por Eduardo Pérez-Rasilla
 

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En 2012 la compañía Ferroviaria escenificó El sueño de la razón, espectáculo que la compañía mantiene en su repertorio y del que continúa ofreciendo funciones. Se estrenó en el Teatro Circo de Murcia el 15.XI.2012 y desde entonces ha tenido un amplio recorrido por numerosas ciudades españolas y también algunas salidas fuera de España. En diciembre de 2013 obtuvo el premio del público en el XXI Festival Don Quijote de París. En Madrid se exhibió en la sala Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes.

De la dirección escénica del espectáculo se encargó Paco Macià. De la escenografía y la imagen, Ángel Haro. Pedro Yagüe firmó la iluminación e Isabel del Moral el vestuario. Alberto Ramos y Paco Macià se encargaron del espacio sonoro. El reparto fue el siguiente:

Goya: Juan Meseguer (Se alternó en el papel con Vicente Rodado)
Leocadia Zorrilla y Judith: Eloísa Azorín.
Arrieta, Voluntario realista, Destrozona: César Oliva Bernal
Calomarde, Padre Duaso, Destrozona, voluntario realista: Toni Medina.
Gumersinda, Destrozona, Voluntario realista: Verónica Bermúdez
Fernando VII, Destrozona, Voluntario realista: Manuel Menárguez (Se alternó en el papel con Alfredo Zamora).

Se trabajaba así con la versatilidad de los actores, que desempeñaban varios cometidos o incluso más de un personaje individual en algún caso, lo que exigía una estimable actividad, dadas las características del espectáculo. Juan Meseguer encarnaba a Goya y Eloísa Azorín a Leocadia en dos interpretaciones intensas y estimables [Fig. 12].

La escenificación aportaba una lectura propia del texto de Buero y poseía rasgos estéticos relevantes. En un espacio escénico casi desnudo se situaba una plataforma en la que tenían lugar las acciones principales. La parte del escenario que rodeaba a esa plataforma permitía desarrollar movimientos que sirvieran a las acciones principales, pero también situar –relevantemente– en ella algunas escenas o algunos elementos de las escenas que transcurrían en la plataforma. Tendremos ocasión de hablar de ello más adelante. Al fondo del escenario, una pantalla sobre la que se proyectaban las pinturas de Goya, que con frecuencia experimentaban la animación y el movimiento. Los actores del elenco (y otros actores más) encarnaban en aquellas proyecciones las figuras goyescas. La luz –un interesante trabajo de Pedro Yagüe– en la que dominaban los azules y los rojos, y la música –Vivaldi y Richter– adquirían un singular valor dramático [Fig. 13].

El texto había sido discretamente rebajado, con las supresiones de frases o de secuencias que también se llevaron a cabo en el estreno de 1970, y con algunas otras que, presumiblemente, no se consideran imprescindibles, aunque en ocasiones esos cortes hacían que los diálogos intervenidos resultaran un tanto abruptos. Cabe suponer que el objetivo de este aligeramiento del texto había buscado que la duración del espectáculo no excediera de los 95 minutos. Se advertían también algunas ligeras modificaciones que, si bien no alteraban el sentido ni la naturaleza del texto, a mi modo de ver, tampoco estaban justificadas.

El inicio del espectáculo nos mostraba a los actores distribuidos sobre la plataforma, de pie, inmóviles y en silencio, mientras en el ángulo izquierdo (desde el actor), junto al proscenio, el personaje de Fernando VII bordaba en su bastidor. Su figura se recortaba iluminada por tonos azules. Detrás, al fondo del escenario, Calomarde, en semipenumbra. Tanto la presencia de los actores que no intervenían, a quienes en otras situaciones los veíamos en los laterales del escenario, junto a la plataforma, vestidos con mallas negras y realizando tareas de “servidores de escena” –que manejan determinados elementos alusivos, por ejemplo, o que llevan a la plataforma algún objeto que deben utilizar los que intervienen– o sencillamente esperando el momento de su entrada, como el uso de la plataforma misma sobre el escenario desnudo, recordaban a algunos de los espectáculos teatrales de Ingmar Bergman. La escenificación de Ferroviaria parecía buscar una depuración de los elementos y también subrayar la dimensión teatral de lo mostrado. La impronta brechtiana, sobre la que luego trataremos, se advertía en diversos aspectos del trabajo. Los resultados del espectáculo dejaban constancia de la eficacia de los criterios seguidos. Haré referencia a algunas de las escenas, cuyas soluciones o cuyos detalles me parecen más reveladoras de la estética de Ferroviaria.

En la escena primera, en semipenumbra, los personajes de Calomarde y Fernando VII parecen tejer, como sugiere el propio texto de Buero y subraya la nota de Mariano de Paco (Buero Vallejo, 2009, 62-63), esa soga con la se ahorcó a Rafael del Riego, cuya ejecución se relata obscenamente por parte de Calomarde, y la que se cierne sobre Goya. Estos oscuros personajes disponen del destino de todos, simbólicamente evocados por los actores que ocupan la plataforma en la que se verificará el drama.

Todavía en la primera parte, en la escena que reúne a las dos mujeres en conflicto por el universo privado de Goya, Leocadia y Gumersinda, el enfrentamiento entre ellas tiene lugar sobre la plataforma. Aunque es evidente la tensión entre ambas, su pugna parece relativamente contenida, dominada por la ironía, hasta que la llegada de Goya, quien ocupa la tarima, termina por desplazarlas al proscenio, en el que Gumersinda rebuzna y Leocadia cacarea, mientras su gestualidad se ha animalizado, lo que suscita la carcajada de Goya.

Poco después, tras la escena de Leocadia con Goya, esta recibe al padre Duaso fuera de la plataforma, situación y espacio que sugieren también la humillación –innecesaria, pero asumida por todos– que ha de sufrir esta mujer que vive fuera del lugar que la moral social le asigna. La llegada de Arrieta y después de Goya, muy airado porque han pintado una cruz en la puerta de su casa, deja paso a la escena en la que el movimiento de los actores se hace más compulsivo y errático, con una Leocadia que, en contraste con la contención que muestra en otros momentos, se aproxima a unos y otros, hasta el contacto físico, o se postra de rodillas y con las manos entrelazadas ante el padre Duaso.

Más tarde, mientras se habla de la historia del cura de Tamajón, lo que suscita una de las reflexiones más profundas e inquietantes de la obra, tal como ha subrayado De Paco en la nota 87 (Buero Vallejo, 2009, 121-122), se proyecta sobre la pantalla, animada, la pintura de Goya, Riña a garrotazos y empieza a sonar de fondo un tema de Max Richter al piano (Infra 6), tema suave, que proporciona un contraste con la violencia del hecho histórico recordado y con la de la pelea que vemos en la pantalla. Volverá a sonar el tema Infra 6 en la posterior conversación con Arrieta.

Tras la despedida del padre Duaso, se oye el ruido de cristales rotos y poco después una actriz vestida con mallas negras, cruza el proscenio como si ejecutara una coreografía. Lleva en la mano la piedra envuelta en un papel, que arroja sobre la plataforma y sale corriendo. Es esta una de las más evidentes (y acertadas, a mi modo de ver) soluciones brechtianas.

La primera parte termina con Goya y Leocadia en el proscenio, ya fuera de la plataforma, iluminados por un haz de luz, abrazados en un insólito gesto de ternura.

La segunda parte comienza casi en la penumbra. Solo los rostros de Duaso y el rey están iluminados. De nuevo la imagen de esa oscuridad desde la que se trama el castigo de Goya y, con él, de la libertad. Un tercer foco ilumina a Goya al otro lado del escenario. La segunda parte está caracterizada por una mayor oscuridad. Así, por ejemplo, la conversación entre Arrieta y el padre Duaso tiene lugar en la plataforma, con ambos personajes encuadrados en un rectángulo de luz azul, nítidamente recortado frente a la penumbra.

El sueño de Goya acontece bajo una luz roja. La destrozona con máscara de gato está interpretada por la actriz (Verónica Bermúdez), con máscara gatuna y con el torso cubierto únicamente por un sujetador. Otro de los actores encarna al hombre murciélago, de negro y con alas. Otros dos actores, uno con máscara de cerdo y otro con una máscara rematada por ostentosos cuernos, ambos con el torso desnudo, acosan al pintor, y lo increpan con voces estridentes.

La máscara gato lo cubrirá con una careta antigás –otro elemento de naturaleza brechtiana–, que es la imagen que se utiliza para el programa de mano. Se escuchan sones que evocan una fiesta taurina. Danza obscena e intimidatoria alrededor del Goya tendido en el suelo. La actriz que interpreta a Leocadia aparece en escena caracterizada como Judith y amaga con cortar el cuello a Goya. Los golpes terminan con la pesadilla imaginaria para dar paso a la pesadilla real.

Entran cuatro personas encapuchadas y vestidas de negro, que actúan con gran violencia, de un modo que recuerda a las acciones de grupos neonazis. Nuevamente nos encontramos ante un procedimiento de corte brechtiano. La iluminación en este momento es azul. La pantalla funciona ahora como un ciclorama y contra ella se recortan las siluetas de los personajes. El texto es sustituido por una macabra y brutal coreografía, mientras, por contraste, suena la estrofa “Cum dederit”, del motete Nisi Dominus RV 608 de Vivaldi, sobre el texto del salmo 126 (o 127 según otro criterio para la numeración de los salmos bíblicos). La solemnidad sacra de la música y de la letra contrasta con las acciones que infligen un grave daño físico y moral a Goya y a Leocadia. No se pronuncia palabra alguna hasta la marcha de los agresores. Estos colocan el sambenito a Goya, en el que se dibujan dos martillos entrecruzados, y la coroza. Lo atan y desde la silla puede contemplar la violación de Leocadia, que acontece en escena. Uno de los hombres la arroja al suelo, le arranca las bragas y la viola ferozmente. Los demás hombres salen de escena presumiblemente para proceder al saqueo. Volverán más tarde con una botella grande de la que van bebiendo.

Cuando han salido los agresores, tras la increpación de Goya, Leocadia pronuncia el magnífico monólogo que Buero asigna a su personaje y que Goya, que no puede oír, acaso entienda en su sentido más profundo: “Nunca sabré lo que has dicho. Pero quizá te he comprendido” (Buero Vallejo, 2009, 176). La luz sigue siendo azul, aunque vemos con nitidez a los personajes y no solo sus contornos, como en la escena anterior. La actriz dice su monólogo en el lado derecho de la plataforma, próxima al proscenio. Lo dice erguida, cara al público y de espaldas a Goya, quien la mira desde el ángulo opuesto de la plataforma. Después, Leocadia se vuelve hacia Goya, quien se va acercando a ella mientras termina su parlamento. Las palabras de Leocadia y su actitud ofrecen una sensación de dignidad y de dolor a un tiempo. La austeridad y la elegancia interpretativas –sin gesticulaciones excesivas y con una entonación firme e intensa, sin concesión alguna al efectismo– logra un monólogo de notable eficacia dramática y de inusitada belleza teatral.

La llegada, primero de Gumersinda y después, a destiempo, de Arrieta y el padre Duaso, consiguen calmar paulatinamente a un Goya finalmente vencido. En el espectáculo el personaje ofrece el aspecto de alguien que ha sido destruido física y moralmente, pero que, a la vez mantiene una cierta fortaleza interior o una extraña e irrenunciable sabiduría. Alguien enloquecido y humillado, pero, a un tiempo, sereno y lúcido. Desde que entra Gumersinda suena el tema Infra 5, de Max Richter, pieza estimulante y serena, cuya nobleza contrasta con un Goya que se ve a sí mismo como un despojo y cuya derrota contemplamos los espectadores. Las palabras “Yo sé que un hombre termina ahora un bordado...” (Buero Vallejo 2009, 182) que la acotación del texto atribuía a “Una voz masculina (En el aire)”, son puestas aquí en boca de Goya, quien las pronuncia con una voz que parece ajena. Poco después, comienzan a sonar, amplificadas por la megafonía, reiteradas y tratadas mediante el efecto del eco, las palabras “Si amanece, nos vamos” (Buero Vallejo 2009, 183) que dan título al Capricho 171 de Goya. Tras la salida de los personajes, se proyectan sobre la pantalla imágenes pictóricas y fotográficas de distintas épocas que expresan el horror y la violencia, mientras la actriz, con un vestuario ya contemporáneo, se comunica con los espectadores mediante el lenguaje de signos. Sigue sonando la música de Richter.

 

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