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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.7 · EL TRAGALUZ CINCUENTA AÑOS DESPUÉS


Por Antonio Díez Mediavilla
 

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3. El compromiso de Buero con la realidad inmediata

El sentido de confluencia que insinuamos más arriba para la producción de Buero en su conjunto apunta, nos parece, a la médula espinal de la actitud de compromiso militante de Buero, con su sociedad en general, y con sus receptores en particular. No deja de ser curioso que el término posibilismo con el que se definía la actitud del teatro bueriano tuviese en su momento una lectura de tonos grises y acusatorios que empujó al autor a explicar en más de una ocasión que su nivel de compromiso militante respecto de la realidad de la España de la dictadura no se avenía con esa lectura crítica que llegó a molestarle. Aunque escribió sobre estas cuestiones a lo largo de toda su trayectoria, en un esfuerzo de coherencia cronológica con el desarrollo de nuestro tema, vamos a intentar una aproximación a esta cuestión, que nos parece importante para nuestro propósito, basándonos casi exclusivamente en afirmaciones de Buero Vallejo formuladas en los aledaños del momento en que escribió y estrenó El tragaluz. Aunque la polémica se inicia algunos años antes, afirma, con cierto orgullo militante, que su versión de Madre Coraje y sus hijos de Bertolt Brecht, estrenada en 1966, ha sido tratada dentro de los parámetros propios del posibilismo, afirmando, desde una posición irónica no exenta de rigor, que si la obra llegase a triunfar entre el aburguesado público de Madrid, no faltarían críticos que asegurasen que

[…] no se habrá dado la obra en toda su pureza. Tamayo y Buero –y los actores– habrán introducido en sus respectivos trabajos difusos aburguesamientos que vuelvan admisible una obra inadmisible; habrán incurrido feamente en posibilismos (Buero Vallejo, 1994, 717).

El texto que citamos, no exento de fina ironía, publicado en la revista Yorick en noviembre de 1966, se titula “Brecht dominante, Brecht recesivo” y se escribió a propósito del estreno de Madre Coraje, en el teatro Bellas Artes, el 6 de octubre del mismo año [Fig. 5], en una etapa muy difícil para Buero en la que, fruto del compromiso explícito con la sociedad que le tocó vivir, se le impidió estrenar obra propia alguna, como consecuencia de haber firmado una carta en protesta por la actuación policial contra un grupo de mineros de Asturias, según reconoce el propio autor:

Desde luego nos procesaron –o, al menos, un juez nos citó a declarar– pero no llegaron a realizar el proceso. No faltó, sin embargo, el aluvión de improperios, amenazas, iras, etc. Ni el desvío de editoriales y empresas. Ni el silencio prolongado de nuestros nombres o actividades en los medios de comunicación. En definitiva, para mí pasaron cuatro años sin estrenar hasta que Tamayo tuvo el arrojo de montar El tragaluz (de Paco, 1994, 26).

Y que se nos presenta como una manifestación expresa de ese nivel de compromiso del autor con la sociedad a la que se dirige y que es, en buena medida el centro mismo del material que emplea en su producción teatral. Este nivel de compromiso expreso y militante se aleja bastante de esa consideración del posibilismo como una actitud cobarde o fría, cuando no contemporizadora, con la situación política. Nunca escondió nuestro autor su posición ente la sociedad en la que vivía, que retrataba en sus obras y a la que invitaba a la reflexión, a la actuación y el compromiso. En los momentos finales de La doble historia del Dr. Valmy, precisamente cuando está a punto de concluir de manera brutal la segunda de las dos historias narradas por Valmy, escuchamos al doctor, en una espeluznante declaración:

Doctor.‒ […] de nada sirvió recordarles que ellos eran vecinos de la casa; aludieron precisamente a su condición de vecinos para desmentirme… Al día siguiente yo les daba el alta. Sí; pues en definitiva, ¿podía diagnosticárseles un desequilibrio mental porque ninguno de los dos admitiese la realidad de los sucesos que acabo de relatar? En nuestro extrañísimo mundo, todavía no se puede calificar a esa incredulidad de locura. Y hay millones como ellos. Millones de personas que deciden ignorar el mundo en que viven. Pero nadie les llama locos (Buero Vallejo I, 1994, 1105).

Estas palabras referidas a la actitud de voluntaria ceguera de “millones de personas” ante actuaciones relacionadas directamente con la tortura por motivos políticos en la España de los años sesenta da cuenta expresa del nivel de compromiso de nuestro autor con la realidad española del momento.

Sería bueno recordar que las declaraciones de Buero que recogíamos en el párrafo anterior a propósito del estreno de Brecht, las hace el autor en el momento en que está escribiendo1 la obra en la que centramos nuestro análisis, El tragaluz. El posibilismo, entendido como lo explica Buero, es una opción abierta, generosa y eficaz de dar cuenta del compromiso del autor con la sociedad a la que te diriges y cuya respuesta buscas:

En fin: que he sido posibilista, ni más ni menos que lo es todo el que estrena algo y acepta, por un lado, los cortes que el montaje revela inevitables, y, por otro lado, aquellas mutilaciones de censura que encuentre leves, porque no hubo otras o porque logró rescatar las más graves. He hecho lo que hacemos todos cuantos queremos ayudar a la evolución positiva de nuestra escena y nuestro público, aunque, a diferencia de otros, yo lo reconozco y le aplico su verdadero nombre (Buero Vallejo, 1994, 718).

Pero lo que nos interesa en este momento es preguntarnos si ese compromiso ético y personal significa para nuestro autor una manera de entender la creación dramática y, por ello, tiene alguna manifestación rastreable en sus obras. En este sentido es necesario reconocer que para Buero Vallejo su teatro es la manifestación más directa de su compromiso con el teatro como creación artística, con la sociedad en la que se desenvuelve, a la que se dirige, que es el centro mismo de su material dramático, y con el ser humano considerado en su dimensión más ambiciosa y general. En repetidas ocasiones ha manifestado expresamente Buero Vallejo esta vocación de reconocimiento, reflexión y transformación del ser humano y de la sociedad a la que se dirige a través de su obra dramática. En las obras de Buero, tanto en las de tema contemporáneo, como en las de raíz histórica, encontraremos siempre conflictos que nacen de la confrontación dramática a partir de situaciones, personajes, actuaciones marcadas por la lucha de sus protagonistas: el teatro como un espejo en el que los espectadores puedan observar sus conflictos vivenciales en entornos sociales reconocibles, sus bases de comportamiento y sus valores éticos y de ese modo tengan instrumentos suficientes para reconocerse, analizarse, comprenderse. En un texto grabado en 1964 en un disco, que lleva por título “Me llamo Antonio Buero Vallejo” recoge nuestro autor, en una ajustadísima síntesis, algunos aspectos fundamentales de su trayectoria biobibliográfica y de sus empeños más destacados. En sus líneas podemos leer este certero resumen que nos ahorra otros comentarios:

En una gran parte de mi obra he querido poner también mi preocupación de español. Muéstrase unas veces mediante ambientes y temas de la actualidad de mi país; otras, mediante argumentos sin concreta localización. Otras, mediante el drama histórico, en la medida, a veces mayor todavía que la del drama actual, en que el drama histórico puede resultar de rigurosa actualidad dramática. Mi teatro, como se ve, parece muy diverso. En el fondo, nunca deja de rastrear en la realidad de los hombres desagarrados entre sus limitaciones y sus anhelos. Pero, ¿por qué? ¿Y por qué, si mis criaturas son ciegas, son otras veces sordas, o mudas, o simplemente torpes? Pues porque soy un hombre esperanzado. Sí, habéis oído bien. Esperanzado, pero no ciego, ni sordo, ni mudo. Y mi esperanza quiere fundarse en la lúcida aceptación de nuestras más negativas realidades, que es la única manera posible de superarlas. (Buero, 1994, 296).

Pero esta función social del teatro no puede producirse sin las cualidades de lo poético, del arte, de lo específicamente literario: “considerado como simple instrumento de transformación de lo real, el teatro puede convertirse en apéndice muerto de ideologías previas y perder su fuera actuante, en vez de ganarla” (Buero, 1994, 690) nos dice en una aproximación teórica titulada “Sobre teatro” aparecida en Cuadernos Ágora en 1963. Esta reflexión le lleva a afirmar que una obra teatral que pudiera ser “ventajosamente” sustituida por una explicación de sus contenidos, es una pieza sin calidad dramática y no es una buena obra de teatro. De este modo comprendemos perfectamente cómo se enlazan en el entramado teatral de las obras de Buero los problemas de la sociedad, que dibujan esa invitación al espectador a reconocerse y cuestionarse como ser individual y social, con la perfectamente articulada peripecia de los personajes teatrales y su desarrollo dramático, en un espacio escénico que ofrece los perfiles necesarios para proyectarse como esa realidad ficticia verosímil que la convierten en una pieza dramáticamente funcional. Realidad poética o espectacularmente creativa que, por sí sola tampoco sería bastante para ofrecer ese sentido trascendente que reclama para el arte:

Si los problemas sociales sufriesen en la escena un tratamiento exclusivamente didáctico y basado en generalidades racionalizadas, las obras serían sociología, pero no serían teatro social. Cuando los problemas sociales se encarnan en conflictos singulares y en seres humanos concretos puede haber teatro social (Buero, 1994, 691).

Y en idéntico sentido defiende, por las mismas fechas y hablando de nuevo sobre B. Brecht que en este autor se observa una dialéctica muy significativa entre sus teorías dramáticas –el teatro épico como instrumento de reflexión explícita para un espectador que no debe dejarse conmover y cegar por la fuerza de la representación– y la práctica de sus mejores piezas en las que la fuerza emotiva no se apaga ni desaparece a pesar de los efectos de distanciamiento: “En esa verdad artística entra también la emoción religadora, que atrapa en ocasiones hasta al adversario ideológico y sin la que no hay gran teatro desde Esquilo a Miller; desde Esquilo al mismo Brecht” (Buero, 1994, 699) afirma nuestro autor refiriéndose a las “mejores obras” del alemán: Madre Coraje, Galileo Galilei o El círculo de tiza caucasiano.

Y es en esta proyección comprometida y de transformación en la que se ha fundamentado una buena parte de la trascendencia del teatro de Buero a lo largo de su trayectoria. Un teatro de compromiso con la realidad que le rodea pero que tiene, como ya hemos señalado más arriba, vocación de trascender lo inmediato para intentar ubicarse en un espacio global utópico y ucrónico y, por ello, de valor universal.



1 La redacción de ambas obras es consecutiva (1964, 1966), aunque La doble historia no se consigue estrenar, por impedirlo la censura, hasta 1976, dos meses después de muerto Franco, como es sobradamente conocido.

 

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