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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.7 · EL TRAGALUZ CINCUENTA AÑOS DESPUÉS


Por Antonio Díez Mediavilla
 

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5. El tragaluz hoy

Ya hemos comentado que para Buero Vallejo la vocación del arte en general y de la literatura dramática en especial es la de trascender lo inmediato para ubicarse en un escenario sin marcas espaciotemporales que haga posible su “lectura” en diferentes contextos y desde distintos presupuestos. La clave, precisamente, de la calidad literaria debería centrarse en esa capacidad de “multilectura” de la obra de arte. En 1963, en el contexto en el que pocos años más tarde se gestaría el texto de El tragaluz y su estreno, y a propósito de la adaptación, ya mencionada, que realizó de Madre Coraje, escribía Buero sobre el teatro del autor alemán

Las obras de Brecht que la siguen [se refiere a la teoría de Brecht sobre el teatro épico] más a la letra –las que él llamó obras didácticas– son, por eso mismo, las más débiles; su supuesta fuerza dialéctica, sustitutiva de la vieja comunión emotiva, incurre en simplismos y solo convence al que es fácil de convencer o al convencido de antemano. Madre Coraje, Galleo Galilei o El Círculo de tiza del Cáucaso, convencen a todo el mundo. Es el privilegio de la obra grande; el que permite resistir al tiempo y al fuego de las ideologías mejor que otras (Buero, 1994, 699).

Buero postula siempre que, más allá de la dimensión de inmediata actualidad que siempre le ocupó como materia de sus dramas, aspiraba a plasmar modos de comportamiento, opciones de actuación individual y social, actitudes éticas que reflejasen al ser humano en su dimensión más genérica o de totalidad. De este modo sus piezas deberían analizarse como elementos simbólicos capaces de adquirir sentido coherente y significativo en diferentes ordenadas espacio-temporales.

Como Buero, creemos que el fundamento de la calidad artística y literaria de una obra tiene que ver, precisamente, con esa capacidad de ser recibida, comprendida o analizada de manera eficaz en diferentes contextos, en distintas situaciones, atendiendo a espacios históricos diferentes y diferenciados. La situación en España en el momento actual no es, ciertamente, equiparable a la que se vivía en la mitad de los sesenta, razón por la que deberíamos plantearnos de qué manera podríamos acercarnos a la propuesta dramática de El tragaluz, indagando si en la obra se concitan, por la vía de la eficiencia artística y estética, la líneas de reflexión y compromiso que permitan y favorezcan esa opción de trascendencia. En realidad, hemos de reconocer que no resulta sencillo prescindir de la larga y rigurosa literatura crítica que a propósito de la obra de Buero se ha ido produciendo desde su estreno y en la que, aunque de manera muy escueta, hemos querido dar cuenta en las páginas que anteceden; podríamos asegurar que no resultaría factible aproximarse a la obra sin tener en cuenta las lecturas que de sus elementos consustanciales se han venido produciendo hasta este momento. No obstante, sí podemos rescatar algunos de estos elementos fundamentales en el desarrollo dramático de la pieza para intentar releerlos a luz de una situación de actualidad diferente a aquella en la que se estrenó y desde la que se ha analizado.

El primer elemento sustancial que proporciona coherencia y significado global a la pieza es la presencia de los investigadores, Él y Ella, como instrumento distanciador, desde el punto de vista de la recepción, de la realidad que se va a representar sobre el escenario; de este modo la mirada del espectador se realiza desde la objetividad con que contemplamos la realidad pretérita, en un proceso de reconstrucción experimental de algunos episodios aislados, que tal vez nos permitan comprender mejor no solo aquellos acontecimientos recuperados, sino la actitud del hombre ante la grandes cuestiones que afectan a su devenir y a su actuación bajo determinados condicionamientos históricos o culturales.

Este planteamiento, en apariencia puramente teatral, mera técnica espectacular, convierte, sin embargo, la sala y sus circunstanciales ocupantes, en un espacio indefinido, coetáneo del de los investigadores, y en ese sentido, futuro respecto de la historia recuperada y representada. Mientras que la realidad recuperada y representada está perfectamente identificada en el tiempo, la mitad de un remoto siglo XX, y en el espacio, en Madrid, capital de un país llamado España, la realidad “ficcional” de los espectadores apenas se ve dibujada por el ambiente futurista que ofrece la presencia de los personajes y su representación. Una lectura actual distancia necesariamente el tiempo del lector/espectador de la realidad representada (en la mitad de los sesenta) pero mantiene los tres cortes temporales, añadiendo, en todo caso, una perspectiva nueva a esa compleja confluencia espaciotemporal que determina el texto. En una síntesis reduccionista pero bastante clara, podríamos señalar: una secuencia que arranca en la realidad temporal evocada por los personajes de la representación o recuperación del pasado (el momento del final de la guerra, cuando se produce la subida al tren de Vicente); la realidad recuperada en la mitad del siglo XX, es decir la de los años sesenta; la realidad del lector/espectador en la segunda década del siglo XXI, es decir, nuestra realidad de hoy, que es “nueva” y distinta tanto de la realidad representada en el experimento, como de la realidad real de los espectadores de 1967; y ese futuro impreciso al que pertenecen Él y Ella y la propia experimentación, tiempo en el que teatralmente se ubica –como hace cincuenta años– a los espectadores, como parte activa de la experimentación.

La posición del espectador actual implica, ciertamente, una perspectiva diferente en lo que se refiere a la contemplación de los acontecimientos del siglo XX reconstruidos en la representación, una perspectiva que viene a reafirmar la inicial posición distanciada que el autor pretendía al ubicar a los espectadores en el espacio ficcional de la representación. Pero este reforzamiento no significa una actuación redundante o innecesaria, sino que la invitación a contemplar y a reconocer los acontecimientos que se representan sobre el escenario se produce desde una opción más compleja y, por ello de mayor compromiso. Si los espectadores de 1967 podían sentirse directamente implicados en esas imágenes especularmente recuperadas de un presente que ellos están habitando todavía, los actuales espectadores tendrán que identificar y reconocer como hechos pretéritos no solo la reconstrucción de la cruel realidad de los momentos inmediatamente próximos al final de la guerra civil, cuando Vicente niño se sube al tren y se niega a bajar, sino también las secuencias que recuperan la vida en la mitad del siglo, en los años sesenta con un Vicente adulto que sigue encaramado al tren de la vida, del triunfo y de la moral dudosa. De este modo, El tragaluz se aproxima a la utilización que de los temas históricos hizo su autor en obras como El concierto de San Ovidio, o Misión al pueblo desierto, por ejemplo, en las que se propone a los espectadores adentrarse en una realidad a partir de una ubicación espacio temporal diferente, posterior, a la de los acontecimientos representados. Podemos constatar de este modo algo que se ha venido repitiendo por la crítica: la unicidad, la coherencia de la obra dramática de Buero desde su primera hasta su última obra. Coherencia que, en obras como la que comentamos, se manifiesta incluso en aquellos aspectos más profundamente teatrales y que mantienen su eficacia más allá del tiempo de su producción y se abren a su lectura desde la consideración de otras ordenadas históricas y culturales.

Otro de los aspectos que resulta imprescindible analizar en esta aproximación que intentamos, se refiere, claro está, a la consideración de la guerra y sus consecuencias como material en el que se fundamenta no solo el desarrollo de la acción de la pieza, sino todo el entramado dramático de la misma. Tal vez podríamos afirmar que la distancia que acabamos de señalar entre la realidad inmediata del espectador/lector actual y los acontecimientos que dan materia dramática a la obra podría ser ese motor necesario para superar la interpretación de la obra desde la inmediatez de “nuestra” guerra civil, buscando de ese modo una lectura simbólica, más allá de lo puramente contingente de nuestra realidad histórica. Parece evidente que la guerra civil del 36 ya no resulta un referente concreto o identificable con vivencias directas entre quienes en este momento pueden convertirse en receptores de El tragaluz. Los lectores/espectadores de hoy se ubican ya en una tercera o cuarta generación que contempla aquellos acontecimientos desde la perspectiva de la historia. Este hecho, sobre el que volveremos un poco más tarde, permitiría plantearnos la posibilidad de considerar aquellos acontecimientos, sin la inmediatez de lo vivencial, como un marco de reflexión de carácter simbólico en el que los acontecimientos representados fueran la plasmación definida de un planteamiento de carácter general: la participación en un conflicto bélico y el seguimiento de las consecuencias de dicha participación por parte de personas que actúan de modo diferenciado y que permite reconocer y valorar comportamientos y actitudes según los principios básicos de la tragedia: las cosas pueden ser de distinta manera si los protagonistas, nosotros, aprendemos a actuar de otro modo. O, dicho de otra manera: los comportamientos condicionados por una situación de violencia máxima ofrecen perfiles diferentes que reclaman actitudes morales diferenciadas; deberíamos ser capaces de superar las posiciones cerradas y abrir la esperanza a unas actitudes morales diferentes y nuevas.

No obstante, atendiendo al elemento que nos ocupa, la guerra y sus consecuencias, podríamos afirmar que la realidad de la España de nuestros días, y a pesar de lo que acabamos de argumentar, nos empuja a seguir leyendo la obra desde las coordenadas específicas de nuestro propio devenir histórico: existen circunstancias suficientes que evidencian que a pesar de la distancia en el tiempo, hay en España, todavía, heridas que no hemos sido capaces de cerrar definitivamente. Desde la perspectiva de la llamada en estos momentos “memoria histórica” existen todavía argumentos que hacen necesaria la consideración humanizada de los árboles para tener una idea cabal del bosque: la muerte de Elvirita, las víctimas olvidadas de una actuación tan cruel como oscura, siguen reclamando, a pesar de todo y casi un siglo después, una mirada limpia y noble que evite la generación de nueva y trágica violencia.

Atendiendo a este punto de vista, no deja de ser curioso y muy significativo que Emilio Romero arremetiese en 1967 contra el autor de El tragaluz, desde su columna política, no en la sección de crítica de teatros, del diario Pueblo considerando la obra como la apelación decididamente política a una situación que reclamaba el silencio y la superación, por la vía de lo necesario y lo conveniente, sin más explicación posible:

Los muertos de uno y otro lado están en sus tumbas. Todos habíamos sufrido y todos habíamos sido torturados por unos y por otros. Los supervivientes teníamos que agarrar un tren único y asimilar las diferencias. Teníamos que hacer un país habitable, renunciar a la venganza. Y ponernos delante de Dios (Romero, 1967, 2).

Palabras que, en su injusta ceguera, no solo evidencian las condiciones de la sociedad española en 1967, sino que, lamentablemente, dibujan una situación que cincuenta años más tarde, está aún por resolver de manera razonable. Y es esta situación la que sigue situando el texto de Buero en la encrucijada del compromiso con la realidad inmediata que en la obra se refleja.

Un tercer elemento altamente significativo que amplía el valor de referencia a la situación actual de los receptores posibles de la pieza es, evidentemente, el juego confluyente de dos elementos claves en el planteamiento de la obra: el tren y el tragaluz. El primero, importado como símbolo por los investigadores, se convierte en pieza imprescindible como instrumento puramente teatral que da cuerpo y coherencia a todo el planteamiento dramático: la acción de subirse al tren se convierte en uno de los paradigmas de la actuación que determinan la confrontación dramática hasta el final trágico de la obra. El tragaluz, y el espacio al que da sentido, la casa de los padres de Vicente y de Mario, como plasmación expresa de una opción de desarrollo individual y social que genera el motivo de confrontación dialéctica con la otra parte, con la otra opción: la de subirse al tren.

Ambos elementos teatrales y su participación en el desarrollo de la acción tienen desde su propio planteamiento una clara vocación simbólica y se avienen con la lectura abierta que propugna Buero para el teatro con voluntad de supervivencia. Tienen, como se ha venido señalando desde el momento de su estreno, una clara relación con la situación de la sociedad española de la mitad del siglo XX, pero cumplen su función de motor o mecanismo de actuación desde planteamientos más globales que puedan dar sentido, como decíamos más arriba, a una lectura simbólica o exenta de las vinculaciones directas con la realidad de los espectadores propios del momento de su estreno. ¿Cuántos –personas, colectivos, gobiernos– se siguen subiendo al tren de la victoria, de la acción o del triunfo en situaciones de conflicto confluyentes pero distintas de las planteadas por Buero en El tragaluz?

En la misma línea podríamos plantear la confrontación dialéctica de los personajes centrales de la obra: los hermanos Vicente y Mario, prototipo señalado una y otra vez de los personajes activo y pasivo, como núcleo constante del quehacer teatral de nuestro autor y que en esta obra alcanza una fuerza, una presencia tan rotunda y decisiva que se dibuja como el eje central del planteamiento ético de toda la acción. Sin entrar en la conveniencia de plantear el alcance de la confrontación dramática de los personajes, ni en su valoración como representantes de las dos modalidades básicas de comportamiento social en la España de referencia, es necesario señalar que la fuerza de la confrontación como mecanismo de progreso de la acción, la introducción de un tercer personaje, Encarna, ubicada como víctima y como instrumento silencioso de solución de la confrontación de los personajes entre los que se ubica, y la posibilidad de síntesis gozosa, abierta a la esperanza depositada en el hijo engendrado por Vicente y educado por Mario, son mecanismos que pueden interpretarse perfectamente en un marco de referencia de carácter simbólico, en función de las posibilidad de trascender lo inmediato, y ubicarse en espacios históricos, sociales y culturales diferentes.

Aún podríamos señalar otros elementos significativos en relación con nuestro objetivo: la enajenación del padre o el silencio y la comprensión de la madre ante los hechos que están en el origen de la tragedia; el personaje de Eugenio Beltrán, las actitudes morales de Vicente en lo que se refiere a su desarrollo profesional, su mejora social y su relación con la propia Encarna, las cuestiones que se plantean a los espectadores desde la posición objetivada de la investigación y otros que dan coherencia teatral al entramado de una obra que constituye en su conjunto, como muchas de las nuestro autor, un auténtico prodigio de equilibrio, precisión e integración de los elementos seleccionados para configurar todos y cada uno de los elementos de la acción y su desarrollo. Todos estos elementos, decíamos, vendrían a corroborar lo que en apretada síntesis hemos pretendido establecer en estas páginas finales: El tragaluz es una obra que tiene aún una lectura comprometida y directa a la luz de nuestra propia situación, de nuestra propia historia, pero, cincuenta años después de su estreno y al margen de esta proyección de la que no se podría renegar sin traicionar una expresa proyección de la acción concebida y dramatizada por Buero, permite una interpretación, una lectura más abierta, más generosa y radicalmente humana que pudiera proyectarse sobre diferentes espacios sociales o históricos, manteniendo toda su fuerza de compromiso con los hombres, con aquellos hombres que, empujados por una u otra circunstancia, se suben al tren de la fuerza, de los vencedores, de los poderosos, despreciando, ignorado o anulado las opciones de quienes no pudieron, supieron o quisieron tomar ese tren.

 

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