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NúM 6
4. EFEMÉRIDE
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4.1 · EL CENTENARIO DE LA SEÑORITA DE TREVÉLEZ (1916), DE CARLOS ARNICHES


Por Juan A. Ríos Carratalá
 

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Un grupo de señoritos ociosos y tarambanas ampara las estratagemas de Pablito Picavea ‒”mozo vano y elegante”‒ en su disputa por cuestión de amores con el pollo pera Numeriano Galán, que pretende favores del “sexo débil” sin recabar los debidos apoyos entre quienes identifican la mujer con una propiedad. El oficinista y seductor confía en la predestinación de su apellido y en el fuego de sus ojos ‒”dos ametralladoras”‒ para vencer la resistencia de Solita, la doncella de los Trevélez cuyos encantos sin parangón trastornan a “toda la gente joven y bullanguera del Casino”. El líder de los señoritos reunidos en la sala de billar, Tito Guiloya, es un metomentodo de natural ingenioso –o malicioso‒ que envuelve su cinismo en una afición al teatro de tramas pasionales resueltas a base de duelos. Como presidente del Guasa Club –agrupación destinada a “fomentar francachelas y jolgorios”, así como a “organizar bromas, chirigotas y tomaduras de pelo”‒ concibe un ardid para resolver la disputa entre Pablito Picavea y Numeriano Galán.

La trama de la farsa está planteada según mandan los cánones, pero las sorpresas y los equívocos se suceden para complicarla hasta la última escena. El engaño del Guasa Club es propio del ingenio aprendido por los socios como espectadores del teatro parodiado por el autor. Su traza de cartas falsificadas y “planchas” imprevistas solo funciona gracias a la lógica de los escenarios. Tito Guiloya y sus amigos olvidan la frecuente incompatibilidad de la ficción teatrera con la realidad de los sentimientos. El ardid para que la doncella Solita caiga a los pies de Pablito Picavea se trastoca por los imprevistos de la vida y deriva en una broma pesada. Las víctimas son una solterona poco agraciada que languidece en la rutina de una ciudad de provincias y su hermano Gonzalo, un grotesco soltero que apenas se resigna a anteponer el Don en el Casino por imperativo de la edad provecta. La acción protagonizada por los socios del Guasa-Club, Florita de Trevélez, el catedrático don Marcelino Córcoles, el “plácido conserje” Menéndez y hasta un total de dieciocho representantes de “la ilustre ciudad de Villanea” propicia una catarata de juegos de palabras, así como chistes dignos de la acreditada firma del autor y situaciones chocantes para el regocijo popular. La risa del público estaba asegurada.

Los versos juveniles de Carlos Arniches (Alicante, 1866-Madrid, 1943) publicados en la prensa de su ciudad natal quedaban lejos. Tras una breve estancia en Barcelona, los primeros pasos en la capital como autor de las obritas del género chico escritas en colaboración, desde 1888, habían sido duros. La competencia de la cartelera madrileña dejó a muchos colegas en la estacada, pero Carlos Arniches pronto destacó entre un aluvión de comediógrafos, letristas y libretistas. A la altura de 1916, “el ilustre sainetero” era un respetable caballero de la escena capaz de aunar el cariño popular con la distinción de un millonario dispuesto a trabajar todos los días.

El aspecto señorial del autor que paseaba por los barrios populares libreta en mano, para apuntar réplicas y ocurrencias de los castizos, suponía un motivo de admiración en las gacetillas y las entrevistas, donde los periodistas alababan su legendaria productividad de abnegado padre de familia [Fig. 1, Fig. 2, Fig. 3 y Fig. 4]. En esta nueva entrega, escrita con la regularidad acostumbrada, Carlos Arniches respetó las cláusulas de los contratos que le vinculaban a las necesidades de las empresas teatrales –siempre trabajaba como “autor de la casa”‒ y los deseos del público. Los empresarios sabían de la seriedad profesional de Carlos Arniches en contraste con lo imprevisible de otros colegas y los espectadores seguían en masa al alicantino madrileñizado. La identificación del autor con la ciudad de acogida fue fructífera hasta el punto de que sus sainetes fueron decisivos en el establecimiento de las pautas más peculiares del casticismo gracias a la combinación del ingenio y la observación. La continuidad y la profundidad del éxito teatral facilitaron que la calle asumiera como propio un lenguaje escénico con voluntad costumbrista. La positiva respuesta de los espectadores de toda condición se mantuvo desde los tiempos del género chico y sin evidenciar demasiadas aspiraciones a ver en los escenarios los cambios o las novedades que demandaban los insatisfechos de siempre: críticos, teóricos, reformistas... y otros “amargados”, que nunca consiguieron modificar los cauces comerciales del espectáculo.

El 30 de octubre de 1916 Carlos Arniches leyó su nueva obra a la compañía del recién remodelado Teatro Lara (El Imparcial, 29-X-1916), donde destacaban la primera dama Leocadia Alba y el primer actor Emilio Theullier, que interpretarían los papeles de los hermanos Trevélez, y un galán cómico con mucho futuro: Pepe Isbert. Una semana después, La Acción informa de que el autor había remodelado algunas escenas del segundo acto, pero mantenía el compromiso de entregar la obra según lo acordado con la empresa. Los ensayos duraron un mes aproximadamente sin necesidad de interrumpir las representaciones de la compañía. El estreno de La señorita de Trevélez estaba previsto para unas fechas especialmente rentables y la obra debía ser fiel a la comicidad como seña de identidad del autor. Ningún dato previo, a tenor de los anteriores estrenos del alicantino, parecía indicar un cambio en su trayectoria. Tampoco cabe hablar de una expectación peculiar. No obstante, la farsa de Villanea ha trascendido más allá de su tiempo hasta convertirse en un clásico, a diferencia de tantos títulos que ahora solo forman parte de catálogos y bases de datos para una historia del humor, el costumbrismo y el teatro como oficio.

La señorita de Trevélez fue estrenada en el Teatro Lara, de Madrid, la noche del 14 de diciembre de 1916 con el objetivo de garantizar una respuesta masiva del público durante las fechas navideñas. La programación de las mismas era una decisión clave en el resultado económico de la temporada y Carlos Arniches suponía una apuesta poco arriesgada para la empresa: “Es la salvación de las empresas, el sostén de millares de cómicos” (ABC, 24-XII-1916). Los datos corroboran la afirmación acerca del autor, aunque cabría matizarla. En esta ocasión, el éxito del estreno se prolongó hasta finales de marzo de 1917, con reposiciones en octubre y noviembre del mismo año, así como en mayo y diciembre de 1918. Frente a la opinión de un sector de la crítica, el sainetero demostró su capacidad de adaptación a las nuevas exigencias de su público.

La señorita de Trevélez provocó risas y emociones entre los espectadores. “Todos los actos fueron estrepitosamente reídos y celebrados”, informa el crítico de ABC al día siguiente del estreno, que se prolongó desde las diez de la noche hasta las dos de la madrugada porque, entre otros motivos, Carlos Arniches fue llamado varias veces al escenario para recoger los aplausos del público. La risa de esta nueva “farsa cómica”, que con el tiempo pasaría a clasificarse como “tragedia grotesca”, abunda en el primer acto, se modera en el segundo y apenas supone un contrapunto en el dramático desenlace, cuando el regeneracionismo del comediógrafo lamenta el comportamiento de tipos como Tito Guiloya: “no es un hombre, es el espíritu de la raza, cruel, agresivo, burlón, que no ríe de su propia alegría, sino del dolor ajeno” (III, VII).

 

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