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NúM 6
4. EFEMÉRIDE
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4.1 · EL CENTENARIO DE LA SEÑORITA DE TREVÉLEZ (1916), DE CARLOS ARNICHES


Por Juan A. Ríos Carratalá
 

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El retrato de Juan Antonio Bardem es mucho más duro en su crítica a ese mismo grupo, ahora desprovisto de ingenio, envejecido para acrecentar su responsabilidad y vinculado a “las fuerzas vivas” de la ciudad. La retórica comprensión del Don Marcelino arnichesco, como observador confiado en la solución a base de libros, deja paso a la mirada acusadora de un personaje-conciencia: Federico. Su presencia es una constante en la filmografía del director y, frente al silencio cómplice de los personajes provincianos, en el desenlace de Calle Mayor el escritor procedente de Madrid emplaza a una Isabel madura, dramática y ajena a la cursilería de Florita de Trevélez. La protagonista magistralmente interpretada por la norteamericana Betsy Blair conmueve al espectador y la sinceridad de sus sentimientos nunca merece la burla. Su perfil contrasta con la ridiculez de su antecedente teatral, que sólo se justifica por la necesidad de propiciar los chistes y los juegos de palabras de acuerdo con los moldes en los que se desenvolvía la producción de Carlos Arniches.

“El infierno del cine” del que hablaba Miguel Mihura a veces tuvo un comportamiento ejemplar con el teatro. Las adaptaciones de Edgar Neville y Juan Antonio Bardem no solo dieron vida a una obra relegada en los escenarios durante décadas, sino que trazaron las líneas de su posterior continuidad en los mismos cuando, a partir de los años sesenta, el reencuentro de la crítica y los espectadores con Carlos Arniches se centró en unos pocos títulos que habían superado el paso del tiempo. Y, como era previsible, ese listado apenas coincidía con el de aquellos que en su momento tuvieron más representaciones.

Calle Mayor presenta un retrato de la España provinciana del nacionalcatolicismo. En lo sustancial, la película de Juan Antonio Bardem apenas difería de las recreaciones de ese mismo motivo, el provincianismo, escritas por Leopoldo Alas y el comediógrafo alicantino, entre otros autores que desde diferentes perspectivas describieron el inmovilismo, la rutina y la mediocridad de un ámbito pronto convertido en metáfora de una mentalidad. Esa posibilidad de abordar lo provinciano seguía vigente en las nuevas puestas en escena de La señorita de Trevélez, pero la evolución del país desde la etapa desarrollista empezó a arrinconar una contraposición entre espacios urbanos que pronto quedaría relegada a lo histórico. La recreación de la ciudad provinciana perdió actualidad desde los años ochenta. Sin embargo, el personaje de Florita de Trevélez debía emerger en las nuevas puestas en escena hasta el protagonismo, que en el original se concedía a su hermano Don Gonzalo. Ya Edgar Neville restó cursilería a la solterona para que no acabara con sus melindres justificando la broma cruel del Guasa-Club. Y Juan Antonio Bardem, que centra su crítica en quienes constituyen una élite local desprovista de cualquier ingenio, otorga a su Isabel un papel acorde con la madurez de una mujer que cobra conciencia de su situación. La risa de la superioridad cultivada por Carlos Arniches se convierte en solidaridad con la mujer que, tras la ventana, endurece su rostro y mira caer la lluvia mientras suenan las campanas de la catedral.

A la vista de estos antecedentes cinematográficos y la evolución del papel de la mujer en la sociedad española, las puestas en escena de La señorita de Trevélez no debían recurrir a la comicidad basada en la ridiculez de la solterona, un tipo tan frecuente en su época como ahora necesitado de notas a pie de página en las ediciones críticas de las obras donde aparece. La tragedia grotesca de Carlos Arniches debía ser aligerada de algunos lastres y, aunque su éxito siempre ha sido deudor del texto, también renovada para su puesta en escena. A partir del modélico montaje de John Strasberg en 1991 para el Centre Dramátic de la Generalitat Valenciana, La señorita de Trevélez también supone una crítica al machismo de quienes pretenden engañar a una protagonista que en el texto original, fruto de otra mentalidad, solo era una secundaria dispuesta a provocar las risas de unos espectadores a menudo cercanos a la actitud encarnada por los miembros del Guasa-Club [Fig. 8, Fig. 9 y Fig. 10]. Carlos Arniches centró la condición de víctima en Don Gonzalo, como el hermano consciente de lo sucedido tras el engaño, mientras que Florita parecía enajenada y ridícula al manifestar su pretensión de profesar en las capuchinas con el previsible juego de palabras. Directores como en su día José Osuna (1979), el norteamericano o, más recientemente (2008), Mariano de Paco Serrano trabajaron a partir de la premisa de que la verdadera víctima era la mujer burlada. Florita ni siquiera necesitaba de la comprensión de su hermano. La elección del reparto en los tres casos se realizó bajo esta premisa, aunque muchos espectadores todavía tuviéramos en la retina la excelente interpretación de Alicia Hermida en la versión dirigida en 1984 por Gabriel Ibáñez para RTVE [Fig. 11].

El humor es un producto con fecha de caducidad, sobre todo cuando se basa en el componente verbal de una comedia. La solución para mantenerlo fresco pasa por recurrir a lo esencial de su gracia, estilizarlo de acuerdo con unas pautas actualizadas de la interpretación escénica y desechar las adherencias circunstanciales de su origen. El trabajo se ha realizado con una notable eficacia en las últimas puestas en escena de La señorita de Trevélez. El resultado ha sido la satisfacción del público, que con su aplauso premió la labor de John Strasberg –deslumbrante por los medios a su disposición– y la de un Mariano de Paco Serrano que lidió con la modestia habitual de estos últimos años [Fig. 12]. La línea de actuación está trazada y cabe esperar que, cada cierto tiempo, tengamos la oportunidad de sonreír gracias a la tragedia grotesca de Carlos Arniches. No obstante, también cabe compatibilizar este deseo con la utilización de su texto como referente para conocer los aspectos señalados por Ramón Pérez de Ayala en su certero comentario. La literatura dramática nos ayuda a conocer nuestro pasado.

La señorita de Trevélez recrea el provincianismo de una Villanea con numerosos antecedentes literarios y que continuaría presente en diferentes obras hasta los años sesenta. El tema se concreta en la ociosidad de unos grupos reunidos en las salas de juego de los casinos, la insensibilidad sentimental de quienes se divierten a costa de almas inocentes y otras circunstancias habituales en una producción literaria, teatral y cinematográfica que gira en torno a la vida provinciana. En su momento, estas creaciones hablaban de experiencias coetáneas que los lectores o los espectadores podían identificar, pero ese mismo provincianismo silenciosamente ha ido convirtiéndose en una referencia del pasado. Y, como suele ocurrir en estos procesos, carecemos de datos, fechas, documentos… para historiar una desaparición difícil de jalonar. Obras como la de Carlos Arniches se convierten, por lo tanto, en una fuente imprescindible para conocer ese tipo de ciudad con su correspondiente mentalidad en un determinado marco histórico. El objetivo justificaría la necesidad de mantener accesible y convenientemente estudiado el texto de La señorita de Trevélez, pero también es preciso historiar el humor como manifestación cultural.

La aportación de Carlos Arniches es fundamental en este sentido. Su trayectoria ejemplifica toda una época del humor teatral en España y, en concreto, la citada tragedia grotesca muestra la maestría del autor en una serie de recursos, desde los juegos de palabras hasta la parodia de referentes culturales hoy sumidos en el olvido. La lectura atenta de La señorita de Trevélez facilita el conocimiento del imaginario humorístico de un notable sector del público de principios de siglo y, al mismo tiempo, justifica que apenas una década después una nueva generación de humoristas (Jardiel, Mihura, Neville…) marcara distancias con respecto al modelo arnichesco, aunque siempre desde el respeto a un autor voluntariamente ajeno a las polémicas y receptivo ante las propuestas de los jóvenes colegas.

La señorita de Trevélez es, asimismo, un modelo histórico y canónico de la estructura de la comedia al servicio de una eficaz comunicación con el público. Como tal, su análisis supone la oportunidad de conocer unos mecanismos que, convenientemente actualizados, todavía garantizan la comprensión de una obra por parte del público, a menudo desconcertado ante propuestas ajenas a cualquier noción de la “arquitectura”. Ésta goza desde hace décadas de una mala y merecida fama, pero Carlos Arniches fue un artesano del teatro capaz de crear varias piezas redondas. La señorita de Trevélez es un excelente ejemplo donde la acción fluye de forma lenta, con el detallismo y la verbosidad habituales de la época, pero también con la seguridad de lo reconocible, de aquello que contribuye a darnos seguridad y, por lo tanto, nos invita a la sonrisa cómplice. El mérito del autor justifica su inserción en la nómina de clásicos entrañables, aquellos que no deslumbran por su brillantez o profundidad, pero ayudan a hacernos felices como espectadores.

 

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