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NúM 6
6. HOMENAJE
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6.1 · SEMBLANZA DE UN MAESTRO: FRANCISCO RUIZ RAMÓN


Por Lourdes Bueno
 

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Cuando José Ramón Fernández, a quien tengo en gran estima, me brindó la posibilidad de redactar un pequeño ensayo para recordar la figura de Francisco Ruiz Ramón, uno de los referentes más carismáticos del panorama crítico del teatro español, un sentimiento de alegría, gratitud y emoción me embargó y acepté el encargo para, instantes después, darme cuenta de mi insensatez: ¿cómo iba yo a ponderar la valía de tamaña figura?, ¿qué podía aportar yo para realzar la ya de por sí sobresaliente imagen de este crítico y estudioso del teatro? Sin embargo, esa intranquilidad se apaciguó levemente al vislumbrar mi aportación como minúsculo grano de arena para rendir un merecido, aunque por fuerza humilde, homenaje al que fuera mi profesor y director de tesis, a la persona que me guió, enseñó y tuteló durante cinco años trascendentales de mi vida. Y héme aquí (cual resucitado Caballero de la Mancha a punto de acometer a unos feroces y desaforados gigantes) cabalgando, lanza en ristre, en pos de una tarea que podría ser cualquier cosa excepto baladí: ofrecer una semblanza de Francisco Ruiz Ramón y recordar el trascendente impacto que su obra ha tenido (y sigue teniendo) para la crítica contemporánea.

“Uno de los pioneros del hispanismo en Estados Unidos” (Paco Cerdá); un “hispanista sin fronteras de excepcional talento y extraordinario talante” (C. George Peale); “uno de los estudiosos fundamentales, claro y profundo, de la historiografía teatral española” (Marcos Ordóñez); “uno de los nombres fundamentales de la historiografía teatral española del último siglo” (Javier Huerta et al.); “el amigo entrañable, el maestro reconocido, el escritor fino y punzante, el investigador admirado” (Alfredo Hermenegildo); “como estudioso del teatro español, era una primera figura internacional” (Andrés Amorós); una “áurea autoridad” (Ignacio Arellano); son algunas de las expresiones que captan la relevancia de la obra y la personalidad de Francisco Ruiz Ramón.

Nacido en 1930, la época convulsa anterior al estallido de la Guerra Civil, pasó sus tiernos años de niñez y juventud entre Játiva y Valencia1, marcado, como tantos otros, por la guerra y la posterior dictadura de Francisco Franco. Se licenció en 1953 en la Universidad de Madrid2, en la que también se doctoró nueve años después tras pasar varios años (de 1957 a 1963) como lector de español en la Universidad de Oslo3.

Con su flamante doctorado bajo el brazo, Ruiz Ramón marcha a Puerto Rico en 1963 en calidad de profesor no titular (Assistant Professor), aceptando así la propuesta que le hizo en su día Julián Marías4. En la Universidad de Puerto Rico imparte sus clases durante cinco años y en ella consigue, gracias a la calidad de su enseñanza y su investigación, la titularidad. Siendo ya profesor titulado (Associate Professor), Juan Luis Alborg le anima a que se venga con él a la Universidad de Purdue (en el estado de Indiana), en la que consigue una plaza en 1968, por lo que se traslada a los Estados Unidos, país en el que fijará su residencia de forma definitiva. Aunque no discutía sus preferencias políticas con sus alumnos, nosotros intuíamos que su presencia en el continente americano respondía a la situación por la que atravesó España en aquellos momentos5 y, tal vez, a su propia experiencia personal fuera del país (es decir, esos seis años que pasó en Noruega y en los que tuvo la oportunidad de poner en perspectiva los acontecimientos que se desarrollaban en España). En diversas ocasiones le oí comentar su deseo, completamente sincero, de volver a recuperar su nacionalidad española, perdida hacía tantos años, mas “como nadie es profeta en su tierra” tuvo que conformarse con simples (aunque frecuentes) visitas a España como profesor invitado, conferenciante agasajado o, sencillamente, visitante de paso.

 En Purdue pasa quince años y va consolidando una sólida fama de profesor eminente y crítico agudo que le vale la obtención de su cátedra. Siendo ya catedrático, y una personalidad cada vez más notable dentro del panorama crítico del teatro español, recala un cierto tiempo en la Universidad de Chicago (1983-1987) antes de aceptar una plaza de catedrático en la Universidad de Vanderbilt6 (en el estado de Tennessee). Justo unos meses después de incorporarse al grupo del profesorado de Vanderbilt, es decir en enero de 1988, recibe de esta universidad el prestigioso nombramiento de Centennial Professor y, el año que se jubila7 (2002), también le otorgan el de profesor emérito (Emeritus). Aquí fue donde impartió sus últimas clases magistrales antes de abandonar definitivamente una profesión en la que los sinsabores (provocados por aquéllos que no comprendían ni aceptaban sus juicios críticos) no lograron minimizar la brillantez de una carrera dedicada exclusivamente al estudio en profundidad del teatro español.

Y fue en la Universidad de Vanderbilt donde se cruzaron nuestros caminos… Un caluroso y húmedo agosto de 1995 mi esposo y yo aterrizamos en Nashville, cuna del country y hogar de Vandy (como cariñosamente se refieren sus alumnos a la universidad), por primera vez. No sabía, por aquel entonces, que los próximos cinco años que pasaría bajo el magisterio de Ruiz Ramón serían esenciales para mi formación. Sin embargo, yo sabía de la existencia de este gran crítico varios años antes de conocerlo en persona. Había leído ya algunas de sus obras más emblemáticas cuando mi madre, invitada a dar una ponencia en la Kentucky Foreign Language Conference, me habló de su encuentro fortuito con él y de cómo Ruiz Ramón, al enterarse de mi interés por viajar a Estados Unidos, comenzó a encarecer la educación de Vanderbilt University (en la que él desarrollaba su docencia en esos momentos) como posibilidad tangible para proseguir mis estudios de posgrado. Años después, haciendo ya un Master en Estados Unidos, tuve la oportunidad de asistir a dos de sus ponencias, las cuales me reafirmaron en mi idea de estudiar con él; y, por ello, decidí finalmente dirigir mis pasos hacia Tennessee y realizar mi doctorado bajo su tutela. Siempre me congratularé de dicha decisión ya que sus consejos y directrices durante el proceso de escritura de mi tesis fueron sumamente enriquecedores y, gracias a ellos, no sólo comencé a leer y a interpretar a nuestros clásicos desde una perspectiva mucho más compleja e interesante sino que mi proyecto de tesis fue publicado, ya como libro, poco tiempo después de su defensa (Bueno, 2003).

La calidad de Ruiz Ramón como profesor era extraordinaria (puedo dar fe de ello), puesto que sabía exponer sus penetrantes ideas sobre el teatro de una manera diáfana y accesible a sus discípulos. “Los alumnos te obligan a dos cosas: a ser claro y a saber escuchar”, comentó en algún momento (Zubieta, 21), y esas dos premisas fueron la base de su magisterio. A diferencia de la tónica general en la que las clases giraban en torno a la discusión de obras, con el control de la misma en manos del alumno y el profesor convertido en simple instrumento mediador, las asignaturas que impartía Ruiz Ramón eran verdaderos ejemplos de clases magistrales. Sus palabras, sus análisis, incluso sus comentarios, abrían los ojos y las mentes de los neófitos a un mundo ya clásico y, sin embargo, renovado y distinto bajo el prisma de sus ideas8. Y su magisterio no se limitaba al espacio de las aulas: su despacho siempre estaba abierto para aquel que quisiera comentar, discutir o simplemente preguntar sobre cualquier aspecto del teatro español. Recuerdo, de forma anecdótica, las interesantes charlas que compartimos, durante un semestre en el que él ofrecía un seminario sobre el teatro romántico, acerca de la fuerza que irradiaba el personaje de doña Inés y la importancia de esta en la apoteósica salvación final del “condenado” don Juan; charlas en las que nuestras opiniones, tanto las suyas como las mías, diferían claramente de las de la crítica en general. La mayoría de sus alumnos aprendieron a “leer” y a amar el teatro español gracias a la pasión que transmitía en cada una de sus lecciones; y conseguir ese interés en unos individuos pertenecientes a una cultura completamente volcada hacia el presente más inmediato y actualizado es un auténtico triunfo (aunque, en honor a la verdad, hay que decir también que esos mismos individuos son capaces, en ocasiones, de apreciar como nadie lo que ellos consideran valiosos vestigios del pasado). Además de consagrarse a su docencia en Puerto Rico, Purdue, Chicago y Vanderbilt, fue invitado en numerosas ocasiones a compartir sus conocimientos, como profesor visitante, con alumnos de las universidades de Salamanca, Valladolid, Córdoba, Jaca, Cantabria o Murcia (dentro del territorio nacional) y de Milán, Amberes, Giessen, Bourgogne; o Montreal (a nivel internacional). Asimismo participó, de manera muy activa y en numerosas ocasiones, en el Simposio sobre el Teatro Español del Siglo de Oro, dirigido por Arturo Pérez Pisonero, que se celebraba paralelamente al Festival de Teatro Clásico Español de El Paso, en México. En todas ellas, estoy convencida, la comunicación directa con los estudiantes fue primordial para él.

Su faceta de historiador del teatro y crítico literario es quizás la más conocida, ya que sus obras tuvieron un impacto extraordinario en el mundo de la investigación y la historiografía teatrales. Tras la aparición de su tesis Tres personajes galdosianos, publicada por la Revista de Occidente en 1964, y la edición crítica de El duque de Viseo de Lope de Vega, Ruiz Ramón “entró por la puerta grande” al publicar, en 1967, el primer tomo de su Historia del teatro español (desde sus orígenes hasta 1900) y el primer volumen (al que seguirían dos más en años sucesivos) de su edición crítica de las Tragedias de don Pedro Calderón de la Barca, ambas obras impresas por la misma editorial: Alianza. El éxito de su Historia del teatro español fue fulminante9 hasta el punto de que, unos años más tarde, fue la célebre editorial Cátedra la que se encargó de publicar una tercera edición ampliada de la obra que ha logrado llegar, por el momento, hasta la undécima edición. Esta obra se convirtió, pues, no sólo en un referente imprescindible para varias generaciones de estudiantes sino también en un texto leído y citado por cualquier estudioso del teatro español que se preciara de serlo.



1 Años en los que, como él mismo comenta en una entrevista, tuvo la suerte de ser discípulo de algunos profesores del Instituto Libre de Enseñanza como Ángel Lacalle o Ildefonso Grande (Zubieta, 2015, pp. 19-23).

2 Durante sus estudios universitarios tuvo como maestros a Lapesa o Balbín, siendo este último su director de tesis.

3 El propio Ruiz Ramón apunta que fue un amigo el que le habló de las excelencias de la universidad noruega y le convenció para ir, como lector, a Oslo. Una vez allí, llegó a reorganizar un centro cultural hispano-noruego que tuvo, como ilustres invitados, a intelectuales de la talla de Julián Marías o Lafuente Ferrari (Zubieta, 20).

4 Julián Marías, al ver la negativa influencia que tenía el clima noruego en la esposa y los dos hijos pequeños de Ruiz Ramón, convence a éste para que se mude a Puerto Rico porque “era un sitio precioso para vivir” (Zubieta, 20).

5 En dicha entrevista confiesa asimismo que, aunque imperaba la actitud falangista en España, “su actitud intelectual era otra” (Zubieta, 20) y que, aconsejado por su director de tesis primero y por Julián Marías después, decide explorar la enseñanza en países fuera de España.

6 Aunque la Universidad de Chicago le atraía enormemente, su traslado a la Universidad de Vanderbilt se debió a dos factores: al hecho de tener grandes amigos allí y a su deseo de trabajar con estudiantes graduados porque, para él, “el seminario era un laboratorio donde lo probaba todo” (Zubieta, 21).

7 Justo un año después de su jubilación, trece reconocidos hispanistas que habían colaborado con él en uno u otro momento de su carrera le rindieron un merecido y cariñoso tributo en Bulletin of the Comediantes (vol. 55, n.1, 2003).

8 Tanto en sus clases como en sus obras, Ruiz Ramón ofrecía una lectura que pretendía eliminar el divorcio entre el teatro “de texto” (o texto literario) y el teatro “de espectáculo” (o texto espectacular) puesto que, para él, el teatral era un “texto hermafrodito, no compuesto” (Celebración y catarsis, 10). Respecto a esto, José Monleón dijo de él que “es uno de los pocos que ha conseguido estar por encima del choque, tópico e inevitable, entre los estudiosos de la literatura dramática y los estudiosos del hecho teatral, entre los profesores y los hombres de teatro, e, incluso, entre los que se aferran al análisis de cualquier período del pasado y los que viven atentos a la modernidad.” (Monleón, 1984, pp. 47-48).

9 Animado por Soledad Ortega y el propio Julián Marías, Ruiz Ramón acomete la tarea de escribir una historia del teatro español. La primera edición, publicada por Alianza, se agotó en seis meses, y las posteriores ediciones, ya bajo el auspicio de Cátedra, han seguido influyendo en estudiantes y estudiosos del teatro. Para Andrés Amorós, “una de las glorias mayores que puede alcanzar un filólogo es que su apellido, colocándole delante un artículo, se identifique para siempre con un libro que todos manejamos”, y eso precisamente es lo que ha ocurrido con esta obra: “desde hace años el Ruiz Ramón es una expresión acuñada y habitual en el mundo entero, para todos los que se interesan por la historia de nuestro teatro” (Amorós, 2004, p. 371).

 

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