CAMPOS GARCÍA, Jesús, … y la casa crecía. Madrid, Centro Dramático Nacional, col. Autores en el Centro, 2016, 185 págs.

Virtudes Serrano
Universidad de Murcia

El 4 marzo de 2016 se estrenó, en el Teatro María Guerrero de Madrid, … y la casa crecía, de Jesús Campos. Hacía casi cuarenta años (22 de abril de 1976) que el autor había representado en tan emblemático escenario su premio Lope de Vega de 1974, 7000 gallinas y un camello; como aquel, el texto que nos ocupa se dirige a la sociedad para hablarle de sus problemas más acuciantes, los provocados por la crisis económica, y se vale de una estructura narrativa parabólica y simbólica, como lo había sido la de aquellas gallinas y aquel camello de los ya lejanos años del tardofranquismo.

Si entonces el soporte dramatúrgico empleado por el autor había sido el drama rural, ahora realidad, parábola y símbolo se alojan bajo una capa de humor próximo a las comedias jardielescas  y a Mihura; la brillante expresión de sus personajes, el chiste verbal, las rupturas de sistema caracterizan unos procedimientos lingüísticos propios de aquel género; la presencia de amables espíritus, que acompañan y se comunican con los vivos o los vigilan desde ciertos lugares de la escena, son herencia de los mejores comediógrafos españoles de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Pero la pieza ofrece mucho más; Alberto Fernández Torres, autor del prólogo (“Experimentando el desorden”, págs. 9-16) aporta unas acertadas claves sobre el contenido profundo que reside bajo la amable cobertura:

Todo el espectáculo puede ser entendido, entre otras “lecturas” posibles, como una gigantesca metáfora escénica de uno de los grandes fenómenos de la crisis económica: la extensión, diversificación y crecimiento descontrolados de la economía, muy en particular del sistema financiero, como condición necesaria (si es que no la causa) de la crisis más importante que ha afectado al sistema capitalista desde el crack de 1929 (pág. 12).

El propio autor, en las breves líneas que dedica al texto en la cuarta de cubierta de la edición que comentamos, explica: “Vengo a contar en ella, o en ella se refieren, los muchos sobresaltos que apenas sobresaltan cuando los vemos en los telediarios”; considera que su obra “nos podría valer, por un ratito, para ver ‘nuestro mundo’ a través de los prismas de la irrealidad”. Y explica: “Que esa es la gracia de las alegorías: contar lo que no es para ver si así vemos mejor lo que sí es”.

El texto (págs. 17-186) viene ilustrado con la reproducción de las distintas fases  del decorado que preceden a cada una de las diez escenas y con una última imagen con la que da fin esta historia escénica, que queda inquietantemente abierta para el público. Se intercalan, así mismo, múltiples fotografías de la representación con las que el lector percibe diversos aspectos del mobiliario, la gestualidad, el vestuario, los peinados. Jesús Campos firma, además del texto, la dirección y la escenografía. Es común al autor ocuparse de todo el proceso de montaje y, para quienes le conocemos, no es difícil relacionar  su concepción del espacio escénico con la profesión de decorador que ejerció en otro tiempo.

La obra se desarrolla en dos niveles: el real, que corresponde a los personajes de Isabel y Alberto, la joven pareja que llega a la impresionante mansión de Doña Aurelia, atraídos por un alquiler muy ventajoso con el que la rica viuda ofrece su palacio a quien se comprometa a cuidarlo y mantenerlo; y el simbólico, representado por la estructura misma de la casa, espacio con vida propia que crece y se amplía al margen de la voluntad de quienes la habitan, comprimiendo la vida de la joven pareja y contaminando a Alberto con la maligna influencia que emana. El lector tendrá, en la reproducción de las fases del decorado, una imagen que se enriquece con la acotación inicial de cada escena. Ambos elementos ilustran de forma significativa la lectura de esta compleja propuesta teatral.

No es nueva en la dramaturgia de Jesús Campos esta hibridación entre lo real y lo simbólico; sí lo es el tema tratado, porque la obra habla de la crisis económica pero va más allá, habla de la facilidad con la que los seres humanos, los ciudadanos de a pie como Alberto, caen en la trampa de los que manejan los hilos del poder sin comprender que ese mundo de espectros no es el suyo y que pueden ser aniquilados por ellos aunque apenas se advierta su presencia. Aunque bajo capa de humor disparatado, teñido de comedia negra, donde se pasean por la escena en aparente igualdad personas del mundo real y espectros, imágenes que toman cuerpo y voz o reliquias del ayer que surgen desde las profundidades, Jesús Campos habla de desahucios, de fraudes, de enriquecimiento ilícito, de tráfico de armas, de inmigración, de cómo la riqueza sigue aumentando para los ricos, de cómo los que no lo son no pueden salvar el abismo por mucho que se empeñen y, lo que es más alarmante, de cómo para ese cáncer social que ha dado al traste con la estructura económica occidental, no se ha encontrado todavía un antídoto eficaz.

No es cometido de estas líneas desvelar las claves argumentales de una obra que posee un engranaje de falsedades y reconocimientos que ha de investigar el lector. Sí he de volver a repetir lo que tantas veces he afirmado: Si por algo se puede clasificar a Jesús Campos a lo largo de su dilatada carrera en el teatro español es por la incansable tendencia a realizar nuevas y transgresoras propuestas ligadas con la realidad vivida, con lo que plantea un profundo debate para el receptor, el único capaz de impedir que el negocio continúe.