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NúM 6
1. MONOGRÁFICO
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1.4 · OCUPACIÓN TEATRAL DEL ESPACIO PÚBLICO


Por Eduardo Pérez-Rasilla
 

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Es evidente la condición mestiza del teatro, que se muestra como un territorio con numerosas y permeables fronteras. El teatro se manifiesta a un tiempo expansivo y retráctil, ocupa permanentemente nuevos ámbitos y es colonizado de continuo por otras disciplinas. Su condición estética y política ha procurado a su larga historia un fecundo conflicto entre ambos aspectos, que, por una parte, ha conducido a una mutua contaminación, y, por otra, a una recurrente necesidad de replantear su especificidad formal y su responsabilidad social.

 

La teatralidad en el espacio público

Desde estas consideraciones generales me propongo llevar a cabo una reflexión sobre algunas manifestaciones teatrales y políticas que se han producido en España durante los últimos años, en las cuales se advierten o se ponen en cuestión las relaciones entre la escena y la vida pública. Soy consciente de que los ejemplos abordados contienen una mínima parte de cuantos pudieran recogerse, pues la interacción entre teatro y política es continua y creciente. A la propensión de las artes escénicas a la performatividad –suficientemente verificada durante las últimas décadas–, se suma la tendencia a que la protesta política y social se exprese mediante procedimientos de naturaleza escénica, tal como ha subrayado por ejemplo, Antonio Valdecantos, si bien el filósofo se pregunta irónicamente si la verdadera eficacia política no habría que buscarla en una manifestación de ciudadanos a bordo de sus automóviles, consciente, claro está, de lo improbable de tal proyecto, dada la sobrestimación que profesan a sus vehículos los ciudadanos: estos prefieren, sin duda, exponer sus propios cuerpos a poner en riesgo sus preciados automóviles (Valdecantos, 2014). Pero esta reflexión provocativa pone de relieve cómo la calle es el espacio de reivindicación y cómo los cuerpos han sido desalojados de esa calle y sustituidos por artefactos mecánicos, como ha explicado David Le Breton (2015), para quien el acto de caminar se ha convertido en una actividad política, en cuanto que supone una exposición del cuerpo y una reivindicación de su presencia en el espacio público. José Antonio Sánchez ha hablado de “poner el cuerpo” como principio que guía las prácticas de resistencia contemporánea en la escena. Poner el cuerpo constituye, a su entender, “un acto de libertad” (2016: 125).

Todo ello nos sitúa ante un primer punto de convergencia entre la reivindicación política y la escena: el compromiso del propio cuerpo. Y si las manifestaciones políticas se convierten también en representaciones destinadas a ser contempladas, singularmente de manera extrañada y distante, a través de las televisiones, la presencia física, la mostración corporal, constituye en sí misma una actividad performativa con diversas implicaciones y consecuencias. El cuerpo ocupa espacios, arrebata, al menos momentáneamente, la posesión de la calle a un poder que ejerce su dominio mediante esos artefactos y máquinas a los que se refería Le Breton o mediante una serie de disposiciones administrativas y simbólicas que limitan o neutralizan la relación del ciudadano con el espacio que le es propio. La ocupación de la calle es doblemente reivindicativa: en cuanto que se reclama algo o se protesta por algo, pero también, o quizás sobre todo, porque se reclama la calle misma para el ciudadano. Esta ocupación-reivindicación suele resultar también un acto festivo y un momento de encuentro con los otros (y con uno mismo), lo que constituye un segundo punto de convergencia con las artes escénicas. El refuerzo de la idea de comunidad, que tiene que ver con la proximidad corporal, con la voluntad de compartir espacios y experiencias, con la conciencia de un propósito común y también con la utilización de unos elementos de celebración –cantos, palabras coreadas, indumentarias o máscaras, entre otros, que son también recursos escénicos– contiene la noción de lo festivo, pero es que, además, las manifestaciones políticas (me refiero a ellas en un sentido amplio, que incluye acciones colectivas de reivindicación o protesta, no solo a las marchas propiamente dichas) han acentuado con frecuencia sus aspectos lúdicos, satíricos y, en ocasiones hasta farsescos. Sus organizadores y participantes han aguzado su ingenio y han procurado, a la hora de enfrentarse a los poderes, no magnificarlos en su representación, sino, a la manera brechtiana, buscar los aspectos risibles y ridículos que esas formas de opresión, abuso o restricción de libertades llevan consigo. Y es posiblemente este uno de los territorios en los que las acciones políticas y sociales resultan más eficaces. Máscaras grotescas, seres humanos disfrazados de animales, frases incisivas y burlescas, alusiones, modificación ingeniosa de canciones y textos conocidos a los que se imprime un nuevo sentido, presencia en las pancartas y carteles de caricaturas y dibujos singularmente expresivos, reclamaciones de presencias improbables, etc.

No obstante, esta propensión a la comedia, evidente en tantas acciones de naturaleza política, convive con la utilización de elementos representativos que nos aproximan a la tragedia y a las formas rituales del teatro, máxime cuando estas manifestaciones tienen que ver con la repulsa de alguna forma de violencia o con la protesta frente a situaciones oprobiosas que engendran un gran sufrimiento colectivo: las máscaras hieráticas que ocultan pudorosamente el rostro para universalizar el dolor y compartirlo; el empleo del color rojo, que se asocia inevitablemente a la sangre, con el que se tintan manos o cuerpos; el uso del color blanco, que evoca la ritualidad, una cierta pureza moral o también, y en último término, la muerte; cuerpos tendidos o desnudos, que evocan el desamparo o la destrucción, etc.

No es extraña tampoco la conjunción de estos géneros, combinada por lo demás con otros estilos escénicos, desde la performance propiamente dicha a la ceremonia escénica o al drama. La búsqueda de la empatía o de alguna suerte de comunión emocional con las causas defendidas o reivindicadas o, por supuesto, con las personas o los colectivos que sufren las consecuencias de las injustas decisiones de los poderosos, o, por el contrario, la deliberada distorsión estética de lo que representan las causas combatidas o los valores sociales, políticos y económicos que las sustentan, son procedimientos recurrentes en las manifestaciones. En suma, la acción política en la calle renuncia a la expresión violenta en favor del ingenio y el humor, la plasticidad y la belleza estética. Es más, incluso la tradicional capacidad de intimidación inherente a los movimientos de masas parece quedar relegada y se prefiere ofrecer una imagen entrañable o divertida, lo que no significa renunciar a la incisividad o a la pretensión de eficacia política y social. “La imaginación es política”, ha escrito Didi Huberman (2012: 46), y ciertamente esta facultad no está ausente en las protestas de la vida pública española reciente.

Por ejemplo, las denominadas mareas que caracterizaron algunas protestas políticas, sobre todo durante los años 2011-2016, recurrieron a la imaginación y la resistencia por las que aboga Didi Huberman. La marea blanca, que dio forma a las protestas y reivindicaciones de los profesionales de la sanidad pública, fue configurando un lenguaje sencillo, vigoroso y fácilmente reconocible por los ciudadanos (fig. 1). La elección del color blanco, que se asociaba al color de las batas utilizadas por los profesionales en el ejercicio de su tarea y tal vez también a las ropas de cama de los hospitales y a la pulcra higiene de los espacios e instrumentales médicos, produjo la identificación inmediata de este color con la exigencia de un tratamiento digno a los profesionales de la y salud y con la protesta ante las constantes detracciones de recursos que practicaban los gobiernos central y autonómicos. Las batas blancas que vestían los manifestantes que asumían aquellas reivindicaciones o las sábanas blancas que colgaban de innumerables balcones y ventanas constituían un constante recordatorio de lo reivindicado, pero también la elección de un lenguaje estético efectivo para reclamarlo. Desde una consideración metafórica, el color blanco se convertía además en un poderoso referente. El movimiento –la marea– se complementaba con unas acciones que acentuaban su dimensión escénica: los ciudadanos eran convocados (y respondían multitudinariamente) a rodear hospitales emblemáticos de las ciudades. Los manifestantes se convertían así en performers que ejecutaban una sencilla, pero contundente acción solidaria: tomados por las manos rodeaban enormes edificios y exhibían así ante los demás ciudadanos su voluntad de proteger aquel bien común destinado a salvar vidas humanas y a dispensar cuidados a los enfermos.

Otro sector profesional, el de los docentes, singularmente los profesores de las enseñanzas primaria y secundaria, organizó en esos mismos años la denominada marea verde. Los profesores vestían camisetas de ese color no solo en las (numerosas) manifestaciones llevadas a cabo (fig. 2), sino también en otros ámbitos, por ejemplo, en sus centros de trabajo, en los lugares a los que asistían para recibir formación o incluso en el transcurso de su actividad privada. La acción, también sencilla y reconocible, se convertía así en la expresión de su voluntad de ocupar la calle, de recuperar el espacio público para lo que representa la enseñanza pública como ámbito de educación, cultura y socialización. El color verde, asociado a la naturaleza, la ecología y la esperanza, y no vinculado a ninguno de los partidos políticos mayoritarios, podía sugerir un lugar de todos, un espacio libre donde pudieran dilucidarse los proyectos de mejora intelectual y personal. Por lo demás, la omnipresencia del color verde apuntalaba la idea de marea, que llega a todos lados, y de red que refuerza la imagen de la discreta pero implacable solidaridad que quería ofrecerse. Otros colores y otras mareas completaron este deseo cívico frente a la confiscación de los bienes comunes por parte de unos pocos.

La dimensión performativa está presente en las actividades de la Plataforma Anti-desahucios (PAH), singularmente en los denominados escraches, que tan ruidosa incidencia social y tanta polémica ética y política han generado –lo que no ha hecho sino prolongar el eco de la acción performativa–, cuando ciertamente tales prácticas han llamado la atención de la opinión pública mucho más por su valor escénico y por su capacidad de evocación y sugerencia que por lo pudieran tener de intimidatorio.

Algo semejante cabría decir de las actuaciones –en España y en muchos otros lugares– del colectivo Femen, en cuyas performances, definidas por un preciso, incisivo e inequívocamente reconocible lenguaje corporal, se configura un discurso de reivindicación y protesta, de afirmación y de lucha (fig. 3). Los aspectos éticos (“poner el cuerpo”, irrumpir en espacios de compromiso y riesgo físico, emocional y moral) y estéticos (el desnudo o semidesnudo y el relevante empleo del recurso, utilizado con alguna frecuencia en la escena y dotado de una poderosa resonancia, de la escritura sobre la propia piel) convergen en estas acciones políticas de naturaleza teatral.

Pueden aducirse otros casos, como las protestas realizadas contra el maltrato animal (creación de imágenes, mediante los propios cuerpos, que proponen una mímesis de ese maltrato: cuerpos desnudos pintados de rojo, p.ej.) o las diversas conmoraciones luctuosas o las protestas ante distintas formas de violencia, que se expresan mediante manos tintadas de blanco o de rojo, rostros pintados o enmascarados, velas encendidas, suelta de globos o, sencillamente, la presencia testimonial de personas que recuerdan a quienes han sido excluidas o asesinadas. Recientemente también se han organizado elementales y esquemáticas representaciones –los procedimientos parecen dar prioridad a lo mimético aunque no carecen de valor simbólico– de la tragedia vivida por refugiados y emigrantes en las fronteras de la Unión Europea. Estas escenificaciones colectivas, más o menos espontáneas o más o menos organizadas, expresan la protesta ante las autoridades comunitarias y la solidaridad con los refugiados.

El movimiento del 15M ofrece todo un conjunto de ejemplos en los que la acción política recurre a la teatralidad. Cabría decir que el 15 M supone ante todo un cambio de lenguajes, un hartazgo de la reiteración de viejos paradigmas presentados como si fuesen los únicos posibles. Las reuniones, manifestaciones y concentraciones, los actos de convivencia cotidiana y festiva a un tiempo, constituían también la invención de un nuevo lenguaje, una nueva estética relacional, por decirlo en términos de Bourriaud (2006). Las asambleas, improvisadas o convocadas, ponían de relieve justamente que lo interesante allí no era tanto lo que se decía, sino las nuevas maneras de decir y de escuchar y la posibilidad efectiva de que, quienes no habían tenido acceso a la palabra en el ámbito de lo público –individual y colectivamente–, pudieran disponer de ella con libertad y con el compromiso de asumir las responsabilidades que ese discurso llevaba consigo (fig. 4). El gozo que producían aquellos encuentros era también un gozo estético.

 

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