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NúM 6
2. VARIA
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2.2 · SUEÑO Y REALIDAD EN LA TRILOGÍA DE LO INVISIBLE. CONSIDERACIONES ACERCA DE LA CONCEPCIÓN Y DE LOS LÍMITES DEL PLANO ONÍRICO EN EL TEATRO DE AZORÍN


Por Laura García Sánchez
 

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1. INTRODUCCIÓN

Gran parte de la producción dramática de José Martínez Ruiz pasa por los cauces de la renovación a través de la corriente surrealista. La adscripción a esta estética por parte del autor alicantino responde, sin duda, al deseo de ruptura con el modelo de teatro realista y de consumo imperante en la época. Pese a ello, la década de 1920 supuso, en cierta medida, la irrupción de nuevas manifestaciones teatrales de carácter minoritario en las que, sin embargo, coincidirían autores de distintas generaciones como los jóvenes Federico García Lorca, Max Aub o José López Rubio, y los experimentados Unamuno y Azorín. La influencia europea juega aquí un papel esencial mediante lo que Ricardo Doménech denomina como “la propuesta de un teatro de arte, entroncado con las corrientes europeas postnaturalistas” (Doménech, 1968: 391). La entrada de estas innovadoras propuestas al hasta entonces inmovilista teatro español encontró en el Azorín crítico a uno de sus máximos valedores. Tanto es así que Edward Inman Fox no dudó en afirmar que “la campaña teatral de Azorín consistía, en gran parte, en informar al lector sobre el teatro experimental en Francia, Italia y Rusia”, de forma que el crítico literario “fue claramente el publicista que más abogaba por una revolución en el teatro español” (Inman Fox, 1968: 376). En esta misma línea, Francisco Ruiz Ramón habla de la voluntad del crítico y escritor “de desprovincializar el ambiente teatral español incorporándolo a las nuevas tendencias del teatro europeo, especialmente en su expresión francesa” (1980: 163).

Una de las principales características de ese teatro innovador y experimental fue el antirrealismo. Su selecto público había de ser plenamente consciente de la fantasía que presenciaba en escena, esto es, del carácter meramente ficcional y artístico de la representación. Para ello, las vanguardias serían fundamentales. No obstante, entre todas ellas, el surrealismo –dado el tratamiento del subconsciente y del sueño, así como el desligamiento de la realidad que promulgaba– gozó de una mejor acogida por parte de la crítica renovadora y de mayores posibilidades dramáticas para los autores de su tiempo. Desde estos planteamientos, se configura un modelo teatral opuesto al implantado por la estética realista, pues, tal y como resume Mariano de Paco, el teatro de este periodo “ha de despegarse de la realidad diaria, de los problemas burgueses, de los tópicos moralizantes y vulgares, ha de entrar en el mundo del misterio, del sueño y del subconsciente” (1998a: 295). Para la materialización de estos planteamientos teóricos la figura de Azorín resultaría fundamental1, a pesar de que su peculiar forma de interpretar y de adaptar a las tablas el surrealismo le valiera numerosos ataques de sus contemporáneos y de la crítica posterior:

El juicio de Azorín carece de precisión. Tampoco se observa mucho respeto por los detalles en cuanto al método surrealista en sus obras, en las que él piensa haber creado un teatro 'superrealista'. La estructura de sus dramas no traspasa los límites del modelo convencional y su técnica es surrealista en tanto que en las obras se manifiesten los elementos oníricos, a saber, que se funden el ensueño y la realidad, como sucede en Brandy, mucho brandy (1927) y en la trilogía Lo invisible (1928) (Aszyk, 1995: 68).

Aun así, Aszyk señala que “Muchos críticos, para confirmar la recepción del teatro surrealista en España, han acudido a las aclaraciones que Azorín iba dando a lo largo de la segunda mitad de los años veinte” (1995: 68). Entre estas aclaraciones, encontramos las reflexiones teóricas del escritor en torno a la necesidad de imposición del surrealismo –o como él mismo lo llamaba, superrealismo– en algunos de sus artículos sobre teatro publicados en la prensa de la época y recopilados en 1947 bajo el título Ante las candilejas [Fig. 1]. En “El superrealismo es un hecho evidente”, podemos observar cómo el alejamiento de la realidad naturalista y la preeminencia del ensueño son, desde su perspectiva, algunos de los pilares bajo los que se sustenta la renovación del arte llevada a cabo por esta corriente:

Necesitamos otro teatro para otra novela. ¿Abominamos la realidad? La realidad estudiada, analizada, observada por el naturalismo era necesaria. Necesitábamos conocer exactamente la realidad para poder elevarnos sobre ella y formar –literariamente– otra realidad más sutil, más tenue, más etérea y, a la vez –y esta es la más maravillosa paradoja–, más sólida, más consistente, más perdurable. Y hemos llegado, desprendiéndonos de la materialidad cotidiana, a la realidad de la inteligencia. Los grandes problemas del conocimiento constituyen, a la hora presente la materia más duradera y fina del arte. ¿Qué es la vida? ¿Cuál es la realidad que diariamente vivimos y cuál es el ensueño? El ensueño, ¿es una verdadera realidad? […]

¿Definición del superrealismo? Cada cual lo imaginará a su manera. […] La vida actual es rápida, vertiginosa, contradictoria […] Y la superrealidad, la realidad emanada de esa realidad, debe ser también rápida, tenue y contradictoria (Martínez Ruiz, 1998: 371).

Azorín se aparta así de la estética naturalista, que ha de ser sustituida por un tipo de teatro en el que emerja otra realidad, la del mundo del subconsciente y del ensueño. En su tesis doctoral, El teatro de Azorín, Miguel Ángel Fernández Ladrón de Guevara parte de la idea de que el escritor no rechaza por completo el teatro naturalista, sino que se adhiere a la necesidad de una nueva estética planteada por los viejos tiempos (1998: 112). Los límites difusos que separan la realidad de ese ensueño marcan, de manera evidente, la trilogía de Lo invisible [fig. 2]. Pero antes, es necesario subrayar la abierta concepción del superrealismo que Azorín expone en sus artículos teóricos y que se verá también reflejada en su producción teatral2. Para Francisco Aranda, este hecho, unido a los constantes cambios ideológicos del dramaturgo, provocaría que la crítica de su tiempo no creyera demasiado en su filiación surrealista, algo que le llevaría a ser considerado como suprarrealista, etiqueta con la que “el autor no quedó insatisfecho” (1981: 77). En la recepción posterior de su obra dramática existen también voces discordantes como la de José Monleón3, quien no deja de lado las ideas políticas del autor para afirmar que “sus obras se asientan en un profundo equívoco: el de creer que su idea de renovación, de crisis histórica, guarda alguna relación con la verdadera vanguardia” (1975: 233). Más que con Bretón, los juicios superrealistas de Azorín parecen hallar su base en la definición de surrealismo propuesta por Guillermo de la Torre. De acuerdo con los planteamientos del ensayista argentino de los que Jesús García Gallego se hace eco, el auténtico surrealismo consistía en la transformación y en la elevación de los elementos de la realidad cotidiana a una dimensión diferente (1984: 27). Asimismo, la propuesta azoriniana entroncaría también con la del crítico francés Gaetan Picon, para quien el éxito de la creación surrealista residía en “el mundo de los sueños, en el gusto por lo fantástico, en el poder de crear lo maravilloso y en la imaginación” (García Gallego, 1984: 116). En este sentido, Ángel Berenguer observa que la ruptura con la realidad de Azorín “debe situarse en la línea de los surrealistas franceses, significa la más alta realización de esta tendencia innovadora” (1988: 49). Sin embargo, Jerónimo López Mozo sitúa lejos de los preceptos teóricos de Francia las influencias más directas del superrealismo teatral azoriniano y nos remite a la importancia capital de poetas como Rainer María Rilke (cuyo fallecimiento es el punto de partida de Lo invisible y del que Azorín se declara heredero directo en el prólogo en prosa de la trilogía) o dramaturgos como Maurice Maeterlinck, Luigi Pirandello, Jean Cocteau o Jean Giraudaux (2008).

A pesar de la polémica surgida en torno a este asunto, el debate acerca de la filiación surrealista del teatro de Azorín no tuvo lugar en las diversas críticas que recibió el estreno conjunto de las tres piezas dramáticas que conforman Lo invisible [fig. 3, fig. 4 y fig. 5]. Tal y como resume Pilar Nieva de la Paz en el artículo “Crónica de un estreno: Lo invisible (1928), de Azorín”, existió una cierta oscilación entre aquellos sectores que veían con buenos ojos la labor de “El Caracol” –grupo encargado de la representación y dirigido por Cipriano Rivas Cherif– y aquella parte de la crítica poco benévola con la obra del dramaturgo:

La tónica general que ofrecen los comentarios críticos localizados es, por un lado, la expectación esperanzada ante el nacimiento del nuevo grupo artístico, que se presentaba sobre las tablas remitiéndose al magisterio del “Teatro de Arte” de Moscú y, por otro, una fría y, por lo general, poco favorable acogida de la obra del autor alicantino. No dejaron de señalarse, sin embargo, los logros que Azorín había alcanzado con su trilogía, aunque éstos no sirvieran para compensar los fallos que varios de estos críticos achacaron a la obra (Nieva de la Paz, 1993: 106).

Retomando la influencia explícita de autores literarios como Rainer María Rilke (mediante su obra Los cuadernos de Malte Laurids Brigge ), Maurice Maeterlinck o Sutton Vane (a quienes, sin embargo, el alicantino no cita en el mencionado prólogo en prosa), habremos de tener en cuenta la preocupación por la muerte que Azorín comparte con ellos, así como su puesta en escena a partir de determinados personajes o elementos simbólicos. Llegados a este punto, debemos aludir al estrecho conocimiento que Azorín tuvo de las obras de Maeterlinck gracias a la traducción que él mismo llevó a cabo en 1896 de la trilogía del autor belga sobre la muerte formada por La intrusa, Los ciegos e Interior (Fernández Ladrón de Guevara, 1998: 348). En líneas generales, la crítica ha elogiado la hábil elección de estos precedentes literarios en la trilogía. Así, la ausencia de conflicto que César Oliva acusa en el resto de la creación teatral del autor se desvanece en Lo invisible debido a “la innegable influencia de Rilke y Maeterlinck en sus modernas reflexiones sobre el tema de la muerte”, algo que acaba por conseguir “un carácter innovador que no logró con el resto de su producción” (1980: 88)4. En opinión de Guillermo Díaz-Plaja, Azorín logra superar el estremecimiento que el protagonismo de la muerte tiene en Maeterlinck mediante la pureza y la sobriedad de su tratamiento (1945: 373). En efecto, tal y como Monleón apunta, la constante presencia y la amenaza invisible de la muerte la convierten en “una fuerza aniquiladora que puede llegar en cualquier momento” y en “un elemento indisociable de la realidad” (1975: 243) que mantiene a las protagonistas en una zozobra permanente.

Pero la innovación en el teatro de José Martínez Ruiz manifestada en Lo invisible no se limita a la aplicación (ortodoxa o no) de los principios del surrealismo y a la herencia de Rilke o Maeterlinck en cuanto a la omnipresencia de la muerte se refiere. El cine es otra poderosa fuente de renovación en la construcción del diálogo y de la acción dramática5. Así las cosas, Lucio Basalisco sistematiza algunas de las bases técnicas del teatro experimental defendido por el Azorín teórico:

Al nivel técnico, las propuestas más importantes que avanza son las siguientes:
a) el diálogo tiene que asumir el mayor relieve;
b) las acotaciones se deben eliminar o reducir a lo esencial;
c) el teatro tiene que inspirarse en los adelantos del medio cinematográfico y utilizar su técnica (Basalisco, 1998: 88).

De esta suerte, uno de los elementos caracterizadores en la construcción técnica de este nuevo modelo de teatro es el diálogo. Santiago Riopérez y Milá destaca “la especificidad” de esos diálogos, marcados fundamentalmente por las interrupciones e incoherencias propias de la vida. Para Riopérez, a ese valor innovador del diálogo han de unirse otros elementos de posible influencia cinematográfica como son “la preponderancia de ruidos y sonidos”, el contraste de luces o la antiescenografía (1979: 548). Del mismo modo, Monleón no olvida la diferenciación que Azorín establece entre las distintas realidades a las que el cine y el teatro parecen hacer referencia, pues “mientras que en el primero se tiende a tomar en cuenta las realidades subjetivas y las objetivas –el subconsciente y la lógica–, en el teatro no se pasa por lo general del segundo de estos órdenes, es decir, de la anécdota” (1975: 213). Esta distinción nos lleva, por tanto, a advertir la conexión existente entre el tratamiento cinematográfico y la esfera diferente de la realidad a la que, hasta entonces, el teatro convencional no había sido capaz de aproximarse. En aras de establecer dicha conexión, la concepción azoriniana del espacio dramático es otro aspecto básico. Fernández Ladrón de Guevara estudia la referencia espacial en gran parte de la producción dramática del teórico, lo que le permite diferenciar una doble concepción de esta: en primer lugar, como idea y “estado espiritual”; en segundo lugar, como paisaje en una “ubicación concreta” (1997: 119). Parece, pues, que la incursión del sueño en la acción dramática de Lo invisible no es solo producto del surrealismo, ya que Azorín bebe en toda su producción dramática de diferentes fuentes teóricas, técnicas y literarias.



1 A propósito de la práctica teatral azoriniana y de la asunción de los preceptos superrealistas, Mariano de Paco añade que las piezas dramáticas del alicantino pretenden levantar al espectador de la realidad, integrarlo en el sueño y aproximarlo a Europa (1998a: 296). De entre todas esas piezas, cabe destacar la tragedia moderna Judit, escrita en 1925 y desconocida hasta que el propio de Paco la editara junto a Antonio E. Díez Mediavilla en 1993 (Alicante, Fundación Cultural CAM).

2 Jerónimo López Mozo echa en falta una declaración más prolífica de los intereses y las preocupaciones teatrales de Azorín, ya que “La apuesta del escritor era por un teatro en el que la intriga estuviera ausente y su lugar lo ocupase la imaginación. Pero sorprendentemente, el propio escritor no fue mucho más allá a la hora de definir su teatro o de apuntar los temas que le preocupaban, fuera de que estos debían buscarse en el mundo interior, donde habitan las ideas y trabaja la imaginación” (2008).

3 Para contrarrestar este tipo de juicios y probar la inserción de la producción dramática de Martínez Ruiz dentro de la estética de la vanguardia surrealista, Antonio Díez Mediavilla propone en la conferencia “El espacio y el tiempo dramáticos en el teatro de Azorín” un análisis de ambas unidades en dos obras del de Monóvar posteriores a la trilogía, concretamente Angelita –escrita en torno a 1929 y estrenada en 1930– y Cervantes o la casa encantada –publicada en 1931, aunque no llegó a estrenarse– (2001: 340-350). Sin embargo, no debemos descartar la presencia de la dimensión sociopolítica en el teatro azoriniano, pues, como el propio Díez Mediavilla defendió más de una década antes, el empeño de Azorín en su proyecto teatral se basaba en el principio “de que teatro y sociedad son dos elementos íntimamente relacionados, y la constatación del cambio producido en la sociedad española a lo largo de los veinticinco primeros años de nuestro siglo, ponen de manifiesto la imperiosa necesidad de una transformación de signo equivalente, en los principios que sustentan el fenómeno teatral” (1985: 154-155).  

4 En su introducción a la edición conjunta de Lo invisible y Angelita (Madrid, Biblioteca Nueva), Oliva se refiere al espacio y al tiempo de las piezas que componen la trilogía en función de la omnipresencia de la muerte. Así las cosas, nos encontramos ante “llegada y aviso de la muerte (en el Prólogo), anuncio de una muerte inesperada cuando era otra la posible (La arañita ), aparición interesada de la muerte bajo el disfraz de una creencia popular (El segador ) y entrada a los dominios de la muerte con apariencia de tránsito convencional (Doctor Death )” (1998: 8).

5 En 1927, Azorín se interesa por la influencia del cinematógrafo en el proceso de modernización teatral, aduciendo que el séptimo arte potenciaba la renovación del género dramático en tanto en cuanto propiciaba el internamiento escénico en el plano del subconsciente (Díez Mediavilla, 1985: 156).

 

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