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NúM 6
2. VARIA
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2.2 · SUEÑO Y REALIDAD EN LA TRILOGÍA DE LO INVISIBLE. CONSIDERACIONES ACERCA DE LA CONCEPCIÓN Y DE LOS LÍMITES DEL PLANO ONÍRICO EN EL TEATRO DE AZORÍN


Por Laura García Sánchez
 

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2. ANÁLISIS DE LA REALIDAD Y EL SUEÑO EN LO INVISIBLE

2.1. Prólogo

En primer lugar, es necesario comenzar este análisis que atiende a la construcción del sueño y de la realidad en la trilogía a partir del mecanismo de la autoficción –tan prolífico en la producción narrativa de José Martínez Ruiz– presente en el Prólogo escénico. Su redacción posterior con respecto a las tres pequeñas obras que conforman Lo invisible no constituye desconexión alguna con estas, sino más bien un intento consciente con el fin de incrementar el valor dramático del tema de la muerte por parte del autor. El espacio de creación dramática elegido por Azorín para este, al igual que la inclusión de personajes de la realidad teatral tales como el Autor (que sería en alguna ocasión representado por él mismo6), la Actriz o el Traspunte, nos sitúan ante un componente implícito de ficción. A este respecto, Mariano de Paco y Antonio Díez Mediavilla señalan en la introducción al segundo volumen de las obras escogidas de Azorín una circunstancia que no ha de pasar desapercibida para el espectador/lector: las primeras palabras de este Prólogo, y con ello, de toda la trilogía, no son pronunciadas sino por el propio Autor, “combinando los planos de su propia realidad, del teatro […], con la misma ficción” (1998: 53). Así pues, el juego entre la realidad y la ficción que se da en esta introducción a las tres piezas dramáticas posteriores no es en nada arbitrario, dado que guía, en lo sucesivo, la interpretación que se dé a la contraposición de las dos dimensiones que nos ocupan.

Ubicados ya en este espacio ficcional, la irrupción de la Señora –personaje femenino de elegante porte que encarna a la muerte7– nos hace suponer que esa realidad teatral ha sido construida en torno a su figura. Por ello, no es de extrañar que, desde el primer momento en el que esta interrumpe los ensayos de la compañía, toda la acción y el diálogo gire a su alrededor, de modo que se convierte en la única y verdadera protagonista del breve Prólogo. Su presencia, asimismo, nos lleva –por vez primera en la trilogía– a distinguir a los personajes de acuerdo a dos planos: por un lado, el de la realidad, donde encontramos al Autor, la Actriz y el Traspunte (es decir, a todos los personajes vinculados con el teatro); por otro, el del sueño, en el que la Señora cuenta con el dominio absoluto. Dicha distinción estaría de acuerdo con lo planteado por Virtudes Serrano, quien apunta al “juego de contrarios donde radica la gran teatralidad de la pieza, estructurada mediante la oposición constante entre lo que es y lo que parece” (1993: 22). En ese juego de contrarios, la Señora es la pieza clave. Sin embargo, ese dominio total al que hemos aludido traspasa el plano del sueño e invade el espacio real a través del control que este personaje femenino ejercerá sobre el resto. De esta forma, es la Señora la que determina –ya en sus intervenciones iniciales– en qué momento debe comenzar la representación, esto es, el paso de la realidad a la ficción. El aura de misterio que envuelve su gestualidad y sus palabras genera rápidamente el interés de los personajes y del público. Si bien el Autor y la Actriz irán descubriendo poco a poco y a través de la información filtrada por la dama su verdadera identidad, el público –dado el mecanismo autoficcional ya referido– es consciente desde el primer momento del juego de equivalencias identitarias que se cimienta alrededor del disfraz de dama distinguida de la muerte. Es la propia mujer la que alimenta la especulación dramática acerca de su identidad y, con ello, la confusión del resto de los personajes, hecho que motiva la tensión y la intriga dramáticas:

SEÑORA.–Y ustedes saben quién soy… y no lo saben.
ACTRIZ.–Si he de decir la verdad…
AUTOR.–En cuanto a mí…
SEÑORA.–No, si no tiene nada de particular. Usted representa bien, maravillosamente, la obra (1998: 128).

Las constantes alusiones de la Señora al mundo del teatro y, por ende, al carácter ficcional del diálogo al que se está asistiendo, nos remiten a algunas de las ideas esbozadas por Inman Fox en cuanto las intenciones del teatro experimental de la época se refiere. Así las cosas, Fox aduce que, gracias al adelanto de los estudios psicoanalíticos, “el teatro volvía a ser teatro, fantasía e invención, sin el propósito de hacer creer al público que se encontraba ante un ambiente real o imitado de lo real” (1968: 377). Díaz-Plaja ya había sugerido con anterioridad que la escasa preocupación escenográfica de la época se debe a que “la acción teatral no utiliza los innumerables trucos que, tras una sensación de naturalidad, son frecuentes en los teatristas. En Azorín no aparece nunca la intención de disimular que está haciendo teatro” (1945: 372). Sea como fuere, el espectador/lector logra discernir en todo momento la manipulación a la que el resto de los personajes están siendo sometidos, lo que lo coloca en una situación ventajosa junto a la Señora. Poco a poco, la misteriosa dama va haciendo al Autor y a la Actriz partícipes del conocimiento absoluto que tiene de su realidad ficcional. La muerte y, junto a ella, el plano del sueño ocupan una posición preponderante y se apoderan del individuo, de forma que la realidad (los ensayos de la obra que está próxima a representarse) y la ficción (la obra y el texto teatral en sí) no esconden ningún secreto para ella:

SEÑORA.–Conozco su obra. He visto su representación. Señor autor: cuidado con lo que hace.
AUTOR.–¿Por qué he de tener cuidado?
SEÑORA.–Mucho cuidado, repito, con lo que se escribe; llevar a la escena temas como este es un poco peligroso (1998: 128).

Esta sucesión de insinuaciones y de verdades veladas que penetran en todos los secretos de la realidad provoca la inquietud de los miembros de la compañía, quienes comienzan a sospechar de la presencia que se oculta tras la Señora. No obstante, la autoridad con la que se presenta esta dimensión del sueño mediante la figura de la Señora provoca que las palabras de la Actriz sean insuficientes en aras de revelar ese hallazgo que acaba de producirse. Por consiguiente, la brevedad en las intervenciones viene marcada por el dinamismo casi cinematográfico del intercambio comunicativo y la insuficiencia del lenguaje de naturaleza surrealista:

SEÑORA.–¿Quiere usted que me nombre a mí misma? ¿Tan poco perspicaz es usted, que no me ha conocido?
ACTRIZ.–Entonces usted cree ser…
SEÑORA.–¡Bah, bah! Si no lo fuera, ¿estaría yo en todas partes? ¿Sabría yo lo que pasa en todos los lugares del mundo?
AUTOR.–Es curioso.
SEÑORA.–¿Dice usted que es curioso? ¿Duda usted? ¿No lo cree?
AUTOR.–Yo no pongo en duda su veracidad.
SEÑORA.–Hace usted bien. Ahora ha dicho usted unas palabras profundas. ¡Nada hay en el mundo tan verdadero como yo! ¡Yo soy la verdad misma! (1998: 129).

Una vez que su secreto quede intencionadamente al descubierto, todos los participantes de la acción dramática van siendo impresionados por el simbolismo de su figura. El desasosiego del principio se sustituye por la curiosidad y el interés hacia su apariencia humana y señorial, la cual se encuentra lejos de toda representación presente en el imaginario tradicional. El sueño, por el momento, se esconde bajo el mismo aspecto que la realidad. De esta suerte, la apariencia de la Señora es, en sí misma, otro elemento de ficción. Su impecable puesta en escena no corresponde más que a un disfraz, es decir, a una apariencia engañosa que halla su paralelismo con el vestuario de ficción imprescindible en toda representación teatral. En este sentido, hemos de subrayar la elegante sobriedad de su atuendo, elemento que entronca con la antiescenografía que Díaz-Plaja articula como base del teatro azoriniano (1945). Esta discreción de su vestuario, al que únicamente acompañan dos objetos anunciadores de la muerte como son un reloj de arena y una pequeña guadaña, es calificada por el personaje del Autor –Azorín, no olvidemos– como “menaje sencillo”. Atendiendo a todo ello, la realidad oculta tras de sí a la ficción y, tras ella, a la imaginación y al sueño.

A pesar del juego, la verdadera representación debe empezar con el inicio de la primera pieza de la trilogía. La coherencia y la superioridad de las que la Señora ha hecho gala durante sus intervenciones (y que formaban parte de ese juego de apariencias reales) desaparecen poco a poco hasta culminar en el proceso de degeneración irracional propio del sueño. Debido a ello, dicha irracionalidad del sueño ha de manifestarse de una forma rotunda e incontestable. Lo que sucede al final del Prólogo no deja lugar a dudas para el público: todo lo que viene a continuación (la muerte en sus más diversas figuras) no será sino una ficción y una fantasía que se nos presentan con la envoltura de la realidad. La muerte se despoja así de su apariencia de señora y, retornando a su caricaturesca imagen onírica mediante la máscara de una calavera, se deforma:

AUTOR.–¡Locura! (De pronto vuelve la Señora; trae puesta la careta de una calavera. Hace una gran reverencia y torna a desaparecer. )
AUTOR.–¿Qué es esto?
ACTRIZ.–Un sueño (1998: 131).

Al fin, la presencia del sueño se manifiesta explícitamente a partir de la palabra. El carácter introductor y explicativo del “Prólogo escénico” posibilita esta explicitud del plano de la imaginación que, sin embargo, no tendrá lugar en las piezas sucesivas del resto de la trilogía. Lo invisible, de este modo, se hace visible una única vez ante los ojos del espectador mediante la presencia de la Señora y este rotundo final. A partir de este momento y del mismo modo que les ha ocurrido a los miembros de la compañía metaficcionados, el espectador quedará en el mismo suspense que los personajes protagonistas de La arañita en el espejo y El segador –no así con Doctor Death de 3 a 5 – debido a la elección del final abierto8.



6 El estreno de la trilogía en la Sala Rex de Madrid el 24 de noviembre de 1928 suscitó numerosos comentarios por parte de la crítica. Entre ellos, Pilar Nieva de la Paz resalta, por su carácter anecdótico, aquellos referidos a las inexistentes dotes interpretativas de José Martínez Ruiz, quien decidió intervenir en el “Prólogo” como el Autor (1993: 110).

7 Guillermo Díaz-Plaja encuentra una filiación coctiana –concretamente en el Orfeo – en el personaje de esta hermosa mujer que representa a la muerte (1945: 380).

8 En este sentido, nos resulta muy acertada la reflexión de Francisco Ruiz Ramón, la cual podría complementar (y no excluir) a las recogidas de Fox y Díaz-Plaja en cuanto a la plena conciencia teatral del público. Así, Ruiz Ramón expone que “En las tres piezas Azorín hace ver y sentir al espectador, de manera patente y expresa, que se trata de un juego, de una representación teatral, de una ficción. Pero, a medida que la representación avanza, a medida que los actores se entregan a la representación, la ficción es la realidad, resultando ya imposible distinguirlas y separarlas” (1975: 166).

 

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