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NúM 6
4. EFEMÉRIDE
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4.1 · LA REVOLUCIÓN RUSA EN LOS ESCENARIOS DE ESPAÑA (1917-1936)


Por Juan A. Ríos Carratalá
 

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La presencia de la Revolución de 1917 en la obra cumbre del teatro español de la época es notable. Valle-Inclán carece de información de primera mano para adoptar una postura al respecto, su personalismo se evidencia en la citada entrevista, pero la voluntad de recrear un tiempo de conflictos desde su peculiar perspectiva se impone, sobre todo a la hora de buscar los motivos capaces de jalonar el recorrido de Max Estrella por un Madrid lejos de cualquier armonía social. La inestabilidad nacional conduce a una Rusia que para unos es motivo de ilusión y para otros de temor, pero que no deja indiferente a nadie en un imaginario colectivo donde la información, escasa, solo se puede obtener por los diarios, la traducción de distintos volúmenes y algunos libros de viaje, nunca por unos escenarios alejados de la actualidad conflictiva en el orden político o social.

La Revolución apareció en la obra cumbre de Valle-Inclán, pero la misma responde a la histórica “anormalidad” del teatro español señalada por tantos especialistas y, consecuentemente, no se pudo representar. Ni siquiera con la llegada de la II República, mucho más cambiante en lo político que en un teatro comercial sujeto al criterio de las empresas, a menudo objeto de las diatribas de quienes propugnaron una renovación también en este ámbito. Jacinto Benavente seguía por entonces siendo un autor indiscutible en los escenarios, aunque lo mejor de su obra ya se hubiera estrenado y debiera recurrir al añejo prestigio para satisfacer a “su público”, tan fiel como inmune al cambio para adaptarse a la modernidad de los tiempos. El premio Nobel había viajado de joven a Rusia, era un admirador de la cultura del país, seguía como es lógico las noticias llegadas desde allí y, siempre atento a los gustos de quienes detentaban el poder, supuso adecuada la presencia de las izquierdas en el gobierno republicano para estrenar Santa Rusia (1932), la primera entrega de una trilogía que no completó ante la tibia respuesta del público (fig. 3).

El citado melodrama se estrenó en el madrileño Teatro Beatriz, antes Infanta Beatriz, el 6 de octubre de 1932. La compañía era la de Lola Membrives y Ricardo Puga. Ambos, a pesar de sus avanzadas edades, se reservaron los papeles protagonistas de una historia de amor ambientada en el Londres de 1903, concretamente en los tugurios donde se hacinaban los exiliados rusos. El estreno despertó una considerable expectación por lo insólito del tema (fig. 4 y fig. 5). Las entradas estaban agotadas para las primeras representaciones (Ahora, 2-X-1932), pero al día siguiente las reseñas ya dejaban entrever que Santa Rusia iba a ser uno de los fracasos del autor.

Jacinto Benavente salió a escena varias veces para agradecer los aplausos del respetable e incluso leyó, como introito, una “Oración a Rusia” demostrando así su implicación personal en lo referente a su amado país. La representación se desarrolló según el ritual de tantos estrenos de don Jacinto, pero la obra no contentó a las derechas ni satisfizo a las izquierdas. El dramaturgo quiso quedar bien con todos mediante un juego de equilibrios –los alfilerazos se repartieron de modo equitativo– y solo consiguió una frialdad bastante unánime que, en algunos casos, dio paso a críticas atemperadas por el respeto, casi veneración, con que le solía tratar la prensa de Madrid. Fadrique, el crítico de La Lectura Dominical, resume bien el balance del estreno: “Éxito de curiosidad las primeras noches y luego el decaimiento final de lo que no puede sostenerse en pie” (22-X-1932).

Santa Rusia nos traslada al Londres de 1903. Allí vive un grupo de exiliados rusos donde destacan la joven estudiante María Constantina, su hermano Iván y el misterioso Fedor. También se hace notar, por su fe en la organización proletaria y sus audaces teorías, cierto individuo llamado Vladimir Illitch, Lenin, el único personaje histórico de la obra. María (Lola Membrives, 47 años) y Fedor (Ricardo Puga, 37 años) se conocieron en las prisiones de Siberia y forman una pareja. De pronto, alguien descubre que Fedor es un delator, un espía al servicio de la Okama –policía zarista– al que es preciso castigar con la muerte. María, al saberlo, después de una dramática lucha entre su amor por el hombre y su espíritu revolucionario, decide entregar a Fedor y someterlo a la venganza de los camaradas. No obstante, también resuelve compartir con él la suerte que le aguarda, para lo cual miente declarándose cómplice del traidor.

El melodrama de Jacinto Benavente acaba –en palabras de Melchor Fernández Almagro– cuando “Lenin vislumbra el futuro en unos chiquillos que cantan a grito pelado La Internacional. Nos falta por decir que Fedor y María se retiran por la izquierda prendidos por el mutuo amor y ganado él por el ideal de ella. ¡Faltaría más!” (La Voz, 7-X-1932). Este desenlace, con coro de niños adoctrinados en “la esclavitud al deber y al trabajo”, fue calificado por Antonio Espina como “un desfile que más parece de vana opereta que de drama filosófico y trascendental”. La impresión del crítico quedaría subrayada por la escenografía de Manuel Fontanals, que incluye unos árboles de cuyas ramas, al modo del Pentecostés cristiano, cuelgan lenguas-frutos a punto de caer sobre los fieles (Peralta, 2007). La Internacional, los niños adoctrinados, los lazos rojos de sus blancos delantales y el simbolismo cristiano configuran una escena para la historia del despropósito, aunque acorde con una obra donde Lenin aparece como “un pequeño soñador de parques y jardines londinenses, enternecido amante de los niños y organizador pertinaz de merendolas campestres” (Luz, 7-X-1932).

La sorna de Antonio Espina se extiende al mensaje central del melodrama: “El espíritu verdadero de la nueva Rusia, viene a decir Benavente, tiene un íntimo sentido religioso, y la revolución se ha salvado y constituye un gran ejemplo para el mundo porque en ella no hay política, sino misticismo, renuncia y sacrificio, porque Rusia se ha crucificado a sí misma para salvar a la Humanidad”. A diferencia de lo señalado en Ahora (6-X-1932),el crítico rechaza esta tesis de una obra por encima de partidismos o “pequeñeces” porque, según él, “la revolución se ha hecho en nombre de ideas muy claras, muy concretas de justicia social y transformación económica que se pueden compartir o rechazar, pero que no se pueden –lógica y sinceramente– adulterar entre contradicciones y poematismos nebulosos para, a la postre, eludir una actitud ante ellas” (Luz, 7-X-1932). Enrique Díez-Canedo compartiría esta obviedad y, además, se aburrió ante una obra incapaz de transmitir emoción (El Sol, 7-X-1932) que tampoco entusiasmó a Juan González Olmedilla (Heraldo, 7-X-1932).

Antonio Espina, al igual que otros intelectuales y autores de la época, estaría informado por entonces acerca de lo sucedido en Rusia gracias a la prensa y, sobre todo, por los testimonios de los primeros viajeros españoles, especialmente Julio Álvarez del Vayo. El futuro ministro de la II República y por entonces corresponsal de La Nación de Buenos Aires y de El Sol de Madrid fue el mejor informado entre quienes se trasladaron a Moscú antes de 1931, cuando el destino revolucionario se convirtió en una moda solo equiparable a la de Nueva York (Avilés, 1999: 284). La nueva Rusia (1926) y Rusia a los doce años (1929) fueron unas fuentes básicas para conocer la revolución, que poco después atraería a periodistas de relieve como Manuel Chaves Nogales y Ramón J. Sender, junto con otros menos conocidos pero igualmente efectivos en el empeño de trasladar a los lectores una imagen de lo sucedido a partir de 1917 (Navarra, 2016).

La publicación del primero de los citados libros de Julio Álvarez del Vayo dio lugar a una cena de homenaje en Madrid con la que agasajaron al autor más de cincuenta personas presididas por Valle-Inclán (El Socialista, 19-III-1926). Por entonces, el socialista Luis Araquistain pensaba que el dramaturgo era “el primer bolchevique español”, aunque Cipriano de Rivas Cherif restringía esta definición a que su colega del teatro sentía “gran simpatía por los procedimientos antidemocráticos dictatoriales” (Alberca, 2015: 404). Las mezclas variopintas, las tergiversaciones de lo sucedido en la URSS y las interpretaciones singulares eran frecuentes, pero gracias a la prensa y sus corresponsales había en la España de los años veinte y treinta una base para conocer una revolución capaz de desatar los imaginarios más contrapuestos.

Esta circunstancia de una intelectualidad con medios para estar al día contrasta con la visión de Jacinto Benavente, un tanto atrabiliaria e inserta en un texto que produce sopor. El planteamiento de Santa Rusia puede interpretarse en el sentido señalado por Luis T. González del Valle de reflejar la convicción de que no existen verdades absolutas (1996). La idea –o el lugar común– es recurrente en la producción benaventina. No obstante, en esta ocasión solo resulta comprensible por el deseo del autor de nadar entre dos aguas al interesarse por la revolución sin prescindir de los gustos de “su público” que, al final, se contenta con una melodramática historia de amor similar a tantas otras. Melchor Fernández de Almagro así lo explica y sintetiza el balance con una certera imagen: “Benavente se ha aproximado al mar de la nueva Rusia para recoger únicamente, en un cucurucho de papel, la espumilla de un vulgar dúo de amor” (La Voz, 7-X-1932).

 

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