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NúM 6
4. EFEMÉRIDE
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4.1 · LA REVOLUCIÓN RUSA EN LOS ESCENARIOS DE ESPAÑA (1917-1936)


Por Juan A. Ríos Carratalá
 

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Si la crítica renovadora mostró su distanciamiento con respecto a la obra de un autor ya agotado como dramaturgo, la tradicionalista tampoco le apoyó en esta ocasión. Luis Araújo-Costa señala que “el público sale defraudado, frío, desconcertado. No ha podido tener más que una sensación de inconsistencia, de flojedad, de impulso no logrado por comprender lo incomprensible y adherir el alma a una cosa que nos es ajena y en la que los latinos y los occidentales no podemos creer” (La Época, 7-X-1932). A pesar del respeto a don Jacinto, el crítico le pide que deje en paz a Rusia y no complete la anunciada trilogía. La pretensión del dramaturgo sin duda habría irritado a quienes, desde las páginas de El Siglo Futuro, le dedicaron un hiriente poema donde se alude a la homosexualidad del anciano –un clásico en estas páginas– y su afán recaudatorio para terminar calificando la obra como “un camelo” (18-X-1932).

Jacinto Benavente acató la recomendación, olvidó el tema y relegó un melodrama que cuenta entre sus fracasos. No obstante, durante la Guerra Civil y estando en Valencia, el incansable Enrique Rambal debió convencerle para que el 3 de agosto de 1937 se volviera a poner en escena Santa Rusia, esta vez en el Teatro Principal de la por entonces capital republicana. Las críticas a la obra también reeditada en Valencia por la editorial Guerri –Lenin figura en la portada, rodeado de niños y con una estética propia de la agit-prop– fueron especialmente duras, sobre todo por lo enconado de la lucha política del momento y lo inoportuno de un estreno ajeno al espíritu revolucionario: “¿Qué crimen ha cometido el propugnador de la Revolución rusa para merecer este castigo póstumo? ¿Se imaginan nuestros lectores a un Lenin que habla en tópicos del radicalismo burgués y con modulaciones de fraile?”, pregunta el portavoz en Valencia de la FAI (Nosotros, 4-VIII-1937). El comunista Clemente Cimorra en Frente Rojo exigió a las autoridades republicanas la retirada de la obra (Aznar Soler, 2000). Jorge Nopal se sumó poco después a la petición en su artículo “Jacinto Benavente y los zurcidos soviéticos”, publicado en la valenciana Nueva Cultura (nº. 5, p. 6). No obstante, Santa Rusia también fue representada en el Madrid bajo las bombas por la compañía del esforzado Manuel González, que no consiguió interesar al público del Teatro Español con las andanzas de María y Fedor en el Londres de 1903. Los tiempos de la guerra no estaban para interpretaciones místicas de lo venido desde Rusia.

Las razones se convierten en obviedades al pensar en lo inadecuado de Jacinto Benavente como autor capaz de llevar la Revolución a los escenarios españoles de la época. Tampoco es fácil vislumbrar otras alternativas, dado lo homogéneo que en este sentido resulta la cartelera de los años veinte y treinta. La única posibilidad debía venir por los márgenes del sistema teatral y ser encarnada por compañías, mayoritariamente de aficionados, cuya militancia política también se traducía en un afán de reforma de los contenidos representados en los escenarios para buscar un nuevo público: el proletariado.

Rafael Cruz, en su monografía sobre la influencia bolchevique en el mundo de las letras, explica que la sección española de los Escritores proletarios-revolucionarios organizó en el Teatro Rosales de Madrid un Cine-Teatro Club. Allí se alternaba la proyección de películas con la representación de obras. El 10 de abril de 1936 tuvo lugar la doble sesión de El chinche, de Maiakovski, y Asturias, de un César Falcón que sería una figura omnipresente en estos menesteres. El periodista y político peruano fue el responsable del grupo Nosotros, que en 1930 publicó una revista: Nosotros. Órgano de la Revolución Mundial. Poco después de ser proclamada la II República, también creó la Compañía del Teatro Proletario con la simbólica financiación de la Central de Teatro y Cine Revolucionario, sección española de la Unión Internacional de Teatro Proletario.

Las siglas y las denominaciones de este internacionalismo apenas se correspondían con la modestia de la realidad. El concepto de proletariado aplicado al teatro ya había sido perfilado a comienzos del siglo XX por Anatoli Lunacharski, quien consideraba que el movimiento cultural de la clase obrera tendría su arte tal como lo había tenido el cristianismo o el mundo bizantino. Los grupos como Nosotros utilizan el término proletario, pues, en el sentido de que “cada clase tiene su propio modo de contemplar y sentir su mundo” (apud. Vicente Hernando, 2009:34). Ramón J. Sender, en Teatro de masas (fig. 6) afirma por entonces con entusiasmo que “en España estamos ya en el caso de intentar francamente esa avanzadilla del teatro revolucionario, que es el teatro proletario” (1932: 102). La voluntad movía montañas, a pesar de la precariedad de medios, la escasa preparación de los protagonistas y la ingenuidad de algunos planteamientos: “el teatro proletario es la única modalidad que responde a las íntimas características de nuestra época. Las demás formas son un eco, una continuación, a veces un remedo de la tradición dramática de cada país” (ibid.).

La historia del grupo promovido por César e Irene Falcón ejemplifica la presencia en los escenarios españoles de una concepción del teatro vinculada a la revolución soviética. La sede de esta iniciativa surgida en torno a un kiosco de periódicos del barrio de Cuatro Caminos –“ahí se reunían los jóvenes trabajadores a discutir, porque entonces estaba muy politizada la juventud”, afirma Irene Falcón (1996: 103)– era una antigua carbonería de la calle de Alcalá, nº. 173. La acondicionaron a base de colectas y solidaridad mientras hacían los primeros espectáculos al aire libre en pueblos de la sierra de Madrid a base de trozos de obras soviéticas adaptadas, combinados con canciones, movimientos rítmicos y aditamentos del vestuario que creaban metáforas plásticas (Hormigón, 1997: 50). La primera representación en la capital de estos jóvenes obreros mezclados con algunos profesionales del teatro en paro tuvo lugar el 15 de septiembre de 1932, en el madrileño Salón Atocha y ante unos trescientos espectadores. La obra seleccionada fue la antibelicista Hinkemann, de Ernst Toller, sobre la tragedia de un hombre que vuelve de la guerra inválido. A continuación, el 13 de noviembre de 1932, escenificaron Albergue de noche, de Máximo Gorki, drama en cuatro actos, en versión de Irene Falcón.

La respuesta del público animó a los proletarios de la escena. Poco después, la Compañía de Teatro Revolucionario quedó constituida como cooperativa y escuela teatral para escenificar varias obras más en Madrid: el entremés La peste fascista, de César Falcón,y la creación del diputado cordobés Joaquín García-Hidalgo Villanueva titulada Me engaña mi mujer y no me importa (Cruz, 1999: 45). La obra “tocaba profunda y revolucionariamente el problema sexual” (Mundo Obrero, 23-III-1933) y daba pautas para abordar la infidelidad femenina desde un punto de vista revolucionario. La actividad teatral, junto a otras muchas en el mismo sentido, debió importar a sus asesinos en julio de 1936. Así parece dada la brutalidad del procedimiento seguido para acabar con quien fue un izquierdista representativo del período republicano en Córdoba (Espinosa, 2006: 101-104). Nada sabemos de la suerte final de Manuel García, autor del entremés Guerra a la guerra (1934) y su colega Rafael Perpiñán, que en el mismo año escribió Miserias con la voluntad de estrenarlo en circuitos tan marginales como minoritarios. Ambos textos fueron estudiados por Carlos Mata Induráin (1995). Su artículo indica la combinación del voluntarismo con la escasa entidad dramática de unas obras concebidas desde la ingenuidad teatral. Algo similar cabe decir de las aportaciones de Jacinto Sánchez, que en ese 1934 donde el teatro proletario se extendió a golpe de consigna y entusiasmo escribió ¡Arriba los pobres del mundo! El singular y anarquista Mauro Bajatierra también se sumó a esta corriente mediante el estreno, con motivo del 1 de mayo de 1934, de ¡Rescatada! por parte de la compañía Teatro Proletario.

Al margen de la participación de tres miembros del grupo de César Falcón en la Olimpiada de Teatro Proletario celebrada en Moscú con la presencia de Erwin Piscator (mayo, 1933) –“nos pusimos en contacto con otra dimensión del teatro que, sinceramente, nosotros no pudimos aplicar” (Falcón, 1996: 110)–, la actividad más destacada de la Compañía de Teatro Revolucionario consistió en la gira que realizara por Asturias durante los tres primeros meses de 1934, que tuvo su continuación en Vizcaya y Santander. Por entonces y como fruto de algunos cambios, pasó a llamarse Compañía de Teatro Proletario de Actores Parados. Ante la ausencia de obras españolas que resultaran adecuadas para la ocasión, el grupo de César Falcón recurrió a la traducción y adaptación de La fuga de Kerenski, un “sainete revolucionario” de Hans Huss, Cyankali, una obra del médico y dramaturgo Friedrich Wolf sobre el aborto entre las mujeres trabajadoras, Asia, del comunista francés Paul Vaillant Couturier1, Un invento, de Tom Thomas, Los siete ahorcados, de Andreiev, en adaptación de José Mª. Navas y Los bajos fondos (Madrid, 27-I-1933), de un Máximo Gorki que, desde la presencia en el madrileño teatro Español de una compañía de Arte de Moscú (marzo, 1932), se convirtió en referencia para quienes debían buscar en otras dramaturgias lo ausente en la nacional. “Naturalmente, siempre había que añadir o adaptar y reformar estas obras, teniendo en cuenta que hablábamos al público de nuestro país”, afirma Irene Falcón en una entrevista concedida a Christopher Cobb (1986: 269).

La Compañía de Teatro Revolucionario también contó con obras propias para sustantivar este teatro que, en palabras de César Falcón, debía ser “rudo, potente, henchido de esencias vitales”. Así los trabajadores comprenderían enseguida que en el escenario “latía lo más profundo de ellos mismos y que de él recibían un nuevo campo de luz revolucionaria, una orientación segura, una directiva exacta” (apud. Esteban-Santonja, 1988: 105). Con este objetivo representaron la citada Asturias, un “documental escénico” del polifacético César Falcón, La conquista de la prensa y El tren del escaparate, escritas por su compañera Irene Falcón (Irene Lewi; véase Isabel-Estrada, 2009 y Falcón, 1996), Casas Viejas, del poeta y dramaturgo comunista Pascual Plá y Beltrán y Al rojo, donde en tan solo un acto Carlota O’Neill –también actriz junto a su hermana Enriqueta– se hace eco de los problemas de las proletarias en una línea feminista que le caracterizaría a lo largo de su agitada trayectoria vital y creativa (Checa, 2016): “La obra trata de las extremas condiciones de trabajo de unas modistillas en un taller, como consecuencia de las cuales una de ellas muere; una trama paralela denuncia la alienación de las mujeres que se ven obligadas a prostituirse” (Falcón, 1996: 107). César Falcón, en un artículo publicado en 1934, subraya que Al rojo “lanza un alarido contra la explotación de las mujeres en esos talleres que son por igual burdeles y casas de moda” (apud. Hormigón, 1997: 53).

El feminismo de Carlota O’Neill se combinó con el pacifismo de ¡Guerra!, “entremés proletario” de Manuel Ovejero y Ricardo Gómez: “Un obrero está leyendo el periódico y cae en la cuenta de que en todo el mundo hay guerra. A continuación, una serie de personajes que representan el clero, el capital, la radio, la política, la prensa y el arte le animan a participar en la guerra. El obrero se exalta, siente que la patria lo llama y se dispone a alistarse cuando un compañero le convence de que la verdadera patria es el mundo y que no hay más lucha que la dirigida contra el enemigo común: el capitalismo y la burguesía” (Falcón, 1996: 108). La descripción resulta bastante orientativa. Hasta el cese de actividades en el otoño de 1934 por culpa del clima represivo tras la revolución asturiana, todo se realizó con voluntad militante bajo la batuta de un César Falcón que también afrontó problemas con los miembros del grupo y los responsables políticos del PCE.

La situación se repite a grandes rasgos en Barcelona durante el período 1931-1934 (Plaza, 2009: 58-65). Allí activistas procedentes del Bloque Obrero y Campesino y otros venidos de la Associació Obrera del Teatre, como Miguel Faure, Joan Vallespinós y Carles Poch Llompart, elaboran, en artículos aparecidos durante 1931 en L'Hora y La Batalla, las directrices de un Teatro de Masas que se materializará en los estrenos realizados en la Sala Capsir de Barcelona y en locales acondicionados para la ocasión en diferentes barrios y pueblos del cinturón industrial (Cobb, 1986). Asimismo, hubo iniciativas paralelas en Sevilla, Asturias y Vizcaya, siempre en enclaves geográficos donde la influencia de los comunistas era tan notable como la presencia del proletariado.

Antonio Plaza también indica en su documentado estudio que, fruto de las nuevas condiciones políticas derivadas de las elecciones de febrero de 1936, fue posible estrenar obras como Lenin, de Juan Bolea, en el teatro Chueca y con la dirección de Valentín de Pedro (2009: 81). La obra, escrita en 1932 y no autorizada hasta cuatro años después, recreaba la toma del poder en Rusia a partir de la biografía de un dirigente poco o nada parecido al imaginado por Jacinto Benavente. Autores como José Antonio Balbontín, Álvaro de Orriols y Ramón J. Sender se sumaron a esta tendencia con obras estrenadas durante los meses previos a la guerra.

El testimonio de quienes intentaron hacerse eco de una dramaturgia en la línea de lo impulsado por la revolución soviética ahí queda, como una iniciativa que se repite por entonces en distintos países. Las denominaciones de este conjunto de representaciones varían según los especialistas: teatro de masas, social, de agitación política, revolucionario, proletario… En cualquier caso, las tan escasas como meritorias funciones quedaron lejos de lo propuesto por Piscator o Romain Rolland, cuyos libros teóricos fueron traducidos al español poco antes de llegar la II República. El conjunto de las iniciativas permaneció en los estrechos círculos de un teatro que, por su contenido, estaba condenado al ostracismo en los escenarios comerciales donde se había acogido con entusiasmo a los Ballets Rusos, de Diaghilev, cuando lo ruso carecía de las connotaciones asociadas a la revolución de 1917.

El balance de la influencia revolucionaria o soviética es relativamente pobre, al igual que lo sería en el ámbito cinematográfico hasta la llegada de la Guerra Civil, y contrasta con lo sucedido en la prensa, más dinámica a la hora de renovar los temas de interés y por definición volcada en la actualidad. Julio Álvarez del Vayo, Manuel Chaves Nogales, Ramón J. Sender –publicó en 1932 un volumen dedicado al teatro de masas y se desplazó un año después a Moscú para participar en la Olimpiada de Teatro Popular (Sender, 2017)– y otros periodistas llevaron a cabo una labor capaz de interesar a un sector de los lectores de la época. Los mismos sabrían de la imposibilidad de trasladar ese interés a unos escenarios y unas pantallas donde las trabas ante cualquier novedad resultaban a menudo disuasorias. Y no solo por motivos ideológicos o políticos...



1 Vale la pena recordar la descripción dada por Irene Falcón de esta representación para imaginar el tipo de teatro al que nos referimos: “Asia de Vaillant-Couturier era una cosa muy interesante y de gran efecto, porque aparecía un enorme capitalista con chistera, con una barriga enorme, un yanqui desde luego. Una puerta se abría de pronto y la gente irrumpía en unos aplausos extraordinarios porque veía que el futuro era que ese soldadito, hijo del pueblo, iba a triunfar como así ha sido” (Cobb, 1986: 270).

 

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