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NúM 6
7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
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7.7 · ROMERO FERRER, Alberto, Lola Flores. Cultura popular, memoria sentimental e historia del espectáculo, Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2016, Sevilla, Fundación José Manuel Lara-Planeta, 2016, 371 pp.


Por Enrique Encabo Fernández
 

 

Ilustración


ROMERO FERRER, Alberto, Lola Flores. Cultura popular, memoria sentimental e historia del espectáculo, Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2016, Sevilla, Fundación José Manuel Lara-Planeta, 2016, 371 pp.

Enrique Encabo Fernández
Universidad de Murcia

 

Es todo un atrevimiento escribir, aun hoy, una biografía sobre Lola Flores. Lo es por diversas razones: por un lado, aunque han pasado más de veinte años desde el fallecimiento de la Faraona, su recuerdo sigue muy presente en una memoria convenientemente mantenida por sus herederas artísticas -con lazos directos de sangre o no-; por otra parte, la figura de la jerezana está rodeada de demasiados clichés, tanto en lo artístico como en lo personal, pues sabido es que en su última etapa tuvo mayor protagonismo su vida en sociedad que su actividad profesional (aunque ésta nunca dejó de ser apreciada y valorada); por último, la propia artista -además de otros autores- escribió y reescribió su biografía en varias ocasiones y en diversos formatos, alimentando, desvirtuando, o reinventando el mito a partir de su persona.

A pesar de estas más que notorias dificultades, Alberto Romero Ferrer ha escrito un valiosísimo libro (galardonado con el Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2016) en el que tan importante es el título como el subtítulo. Lola Flores. Cultura, popular, memoria sentimental e historia del espectáculo es un texto que dista mucho de una biografía convencional. Con afán enciclopédico, el investigador reconstruye el contexto histórico-artístico de la España que vio nacer a la artista universal, y conecta el trabajo de Lola Flores con todas las inquietudes estéticas y artísticas de las diferentes épocas que vivió (y sufrió) la artista de Jerez. Lola Flores es la protagonista, el eje del discurso, pero tanta o más importancia tiene su periplo vital y artístico como los avatares históricos que rodean (y escriben) la biografía de la folclórica. Gracias al autor, Catedrático de Literatura Española, leemos en las páginas de esta obra la historia de una vida y, también, una historia viva. 

Muchos son los aspectos que podríamos destacar del presente volumen, pero queremos detenernos en apenas dos de ellos, con la seguridad de que el lector sabrá apreciar aquellos otros que no subrayamos en estas breves líneas. Aunque nos encontramos ante una biografía, el libro de Alberto Romero, lejos de abordar flirteos e idilios de la flamenca, aporta sugerentes y ricas ideas a propósito de la artista y, al mismo tiempo, desdibuja, a partir de una cuidada documentación, dos mitos en torno a su figura.

En primer lugar, la tantas veces repetida (casi fijada) imagen de artista única, genial, suerte de milagro que aparece en la escena española sin precedente ni continuadora. Esta concepción, destinada seguramente a glorificar a la Faraona, paradójicamente resulta más pobre que la adecuada contextualización que Romero Ferrer nos ofrece. Comprender a Lola Flores como parte de una tradición no interrumpida añade mucho más valor a su figura, pues, como acertadamente se indica en el texto, ella recoge la mejor herencia de todo el arte escénico de finales del siglo XIX y principios del XX, ése en el que “alta” y “baja” cultura (empleamos los términos con todas las reservas) se confunden, y en el que las figuras “únicas” –y en este sentido, también Lola Flores lo es- se suceden: el autor sitúa a la Niña de fuego en el linaje de Pastora Imperio, Pilar López, Encarnación López Júlvez… una generación de artistas que desde principios del siglo XX (y puede que mucho antes) venía gestándose, y que contribuirán, individual y colectivamente, a un momento artístico brillante, tanto en los años de la Dictablanda como, muy especialmente, de la II República.

En directa relación con lo dicho, el segundo mito -error, para ser más exactos- que el investigador desmonta es el desarrollado a partir del célebre slogan publicitario a propósito de la actuación de la jerezana en Estados Unidos: “no canta, ni baila, pero no se la pierdan”. Error decimos, porque Lola Flores cantaba, con voz y estilo inmediatamente reconocibles, y decir que no cantaba es tanto como decir que La Fornarina, La Goya, Raquel Meller… y todo ese batallón de cupletistas (también llamadas, muy significativamente, canzonetistas) que dieron voz, personalidad y alegría a unos tiempos desenfadados, no cantaban, aplicando criterios estéticos posteriores -seguramente derivados de una pretendida “calidad”, cualquier cosa que signifique esa palabra- a un arte que tenía sentido como tal (en el que la correcta emisión vocal tenía tanta o menos importancia que la intención, el carácter o la interpretación, aspectos todos fundamentales); y porque Lola Flores bailaba, y bailaba con escuela, no de conservatorio, sino de café-cantante, tablao y tabanco, la escuela de Pastora Imperio (cátedra del baile sin haber pisado escuela), de la Argentinita (cuyo origen se difumina en la era sicalíptica), de La Macarrona y La Mejorana (flamencas de raíz)… y de tantas otras inspiradoras y protagonistas de los trabajos de creadores como Martínez Sierra, María Lejárraga o Manuel de Falla.

Subrayamos estos aspectos del fantástico volumen de Alberto Romero porque consideramos que enaltecen, sin necesidad de forzadas interpretaciones, a la gitana blanca (aquella que pregonaba con doble sentido: “no soy gitana, y bien que lo siento”). Entroncar con el linaje de las grandes artistas, renovadoras cada una a su modo de la escena musical, atribuye mayor valor y sentido a la figura de Lola Flores: de este modo ese “no bailar” es comprendido como una manera de bailar personalísima -tan personal como pudieron ser las propuestas en su momento de Tórtola Valencia- y esa máscara de la ficción en torno a su pretendida, cacareada, y muy lejana de la realidad, etnia gitana, nos recuerda inevitablemente a aquellos otros pasados inventados de las grandes figuras femeninas de la Belle Époque, representando, por derecho propio a todas ellas, esa gallega, Carolina, que autoproclamada sevillana dio nombre a toda una época, la época de la Bella Otero.

Lola Flores, y a través de este minucioso y certero estudio lo comprendemos, pertenece a este universo, especialmente en la etapa en que aún es la Niña de fuego, ésa que con descaro racial, provocador y arrabalero no oculta la tensión sexual existente con su partenaire artístico, en un momento en que el deseo, la sexualidad (especialmente femenina) e incluso la mujer como tal (más allá de la mujer-objeto) son fuertemente reprimidos por la moral oficial. Una Lola Flores que por desgracia no podemos disfrutar más que a través de Embrujo (1947) -auténtica maravilla de la cinematografía nacional, raro artefacto expresionista en una época marcada por un lenguaje audiovisual tremendamente convencional, y aún pendiente de ser situada en el lugar que le corresponde- y de las fotografías promocionales de la época. 

A esta etapa mágica, desgarradora, pasional y mítica de la pareja Flores-Caracol, le sucederá la época cinematográfica, en la que la fuerza erótica de la flamenca trata de ser domesticada. Es esta la imagen de Lola Flores –merced a la difusión inigualable del cine- que ha calado más hondo en la sociedad, la de esa gitanilla humilde de buen corazón que gracias a su arte conquista la gloria, la de esa embajadora de la Hispanidad que tan bien le vino al régimen franquista en sus reiterados esfuerzos aperturistas (siempre desde el inmovilismo), la de esa Faraona, artefacto cultural sofisticado y propagandístico en el que, sin embargo, aun es posible apreciar el fuego que ardía en la niña de Jerez (“la eterna excepción a la regla”, en palabras del autor del libro).

Alberto Romero no finaliza su biografía sin repasar el lugar que ocupa esta artista universal en los difíciles (sobre todo para las copleras) años de la Transición, y lo hace en el cuarto capítulo reseñando (y lo aplaudimos) la injusticia con que determinados sectores trataron a todas las artistas estandarte de una época. No obstante, junto a la injusticia, el investigador también retoma los testimonios positivos de aquellos otros intelectuales que supieron apreciar el valor de estas intérpretes: Romero Ferrer no se limita a citar los trabajos de Vázquez Montalbán, Terenci Moix, Carmen Martín Gaite o Francisco Umbral, sino que, además, pone en valor sus textos, ponderando y analizando sus aciertos en momentos en los que defender un género, erróneamente identificado con el franquismo, no era cosa fácil.

Indica el investigador al inicio de su estudio que la vida de Lola Flores corre pareja (con todas, e incluso a pesar de, sus características de libertad y transgresión) a la historia del siglo XX en España, y esta idea es subrayada, y comprendida por el lector, a lo largo del relato biográfico. Es, sin duda, uno de los grandes valores de este libro.

Obra de más que recomendable lectura (nos atreveríamos a decir imprescindible), no solo para los interesados por el arte de Lola Flores, sino para todos aquellos que deseen comprender las características de esa otra escena española, desde los años veinte hasta casi nuestros días: esa escena en la que, felizmente, se mezclan y confunden “alta” y “baja” cultura, y que permite que ante los ojos del lector desfilen personalidades como Pastora Imperio, Jacinto Benavente, Antonio el Bailarín, Julio Romero de Torres, Federico García Lorca, Rafael de León, Vicente Escudero, Manuel de Falla, Estrellita Castro, los hermanos Machado, Concha Piquer, Diaghilev, Carmen Amaya, Margarita Xirgu, Antonio Gades, Juanito Valderrama, Imperio Argentina, Valle-Inclán, Francisco Rabal e incluso el mismo Camarón de la Isla, artistas todos causa y parte de la vida de la jerezana universal. Desde los felices años veinte y la tantas veces mitificada II República -tratados en el primer capítulo-, hasta esa problemática (y difícil para ésta y otras tantas artistas) Transición, en la que, en acertada apreciación del autor, “para la copla no valía el perdón, el borrón y cuenta nueva válido para muchos otros aspectos de mayor calado” -objeto de estudio del cuarto capítulo- pasando por -protagonista del segundo capítulo- la gris posguerra (con banda sonora de la elegante Concha Piquer y la indómita Lola Flores) y los años de ese Hollywood a la española -analizados en el tercer capítulo-, la obra de Alberto Romero Ferrer trasciende la figura de Lola Flores -al igual que ella misma no fue solo una artista, sino un icono, símbolo representativo de varias y distintas épocas (la Niña de Fuego, La Salvaora, la Dolores de Limosna de Amores, La Zarzamora …)- y a través de su ameno y rico discurso nos muestra esa historia sentimental (expresión quizá algo manida, pero no exenta de verdad), esa cultura popular de la que somos y formamos parte; una zambra que, queriendo o no, seguimos bailando, irreversiblemente enajenados por la fuerza enigmática de la danza primitiva.

 

 

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