El espectáculo y la crítica

Grabación

Análisis crítico de La ternura
de Alfredo Sanzol

Página 3

Uno de los muchos logros de esta comedia romántica de aventuras es el uso continuado de la irónica dramático-cómica. El autor sitúa al espectador muy por encima de sus desgraciados personajes. Nosotros, los espectadores, jugaremos con ventaja, pues tendremos siempre más información que, al menos, uno de esos pobres diablos. Los juegos constantes de apariencias –las tres damas vestidas como soldados– incitan al empleo continuado de la ironía:

EL LEÑADOR VERDEMAR.– Hemos sido afortunados de que las olas hayan traído varones como vos y no hembras. Espero que no viajase ninguna de ellas en esa gran armada., pero si así fuese, sin desear que las hayan tragado las olas, confío, al menos, en que las hayan mandado bien lejos.

El autor perseverará a lo largo de la obra en este empeño –hacer pensar al otro que lo fingido es lo verdadero–, a través de simples y dobles y triples saltos mortales: el disfraz de leñador usado por la Reina Esmeralda, que ya había fingido ser capitán, o la Princesa Salmón disfrazada de soldado, que se disfraza de una supuesta hermana gemela de la propia Salmón; estrategia habitual del género cómico (también pastoril) de todos los tiempos: Anfitrión, La mandrágora, Don Gil de las calzas verdes, La señora y la criada, Las preciosas ridículas, El juego del amor y del azar… Víctor o Victoria, Tootsie…Los personajes de Sanzol, como los de la Arcadia del inglés Philip Sidney, deberán enmascararse al desembarcar en su “idílica” isla y de nuevo tendrán que adoptar disfraces diferentes cuando cruzan otra frontera, esta vez no física, dentro de la misma Arcadia (Iser, 2004).

Creo que en La Ternura se ve la influencia sobre todo de La Tempestad y de Noche de Reyes. También de Como gustéis, de Mucho ruido y pocas nueces y del Sueño de una noche de verano. Seguro que os acordaréis de otras, al menos eso espero, para mí ha sido un placer trabajar con un lenguaje lleno de metáforas y comparaciones (Sanzol).

Desde el punto de vista exclusivamente del lenguaje, La ternura es el resultado de una directriz de composición armónica aderezada por un ritmo dinámico y por una lúdica y elocuente dialéctica entre protagonistas y antagonistas que no dejan de medirse en duelos verbales o de abrirnos su corazón en monólogos y soliloquios profundamente reflexivos, enormemente conflictuados, que tanto nos recuerdan a Shakespeare; porque el dominio del lenguaje del Bardo de Avon es “abrumador y susceptible de imitación” (Bloom, 2001):

EL LEÑADOR AZULCIELO.– La causa de mi desvelo no está fuera, sino dentro de mí. Escúchame. He tenido sueños intensos que competían en claridad con la vida real, y que han herido y conmovido mi cuerpo como lo haría tu daga si se clavara en mi pecho. Hermano, algo desconocido me está pasando, he soñado…

Cambios en la personalidad de los personajes, juego de identidades, desorden de estas, apropiación de caracteres ajenos, quid pro quo, la verdad y lo falso, la realidad y lo fingido… son asuntos que están en la base de la trama, de los personajes, del humor, del discurso y que se encuentran en el sustento ideológico de La ternura. De la misma manera que en Noche de reyes Viola, vestida de hombre, enamora a Olivia o que en Como gustéis Rosalinda, disfrazada de Ganimedes, enamora a la pastora Feba, los jóvenes leñadores Verdemar y Azulcielo se enamorarán perdidamente del sargento y del alférez. ¿Qué es lo auténticamente importante? ¿Lo que aparece o su correlato no revelado? El disfraz es un maravilloso medio de hacer tambalear todo. El cambio de vestuario o la imposición de una máscara provoca preguntas incómodas sobre la identidad, sobre el valor del fenómeno y sobre el precio del noúmeno (precio como valía y precio como el coste a pagar por mantenerlo inmaculado). Sexo, categoría o clase son cuestiones que se perturban peligrosamente ante la simulación carnavalesca y sus preguntas motivadas. En ocasiones (¡oh, sorpresa!) la cuestión ¿cómo acabará esto? va a contestarse con una respuesta desembarazada, pretendidamente imprecisa: así o quizá asá, de esta manera o tal vez de esta otra…

EL LEÑADOR AZULCIELO.– (…) Siendo vos un hombre, no necesita mi espíritu conocer mujeres porque a vuestro lado ya no me siento mitad, sino uno entero. Desearía oír que vuestros sentimientos son parecidos, pero si no lo oigo, tampoco puedo forzarlo para que suceda. Seguiré mi vida en estos bosques con una nueva y no deseada compañía: la de la tristeza.

Al igual que la peculiar magnificencia de Shakespeare reside en su capacidad de representación del carácter y personalidad humanas y sus mudanzas (Bloom, 2001), la grandeza de La ternura se encuentra en la composición de sus personajes, en su ontología y etología. Arquetípicos, algunos; de amplitud psicológica, otros.

Los personajes de La ternura comienzan ya muy mediados, tematizados, por sus nombres. Si los nombres son ya de por sí una ficción (Huston, 2017), los de La ternura, aun antes de ver las acciones de los personajes a los que designan, ya se han llenado de sentido para el lector. Verdemar, Azulcielo y Marrón; Rubí, Salmón y Esmeralda, son calificativos de fábula: resplandecen, iluminan, otoñean; brillan, calman y esperanzan. Alguno de ellos –Verdemar–, en su transtextualización, parece querer rendir homenaje a otra fábula de nuestra tradición dramática: La Farsa (no tan infantil) de la cabeza del Dragón de Valle-Inclán. Los personajes de La ternura hubiesen podido llamarse simplemente Leñador 1,2 y 3; Reina, Princesa 1 y 2, pero tal esquematismo hubiese hecho imposible el gran cuento que nos muestran.

La ternura, comedia romántica de aventuras, va a pivotar sobre muchos otros asuntos. Además del tema del Amor en cuanto que necesidad, porque “una sociedad sin ternura es una sociedad en guerra” (Sanzol) y de la idea de realidad y vedad, de ficción y falsedad, el autor hurgará en el fondo de las relaciones familiares, cuestión determinante en su corpus dramático: En la luna, La valentía...

Los personajes de esta arcadia insular mienten; lo hacen con la boca llena y sin atisbo de recato. Excepto Azulcielo, todos falsean, se engañan u ocultan cosas, para salir del paso o por razones de capital peso: la Reina Esmeralda (un Próspero de La tempestad en femenino) lo hace por su reivindicación de feminismo avant la lettre firmemente justificado aunque en extremo delirante:

REINA ESMERALDA.– Sobre esta tierra fundaremos nuestra diminuta república de mujeres. Hijas, no sabéis la alegría que me da veros así de felices.

Reina, Rubí y Salmón mienten para ocultar su sexo y así defenderse de esos varones que, enseguida, resultarán mucho menos salvajes de lo que creían ellas:

LA PRINCESA RUBÍ.– Este hombre no es como los que he conocido. Su ingenuidad ilumina con tal claridad mi alma que ruboriza.

En un directo homenaje a Noche de Reyes, Salmón mentirá haciéndose pasar por una inexistente hermana gemela. Lo hará por ella y por el otro, por (permítasenos el oxímoron) compasión egoísta, para abrir la puerta a una experiencia hurtada, para atender la necesidad de Azulcielo por conocer la fisicidad del género femenino:

LA PRINCESA SALMÓN.– (…) Con nosotros tres naufragó mi amada hermana melliza. (…) espérala junto a una fuente que nace de una piedra cerca de la playa.

Verdemar (personaje más complejo de lo que en una primera aproximación puede parecer), además de felón para con su hermano, se miente a sí mismo. Oculta y recomienda esconder aquello que, según él, no debería sentirse pero que sin embargo a él le conmueve frenéticamente:

EL LEÑADOR VERDEMAR.– Hermano, guarda esos sentimientos en la bodega de tu corazón. Que no vayan más allá de donde la prudencia aconseja.

Marrón (el carácter de Marrón) miente por mantener en pie y firme su paraíso varonil. Aunque no solo. Marrón miente sobre casi todo y miente tanto que todo lo que dice y hace, incierto o cierto, emana un aroma de perorata de charlatán de feria:

EL LEÑADOR MARRÓN.– Sí, capitán, soy médico. Pero no gracias a la Sorbona, ni a Salamanca. Gracias a Parelcelso y a su “Ópera omnia Médico- Chémico-Chirúrgica”.

Azulcielo es el único que ni miente ni se miente. Solo se permite esconder a su muñeco talismán que le sirve de bálsamo, de desahogo. Tampoco obvia nada, su rectitud encaja tan poco con la realidad adulterada del resto que, naturalmente, vivirá desajustado en tal mundo de apariencias.

Si un espectador entrase en la sala al final de la escena diecisiete sin haber presenciado las anteriores, creería estar asistiendo a una versión prosificada de La vida es sueño o de La hija del aire. Azulcielo, cual Segismundo y Semíramis, ha corrido similar suerte que estos héroes calderonianos: encerrado en una isla y engañado por su padre terminará por rebelarse contra su carcelero mostrando su yo más iracundo: