Siempre la tragedia griega. Claves de la escritura dramáticaIgnacio Amestoy
Madrid, Ediciones Complutense, col.
Investigación Teatral RESAD, 2019. 302 págs.
Elena Perulero
IES Marqués de Suanzes
Lamenté mucho no poder asistir el pasado 29 de octubre a la presentación del libro de Ignacio Amestoy titulado Siempre la tragedia griega, que había leído con gusto e interés los días anteriores. Se trata de un trabajo realizado con gran mimo, o esa es, al menos, la impresión que le queda al lector. Tengo la fundada sospecha de que algunas tesis doctorales no son sino el libro que el doctorando hubiera querido leer sobre un tema que le interpela y, al no encontrarlo, no tiene más remedio que lanzarse a escribirlo por sí mismo. Me parece que este es uno de esos casos.
El objetivo que se plantea el autor es “observar cómo en la treintena de tragedias y en la veintena de comedias que nos han quedado de la Ilustración ateniense podemos detectar que los caracteres clave de aquellas dramaturgias son la base del desarrollo posterior, hasta nuestros días, del teatro”. Así, a lo largo de las trescientas páginas casi exactas que tiene el libro, asistimos, junto a Ignacio Amestoy, a una fantástica reconstrucción de los orígenes del género, en la que va analizando las cuestiones centrales del hecho dramático, ilustrándola mediante la lectura detenida de las obras griegas que fueron conformando cada uno de los elementos esenciales que sustentan una urdimbre estructural que sigue resultando tanto o más eficaz que en sus comienzos.
Personalmente, me resulta un tanto enojosa cierta teoría literaria que es capaz de dedicar páginas y páginas a un tema por el mero disfrute de razonar, hasta la saciedad, lo que cualquier lector mínimamente informado admitiría como evidente sin mayores problemas. No es el caso de la obra que ahora nos ocupa, pues si el punto de partida puede entenderse como una de esas “evidencias” −evidente es que la escritura teatral se hubo de configurar en las primeras muestras de teatro escrito que nuestra civilización occidental conserva−, no resulta en absoluto ocioso proponer un recorrido a través de obras concretas, señalando el modo en que los trágicos griegos establecieron un modelo que sigue funcionando tantos siglos, páginas y representaciones después. Eso sí, resemantizada con cada nueva perspectiva, con cada nueva técnica, con cada nueva intención… Porque cambia el mundo pero el ser humano es, en esencia, el mismo. De ahí que el efecto del teatro, la catarsis que con tal acierto describió Clarín cuando llevó a la Regenta a ver Don Juan Tenorio −aprovechando, además, para romper una lanza en defensa de Zorrilla−, siga funcionando de la misma manera: el teatro es un espejo en el que los espectadores se miran y reflexionan sobre los comportamientos representados, poniéndolos en relación con su propia vida.
Con el pertinente título de “éxodo” −en alusión a la última parte de la tragedia clásica, en la que desaparecía el coro de la escena, dando por terminada la pieza−, la conclusión reitera la idea que se planteaba desde el comienzo: “existe una tipología de la escritura dramática, y las claves están ya muy concretadas y, cuando no, esbozadas, en el teatro griego”.
Se atribuye a un erudito neoplatónico del siglo XII, Bernardo de Chartres, una certera fórmula de humildad, de gran capacidad expresiva: “somos como enanos a hombros de gigantes; podemos ver más, y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra vista ni por la altura de nuestro cuerpo, sino porque somos levantados por su gran altura”. El buen Bernardo, en los albores de eso que se ha llamado renacimiento medieval, parece advertirnos, por un lado, contra la tentación de renegar frívolamente de la tradición en la que uno se inscribe, consciente o inconscientemente; y, por otro, contra la ingenuidad adánica en que puede incurrir todo creador (o investigador). Ignacio Amestoy nos señala, con rigor pero en un tono ameno y divulgativo, cómo, en lo que atañe al teatro, los dramaturgos de siempre, y también los de hoy, van a lomos de trágicos gigantes…, sin que ello suponga, claro está, que hayan de ser enanos, en ningún sentido.