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1. MONOGRÁFICO

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1.8 · Des-esperpentizando el esperpento: lecturas valleinclanianas de José Tamayo.

Por Anxo Abuin.
 

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3.2. Luces de bohemia (1971): “el texto es así”

Enmarcado en la “explosión valleinclaniana” de los setenta (Oliva, 2003b, 167), José Tamayo vuelve a Valle-Inclán con su montaje de Luces de bohemia en 1971 [fig. 11], después de que el dramaturgo gallego se hubiera aferrado a los escenarios madrileños con espectáculos de distinto alcance. El director granadino toma el toro por los cuernos del esperpento más conocido, ausente todavía de los circuitos más comerciales, aunque no de los universitarios (Heras, 2006). Tras haberse estrenado en Valencia y haber girado por provincias el año anterior, con protagonismo de José María Rodero, Luces llegaba al Bellas Artes el 1 de octubre de 1971 dentro del II Festival Internacional del Teatro, con mínimas variaciones textuales; Carlos Lemos, sustituía a José María Rodero, por motivos de salud, como Max Estrella.

El montaje madrileño fue ocasión para que la crítica echase mano del vademécum del esperpento, además de lanzar una reflexión sociológica sobre el papel del teatro de Valle-Inclán en la sociedad española actual. Ángel Laborda (1 de octubre de 1971) dio noticia de este Luces el día del estreno entrevistando a Tamayo, que resaltaba la importancia de la luz (el negro o la transparencia) como solución escenográfica para el dinamismo de la obra [fig. 12]. José Monleón (1971b) saludaba el estreno, desde las páginas de Triunfo, como el “acontecimiento teatral” del momento, encuadrándolo en una provechosa filosofía de “lo mayoritario”. En la conversación de Monleón con Tamayo asomaban ya algunas críticas importantes: “excesiva blandura”, “exceso de sentimentalismo”, deficiencias en la interpretación de Lemos, que el propio director defendía como “más humana”, o final anticlimático. Con todo, se subrayaba la actualidad de la pieza, que justificaba la buena acogida de público y crítica2 [fig. 13].

Esa dimensión actualizadora está también presente en la crítica de Pedro Laín Entralgo, que atenúa de algún modo su presencia en Luces de bohemia:

Pienso que la contemplación actual de Luces de bohemia puede suscitar en el espectador dos juicios igualmente erróneos, igualmente peligrosos –peligroso respecto del destino nacional, claro está– e igualmente infieles a la intención última de su creador. [...] El primero de esos juicios a que aludía, dice así: “He ahí a la España de entonces”. Frente a él y a su sentir, el segundo reza como sigue: “He ahí la España de siempre”. “He ahí la España de ayer”: tal es la sentencia general de los satisfechos de hoy, el interesado juicio de los que en 1971 miran sus vidas y cuanto en torno a ellas les conviene, y dicen para su coleto [...]  “Señor, bien estamos aquí” [...] en aquella misma España de 1920 [...] vivían y creaban [...] muchos de los que todos los días exhibimos para demostrar que los españoles hemos sido algo más en el mundo durante el primer tercio de siglo, algo muy distinto del puro esperpento [...]. Decir “He ahí la España de ayer” ante Luces de bohemia sería –acaso por esa comodidad miope y egoísta de los bien situados– decir no más que una parte de la verdad. Decir [...] que en sus escenas está “la España de siempre” es, en el mejor de los casos, otra forma de comodidad y la comodidad de los solidarios e inactivos [...]. Admito y respeto la desesperanza ante el destino de España, [...] pero nunca admitiré ante ese destino la reclusión en la inactividad o en el lucro privado, y nunca creeré que ese fuese, en cuanto autor de esperpento, el sentir de Valle-Inclán (Laín Entralgo, citado en F. Álvaro, 1972, 307-308).

Las demás críticas fueron, por lo general, positivas, de tintes en su mayor parte impresionistas, aunque también sea justo reconocer que su atención iba siempre más dirigida a la literatura de Valle-Inclán y a la discusión sobre la actualidad del esperpento que a la propia representación teatral ideada por Tamayo. Carlos Luis Álvarez (Arriba, 19 de septiembre de 1971), tras dedicar el pertinente espacio a una introducción (pseudo)filológica sobre el esperpento, se felicita especialmente de las interpretaciones “soberbias” de Carlos Lemos, Agustín González, y de la iluminación de Manuel Gallardo. Federico Galindo (1971), también en Arriba, vio en el esperpento “un aguafuerte recio” de realismo angustioso, “visto bajo una lente ávida de denuncia”. En el montaje, destacaba la interpretación del elenco, en especial la de Carlos Lemos. Por último, en el mismo periódico, con fecha de 28 de noviembre, Jesús Suevos (1971) describía la obra como caricatura de unos tiempos de gran bajeza moral, contra los que precisamente “se alzó el pueblo en armas el 18 de julio de 1936”. El absoluto delirio del cronista continuaba definiendo el “alzamiento” como “un 14 de abril nacionalizado y actualizado: limpio del polvo y la paja de las supersticiones y lugares comunes del siglo XIX, que lo envilecieron y malograron en 1931”; y su crítica utiliza Luces como pretexto para atacar cualquier atisbo de “intelectualidad”. Así, Max Estrella “es un inepto que no tiene la menor idea del mundo en que vive y en vez de conceptos utiliza tópicos ‘flatus vocis’, verbosidades que sólo son ruido”, y su ceguera no es más que una representación de su ignorancia [fig. 14].

Díez Crespo (1971), en una excelente crónica de El Alcázar, reincidía al considerar el estreno como “acontecimiento escénico, realizado con la más lograda expresión dramática”. No hay “artificio” en este Luces sino “exactitud” y “precisión”, aunque se aclarase de inmediato que “nada de lo que acontece a través de las palabras de los personajes tiene nada de deformación grotesca”. Nada de esperpento, pues: “Aquí, en estas ‘luces de bohemia’ no hay muñecos sino personajes de carne y hueso, sacados real y verdaderamente de la sociedad española. […] Los personajes dramáticos están vistos ante un espejo absolutamente normal. […] Lo grotesco y lo deformado es el ambiente en que viven”. Hay, sin embargo, mucha teatralidad en este escenario de realismo crítico, sobre todo porque Valle-Inclán era un maestro “de las palabras en su sitio”. Por lo demás, se vuelve a ponderar la interpretación de un “muy humano” Carlos Lemos y de un “magnífico” Agustín González [fig. 15].

José María Claver (1971), en Ya, se apartaba del parecer de Díez Crespo, pues su crítica sostenía la naturaleza deformadora del esperpento sobre la materia de un Madrid “absurdo”. El esperpento es “el dolor de un mal sueño”, la distorsión despiadada de una realidad trágica. En cuanto al montaje de Tamayo, el cronista agradece el mínimo aparato escenográfico, que facilita “el rápido encadenamiento de las quince escenas” (cada una “vive por sí misma”, como en Brecht, añade Claver). Otro acierto está en “el uso alternado de transparencias con los austeros y sombríos (…) telones de fondo ideados por Emilio Burgos con cuatro rudos brochazos, a veces tenebrosos, de extraordinaria fuerza”. La música de García Abril es especialmente “en sus alucinadas deformaciones del compás de chotis o en el lúgubre gigantismo del tañido y volteo de campanas electrónicas”. Carlos Lemos verificaba su grandeza en Luces,y recibió por ello largas ovaciones. Agustín González y el resto del elenco merecen también el elogio de Claver [fig. 16].

Antonio D. Olano (1971), desde su columna de Cine en 7 días, recalcaba la actualidad de esta obra maestra, con cuyo montaje Tamayo alcanzaba cimas inigualables en “brillantez”, puesta siempre “al servicio del texto”: “Plastifica literalmente las bellísimas acotaciones del autor”. Emilio Burgos acompañaba con sus decorados y figurines, y, además de la de Lemos, agradó al crítico la interpretación de María Jesús Lara o Berta Riaza. Agustín González recibe párrafo aparte por su emocionada actuación, a la altura, para Olano, de los Marsillach o Fernán-Gómez.

En las páginas de Nuevo Diario, Francisco García Pavón (1971) calificaba a cuatro columnas la función como “histórica y feliz”: Luces ha pasado, con pleno derecho, a formar parte del “repertorio magistral del teatro español”. Después de enmarcar el esperpento en la tradición de Quevedo, Goya o el sainete de Ramón de la Cruz, y de adelantar la relación de Valle-Inclán con los nuevos autores (Antonio Buero Vallejo o Lauro Olmo), García Pavón coincidía con Díez Crespo en que “la mayor parte del drama valleinclanesco hoy no nos parece esperpento”, pero esta carencia no aminora la fuerza dramática del conjunto, lleno de matices (“desde el mayor relieve escénico hasta la silueta”). Se aplaudió mucho a los dos intérpretes principales, y, entre los otros actores, a Margarita Calahorra [fig. 17].

Elías Gómez Picazo (Madrid, 2 de octubre de 1971) entiende el esperpento como “un rico caleidoscopio de múltiples y cambiantes cuadros, de muchos y diversos personajes, todos definidos con certeros trazos”. En Luces se hibridan el drama, la comedia, la sátira, los sueños, la realidad, el humor, la farsa…, y, a pesar de que esta mezcla dificulta su puesta en escena, Tamayo ha conseguido en esta ocasión su mejor trabajo, bien apoyado en la interpretación de unos “insuperables” Carlos Lemos y Agustín González, en los bellos decorados (“la mayoría diapositivas”) de Emilio Burgos y en la música de Antón García Abril [fig. 18].

El 27 de octubre de 1971, “Pyresa” entrevistaba para Hierro a Carlos Lemos (entrevista que se publicó igualmente en Proa de León un día más tarde), que ha alcanzado “el mayor éxito de su carrera” con Luces de bohemia, mejorando el de La muerte de un viajante. Para Lemos, este estreno ha convertido a Valle en “el gran fenómeno de la temporada madrileña” por la magnitud y frescura de su escritura.

En Mundo (6 de noviembre de 1971), Gonzalo Pérez de Olaguer incluía este montaje en el reciente (re)descubrimiento de Valle-Inclán y en la conmemoración del décimo quinto aniversario de la Compañía Lope de Vega. El espectáculo del Bellas Artes “adquiere un tono incisivo, cautivador”, entre la ironía de la primera parte y la reflexión final. Lo más destacable de este montaje, que respeta la palabra del autor gallego, está en los decorados de Burgos (“a base de telones de fondo de tela y pintados”), el juego de luces (“clarificador, delimitando espacios escénicos”) y “el ajustado trabajo” de los casi cincuenta actores, entre los que sobresalen los dos protagonistas [fig. 19]. Alfredo Marqueríe (1971), en Pueblo, coincidió en el reconocimiento del trabajo de Burgos (“entre el realismo y la fantasmagoría”), de la madurez de Carlos Lemos, de la grandeza de Agustín González (“que en algún momento, no en todos, exageró la sensación de embriaguez”). El abrir y cerrar del telón “incontables veces” ratificó el éxito de la velada [fig. 20].

Pablo Corbalán (Informaciones, 2 de octubre de 1971) caracteriza el esperpento por su cinematografismo, por un esquematismo resuelto con “unos telones expresionistas de extraordinaria eficacia”, con unos “decorados sucintos y de gran intensidad plástica” por Emilio Burgos. Tamayo ha sabido acentuar, además, el fluctuante “ritmo de contrastes” de la pieza [fig. 21]. Y Arcadio Baquero (Actualidad española, 28 de octubre de 1971) subrayaba también ese ritmo cinematográfico que la escenografía había sabido plasmar [fig. 22]. Para Corbalán y Baquero la interpretación de Carlos Lemos (“claro en la dicción, perfecto en la composición”) y Agustín González estuvieron a la altura de este soberbio espectáculo.

Como hemos visto, fue lugar común en la crítica la comparación entre el 1920 de Luces y la contemporaneidad del estreno. Así lo resumía José Monleón, añadiendo la necesidad de que el teatro intervenga y modifique la realidad contemporánea:

El aspecto sociológico, el interés de Luces de bohemia dentro de la sociedad española y el teatro de nuestros días es tal que uno confiesa que pocas veces asistió a un ejemplo tan claro de lo que debiera ser una constante del teatro: la incidencia del espectáculo sobre la realidad, su valor como instrumento de análisis de nuestra vida y no-vida de cada día. En cuyo punto, el valor de las técnicas teatrales se reordena y modifica. No sólo un mismo texto, sino también una misma forma de representarlo, podrán comunicar cosas distintas según el momento y la naturaleza de sus destinatarios. Señalemos, pues, la necesidad de atender a ese fenómeno sociológico, al tiempo que al texto y a la puesta en escena, para comprender la teatralidad o comunicabilidad desde un escenario de la obra que nos ocupa. Son elementos inseparables: el texto de Valle-Inclán, la puesta en escena de Tamayo y el público español de nuestros días (José Monleón, citado en F. Álvaro, 1972, 309).

En algunas críticas asoma el tema de la traición al espíritu valleinclaniano. En entrevista a Moisés Pérez Coterillo, y ante sus reproches de éste, Tamayo justificaba su dramaturgia de una curiosa manera: “Cargar la puesta en escena sobre el esperpento hubiera sido traicionar a Valle-Inclán” (1971, 22). Y se escudaba en una presunta lectura literal del texto para defenderse de la falsa equidistancia entre sainete y esperpento: “Valle-Inclán lo escribió así. No se ha cargado la mano sobre lo uno ni sobre lo otro. Quien manda es el texto y su entendimiento y nuestro trabajo se ha colocado en la línea justa que pide el texto” (ibid.). Y prosigue Tamayo en su defensa de la des-esperpentización del esperpento: “Quizá pudiera, para un público universitario, cargarse las tintas sobre el esperpento, realizar un espectáculo más duro, más deforme, y más crítico, pero nuestro trabajo está pensado para un público mayoritario, que sería incapaz de captarlo y de asimilarlo, en consecuencia. […] A fuerza de ser sincero, debo decir que el texto es así” (22-23).



2 En el artículo de Monleón se da noticia de las vicisitudes de Luces en los despachos de la censura: “Existía un viejo dictamen, de la época en que era Ministro de Información y Turismo el señor Arias Salgado, que afectaba a más de trescientas palabras. Hace tres o cuatro años, siendo ministro el señor Fraga Iribarne, me interesé yo por el estreno y pedimos nuevo dictamen. Prohibieron más de novecientas palabras, y escenas como la de Max Estrella y el anarquista catalán estaban totalmente suprimidas. Con la llegada al Ministerio del señor Sánchez Bella se planteó otro criterio: la obra sería autorizada o prohibida en su totalidad. Afortunadamente se decidió lo primero, y es justo elogiar en este punto la posición y las gestiones de Carlos del Valle-Inclán, el hijo del escritor” (1971b, 42). Puede verse asimismo, Pérez Coterillo (1971, 20).

 

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