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Imaginando el circo
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María Casares y Albert Camus

«Guerra y paz», es así como más tarde Camus me llamaba a veces en su corazón desgarrado; pero en aquellos momentos, habría buscado en vano dónde podía él encontrar la paz en mí, si no hubiese sabido ya que no podía haber paz en él sino en estado de alerta.

Y en la comprensión y la estima mutuas, orgullosos el uno del otro, nos llevábamos el uno al otro, nos empujábamos el uno al otro y quemábamos juntos, a más y mejor, aquellos días que nos eran concedidos, y reíamos y nos atormentábamos juntos, o el uno al otro, y bailábamos, y nos desgarrábamos alegremente, y nos exaltábamos mutuamente a más y mejor, y todo esto en una perfecta inocencia, en la libertad regia robada al tiempo, como dos retoños nacidos de una misma rama y sin otra pertenencia que la del árbol que los sostenía, fuertes uno y el otro en una decisión tomada por ambas partes, la de quemar en este acercamiento en fuego de vida, tanto uno como otro, los días que nos quedaban por vivir juntos hasta... el final de la guerra.

Aparte raras «salidas» y los momentos en que nos veíamos en el teatro, nos reuníamos sobre todo en su casa, en el taller-estudio que prolongaba el apartamento de André Gide, de la calle Vaneau, donde vivía en aquella época.

Fue allí donde aterrizamos por primera vez, a trancas y barrancas, después de una fiesta en casa de Dullin - en Montmartre, creo -, a donde me había arrastrado [...] de madrugada, cuando abandonamos la casa de nuestro maravilloso anfitrión, la bicicleta que nos llevaba - yo, sentada en el manillar - parecía un extraño perro loco que tira de la cadena de su dueño porque siente la urgente necesidad de una pared, un poste o una acera. Ligeramente mareada por el impresionante zigzagueo, recuerdo haber preguntado a mi conductor si la bicicleta no habría bebido demasiado, a lo que respondió con una sonrisa beatífica que no, que ella se limitaba simplemente a buscar el camino hacia el Sena. Y así dichosamente borrachos uno y otro, llegamos a nuestro destino, en el alto estudio de la calle Vaneau, el 6 de junio de 1944, mientras los aliados desembarcaban en Francia.

Fue en aquel estudio donde aprendí a conocerle; fue allí donde me habló con una rebeldía mezclada de repulsión del neumotórax que le perforaba el pecho y de las sesiones semanales de insuflación a las que tenía que someterse para comprimir y detener el nuevo acceso de su tuberculosis, que llevaba en sí como una plaga. «La cosa por la que te estoy más agradecido - me dijo más tarde - es porque tomaste mi recaída como había que tomarla. No puedes saber lo que ésta significó para mí [...]

Fue en aquel estudio donde me confió la visión que tenía de su futura obra; donde me contó de Argelia y sus playas, los partidos de fútbol y los baños de mar, los olores de su país y sus luces;(...) Fue allí donde me enteré de que pertenecía a la Resistencia y donde me habló por primera vez del periódico clandestino Combat. Fue allí también donde supe que su madre era de origen español; y también, que había dejado en Argel una joven y linda mujer que esperaba el final de la guerra para reunirse con su marido. Y fue allí, finalmente, donde tomamos juntos la resolución de separarnos al final de la guerra, pero también donde me habló de nuestro común exilio a México cuando el fin de la guerra nos lo permitiese.

Decir lo que era él en aquella época me parece tarea ardua si no se quiere inmovilizar en unos cuantos trazos lo que era movimiento constante, intensa tendencia hacia una estructura justa, entrevista y ya reconocida como imposible, y de la que sólo el incesante camino que a ella llevaba, fiel a la autenticidad, a una verdad muy pronto revelada en una infancia precaria, quedó fijado para siempre.

(...)

cuando lo imagino ahora - «el africano» - recién desembarcado de Argelia en un París amordazado y ocupado, privado del ardor de su sol, separado del mar, en lucha con la gran ciudad extraña y su selva desconocida, con la única riqueza de la obra que llevaba en sí y de los amigos que se ganaba, con el asco por su enfermedad y el deseo imperioso de vivir, de crear incluso la vida y de disfrutar de ella con la voracidad que da la vitalidad sin otra esperanza que ella misma, sujeto ya por un trabajo diario absorbente, continuamente alerta a causa de su pertenencia a la Resistencia, elaborando un periódico clandestino, escribiendo, publicando, descubriendo un mundo nuevo con el empeño de mantener intacto el antiguo, y preso también, en su tiempo y sus energías amenazadas, allí donde le llevaba su gusto por el placer, la dicha, la luz, la armonía, las mujeres o la mujer, cuando me lo imagino en medio de... todo eso, disperso en sus propias contradicciones y en los inevitables malentendidos que ya no podían dejar de crearse en torno a él, me pregunto cómo, en aquella época que, sin embargo, a lo que me parece, fue para él una de las más fáciles de soportar, cómo conseguía mantenerse en equilibrio en la cuerda floja, por la que avanzaba con la testarudez de un asno- sagrado, a tientas. Y hoy como entonces vuelvo a encontrar intacto el amor que tanto me conmovió y me conmueve cuando me es dado ver lo que es el hombre en su más grande aventura.

(...) el único acontecimiento de su existencia que escapa a mi entendimiento es su muerte; aquella forma de ser segado en el preciso momento en que todo debía comenzar para él; porque si tal zarpazo del destino parece a primera vista acordarse con su concepción o aprehensión del mundo - como se ha llegado a decir -, es inútil responder que una lógica tan burda me parece totalmente extraña al itinerario recorrido por Camus. Y la confusión en que me sumió nuestro primer encuentro no se debió más que a mi falta de conocimiento y de madurez. (...)

Pero puede ser también que esta semibruma en que se envuelve para mí su imagen de 1944 haya nacido sobre todo de la doble profundidad del lugar en que tuve primero que esconderla - para desprenderme de ella -; y en el que, más tarde, tuve que empujarla y enterrarla, después de su muerte para- continuar. Ante alguna de sus innumerables formas de sonreír, le preguntaba a veces mientras él me miraba:

- ¿De qué te ríes?

Él contestaba:

-De gusto.

Y esa sonrisa que le iluminaba- cuando me veía atiborrarme con un apetito de ogro, zambullirme totalmente en un repentino interés por algo inesperado, bailar entregada por completo al baile, cada vez, en fin, que me olvidaba de todo y de mí misma para vivir el instante y abandonarme a él por entero, esa «sonrisa de gusto» aparecía. Como el día en que me dijo bruscamente que si llegaba a morir antes que yo, era seguro que yo haría cuanto fuese posible para seguir viviendo, de nuevo y siempre, al máximo. Y sin la menor protesta por mi parte, como siempre, nos reímos juntos, cómplices.

(...)

Fue a su lado, y por su sola presencia y su solo comportamiento, fue sólo a través de él como pude entrever por fin el alma de este país que era el suyo -tan cercano al mío y tan distinto- más extraño -aunque separado sólo del mío por los Pirineos- que Rusia, tan lejana. Esta Francia, cuyo espíritu de mesura, aunque difícilmente perceptible para un español, se hace no obstante muy accesible a nuestro entendimiento en cuanto se comprende por fin que la locura de este país consiste precisamente en el rechazo de toda locura; me refiero a esa pasión, sin duda la más fuerte puesto que está empeñada en un esfuerzo insensato por mantener el justo equilibrio con la razón en el más difícil de los dominios; y que, cuando no conduce a la amputación, a un corazón seco, al intelectualismo desencarnado y, a fin de cuentas, a la comodidad del espíritu, da a este país su verdadera grandeza.

A falta de mi padre, tan profundamente apegado al modo de pensar de este pueblo en medio del cual me había colocado, para comprenderlo tenía que encontrar a alguien que llevase en sí todavía esa “locura” francesa; y Camus, quizá porque arrastraba en su sangre una posibilidad de desmesura venida de fuera para vivificar, en su pasión, el espíritu francés, poseía precisamente esa locura, la que se empeña en combatir los molinos de viento escapados a la medida humana.


Casares, María: Residente privilegiada; [traducción Fabián García-Prieto Buendía y Enrique Sordo] Barcelona: Argos Vergara, 1981.

 

 

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