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La escena invisible Cabecera

Don tirso. Tres generaciones

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Tirso García Escudero (Huércanes, Logroño, 1863 – Madrid, 1950) se hizo cargo del Teatro de la Comedia en 1896. Escudero sustituyó a Luciano Berriatúa como dueño del teatro y desde entonces hasta hace pocos años, el dueño de la Comedia ha sido Don Tirso. Este hecho mágico se debe a que al primer Tirso García Escudero le sucedió su hijo Tirso García-Escudero (1893-1973) y a este su hijo, naturalmente Tirso García-Escudero, quien primero alquiló y finalmente vendió el Teatro de la Comedia al Ministerio de Cultura para que fuese la sede permanente de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Su archivo, con más de 10.000 documentos, está depositado en el Museo Nacional del Teatro. Dejamos aquí unas líneas de Jardiel Poncela sobre el comienzo de su amistad inquebrantable con el empresario, el primer Don Tirso.

“Ortas me presentó a Tirso Escudero, con el que en el mismo instante concerté una amistad que había de soportar todas las pruebas adversas del futuro.

Leída la obra a la compañía, la lectura tomó proporciones desacostumbradas. Todo el mundo salió encantado de ella.

—Tenemos comedia hasta junio —era el criterio general. Yo estaba más asustado cada vez.

La noticia comenzó a correr por Madrid. Me hablaba mucha gente. Ya me han dicho que ha llevado usted una «cosa estupenda, a la Comedia.

—Enhorabuena; sé que eso de la Comedia es colosal.

Y yo temblaba ya.

 (…)  En el tercer acto el fracaso entró desde el primer instante en lo que pudiéramos llamar “fase legal”, es decir, la fase en que el pateo, admitido ya en toda la sala, deja de constituir un impulso personal, tímido y expuesto a la contraprotesta, para convenirse en una decisión resuelta y general en la que cada cual se apresta a aportar su granito de trigo, seguro de que ha de caer en terreno fértil que lo desarrollará hasta la libreta.

No es preciso decir, por lo tanto, que se oía de todo: silbidos, pataleo convulso, interrupciones, etc.

Sampelayo y yo seguíamos juntos, aguantando impávidos el temporal.

Entramos de nuevo en el “saloncillo”. Tirso Escudero se hallaba sentado en un diván, a la derecha.

—¿Qué? ¿Siguen pateando? —me preguntó.

—Sí, señor. Lo están pasando divinamente.

Y nos sentamos nosotros también. Permanecimos un rato en silencio. Se asomó a la puerta un individuo con aire de empleado de la casa a quien yo no conocía. Don Tirso se encaró con él.

—¿Quién ha empezado el pateo? —le preguntó.

—La claque, Don Tirso.

Y desapareció después de dar esta respuesta inicua. Volvió el silencio al «saloncillo». Hasta allí llegaban los hervores de la sala - Se producía el fenómeno de estallar todavía carcajadas generales, seguidas inmediatamente de pataleos epilépticos.

Tirso Escudero alzó de pronto la cabeza y me dirigió estas palabras extraordinarias:

—Tráigame usted otra obra y se la estreno antes de que acabe la temporada.

Lo eché a broma:

—Don Tirso, si vuelvo a estrenar a aquí esta temporada, van a venir al estreno con ametralladoras... Más valdrá dejarlo para el año que viene.

Pero, por dentro, yo me hallaba sinceramente emocionado por el «gesto» de Tirso. Hasta entonces lo tenía considerado como un amigo generoso; desde aquel momento le tomé cariño perdurable, perenne.

El estreno concluía: se pronunciaban las últimas frases y se producían las últimas protestas. Pensé:

—Si ahí fuera supieran lo que acaba de pasar aquí dentro; si alguien los enterase de que Tirso me ha pedido una nueva comedia, el 40 por 100 de los espectadores cesarían en el pateo.

Y estaba, sin duda, en lo cierto, pues lo que le interesa a casi la mitad del público de un estreno en Madrid, personas afectas al periodismo y a la literatura, no es hundir la comedia en sí, sino incapacitar al autor para seguir adelante en su carrera.

Acabó la obra. Algunas actrices lloraban. Casimiro Ortus no lloraba, pero le faltaba muy poco. Fui en su auxilio; le di un abrazo.

—A mí me sigue gustando la obra —dijo.

—Y a mí —le contesté—. Pero a los de ahí fuera, por lo visto, no.

Trasladamos la tertulia al camerino. Entraron aún algunos amigos, que me miraban fijamente, con un interés morboso; el mismo interés que le hace ponerse en puntillas al público de una Audiencia para verle la cara al condenado a muerte. Se me prodigaban consuelos vagos que no comprometían a nada.

—El primer acto es genial.

—¡Si todo fuera como el primer acto!

—¡Qué acto primero!

Seguía sintiéndome más espectador que protagonista de aquella tragedia grotesca y me volví hacia Tirso Escudero.

— Ya lo ve usted, don Tirso; todos coincidimos en que el primer acto es un éxito redondo; mañana pueden hacer el primer acto de esto, e segundo del Tenorio y el tercero de La malquerida.

Los amigos, al ver que el condenado a muerte bromeaba, se sintieron defraudados y se fueron.

Al rato yo también me despedí. Tirso Escudero me entregó los ejemplares de la obra con objeto de que cortase para el día siguiente los pasajes que con más violencia habían sido rechazados.

—Y ya le he dicho —repitió—. Quiero estrenar más cosas suyas. Usted es un autor.”

 

Enrique Jardiel Poncela, prólogo a El cadáver del señor García.

 


 

 

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