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Efemèrides

Una Muralla de dos mil funciones.

Teatro Lara de Madrid, 6.10.1954
Una Muralla de dos mil funciones.
El 6 de octubre de 1954 se estrenó en el Teatro Lara de Madrid La muralla, un drama con el que Joaquín Calvo Sotelo consiguió uno de los éxitos más memorables de aquellas décadas.
 
La obra fue dirigida y protagonizada por uno de los grandes de la escena de aquellos años: Rafael Rivelles, a quien acompañaron en el escenario Lina Rosales, Amparo Martí, Pastora Peña,  Gaspar Campos, Francisco Pierrá, Manuel Díaz González y Luis de Sola.
 
La calidad de algunas de sus obras y los éxitos de crítica y público que cosechó en su época – se pueden contar más de medio centenar de estrenos en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo pasado - Joaquín Calvo-Sotelo (1905-1993), cuando era considerado uno de los modelos de la “alta comedia”, junto con Pemán y Ruiz Iriarte, apenas le han reservado un pequeño lugar en la Historia de nuestra Literatura dramática. Para el público de hoy, tal vez el último lazo con su recuerdo sea gracias al cine, por la versión cinematográfica de una comedia que escribió para el actor Alberto Closas: Una muchachita de Valladolid. A su muerte, Justo Alonso produjo una reposición de La muralla y Pastor Serrador y Concha Goyanes protagonizaron La visita que no toco el timbre. Muy poco más, en los últimos veinte años.
 
Siendo un hombre del régimen – era hermano de José Calvo-Sotelo, diputado de extrema derecha cuyo asesinato se suele mencionar como espoleta que activó el intento de golpe de Estado que dio lugar a la guerra civil de 1936 – plantea, en su mejor momento como dramaturgo, en los años cincuenta, la necesidad de la reconciliación entre españoles. Si este asunto es más claro en La herencia, de 1957, tiene un primer tratamiento en La muralla, su mejor obra, estrenada en octubre de 1954.
 
La muralla nos presenta a un hombre frente al abismo de su fe: acaba de tener un ataque que lo ha puesto a las puertas de la muerte; eso le ha hecho mirar y temer al Dios al que había arrinconado en su conciencia. Quiere ser consecuente: si ha robado, debe restituir lo robado. Jorge es un terrateniente: todos sus ingresos provienen de una propiedad, la mejor finca de Extremadura. Durante la guerra civil, Jorge luchaba en el lado de los franquistas y aprovechó la situación que le ofrecía un secretario de notaría que buscaba salvar su vida como fuera. El padrino de Jorge había muerto y le había dejado la herencia a un hijo natural, un republicano pobre que no conocía esta circunstancia. No fue difícil falsificar el testamento y hacerse con la finca. Mientras tanto, el legítimo heredero está en la cárcel. El único camino honrado es “Su restitución (…) dar a su dueño lo que es suyo; dárselo sin regateos ni excusas (…) Nada de cuanto tengo me pertenece; lo he robado”
 
La crítica destacó en su momento la reflexión sobre el asunto de la fe cristiana del personaje, en tanto que no hizo demasiado hincapié en el paisaje de fondo: la guerra, un territorio perfecto para el robo impune. Los detalles que se dejan caer (“en aquel pueblo de Extremadura, la guerra civil dejó pocos supervivientes”) son novedades muy importantes en la literatura española del momento.
 
El antagonista principal es la suegra, Matilde, un personaje magnífico. Para Matilde, la decisión de Jorge es un desastre. La finca, robada o no, es el único sustento de ella, de su hija y de su nieta. Si Jorge devuelve la finca al despojado, ellos no tendrán de qué vivir. Ella no pone en duda que sea algo inmoral e injusto; sencillamente, seguir disfrutando de esa propiedad es lo que le conviene a ella y a los suyos. Está muy bien que Jorge tenga sentimientos cristianos, pero Matilde deja caer que muchas fortunas de la gente como ellos se asientan en circunstancias similares y esos dueños usurpadores no tienen ningún problema en ocupar los bancos principales en la iglesia de San Manuel y San Benito, por ejemplo: “si el ser católico se pone tan caro, van a darse de baja muchísimos.” Cuando Matilde se enfrenta por fin a su yerno, trata de razonar de esta manera: “Mira, Jorge: vivimos en un mundo en el que estas cosas no pasan nunca… Admito que lo de El Tomillar sea, en su origen, todo lo irregular que tu quieras… Pero ya nadie se asusta de nada. Si fuésemos husmeando a derecha e izquierda cómo se han formado ciertas fortunas, nos llevaríamos unas sorpresas tremendas. Bueno, yo no me sorprendería, porque me sé de memoria a muchos de nuestros amiguitos.” Por fin, llega la conjura. Se destruyen los documentos. Jorge ya no tiene pruebas contra si mismo, y su familia está dispuesta incluso a inhabilitarle para evitar perder la finca. En ayuda de los conjurados llega el futuro consuegro, Montes, presidente de la inmobiliaria Sol, en Levante, parece que candidato a una subsecretaría de un ministerio. Montes viene dispuesto a convencer a Jorge: “es poco político, amigo mío; poco político. Este tipo de conversiones no gustan nada. A la gente lo que le apasiona es que se termine con la querida, por ejemplo, o que se reconozca al hijo ilegítimo, o que se meta uno cartujo. Pero esto de devolver fincas de regadío, maldito lo que le importa a nadie. Aparte de que no se da un caso de esos ni para muestra, palabra.”
 
Hubo hasta cuatro versiones para el final de la obra. El autor sabía que debía encontrar un final verosímil. La definitiva “sólo surgiría de los febriles ensayos de la antevíspera de su estreno”: Jorge muere de un segundo ataque sin llegar a recibir al legítimo dueño de la finca, rodeado por su familia, su empleado y Montes. Todos han vencido. Jorge también. La obra superó en su época las dos mil representaciones y se estrenó en varios países de Europa y América. Un éxito histórico, que pocos autores españoles han alcanzado.