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1939-1949
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1939

El tiempo y su memoria
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El teatro y su doble

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EL TIEMPO Y LA MEMORIA

UNA HERIDA SIN CERRAR

La prensa escénica de 1939 revela abiertamente cómo, recién acabada la Guerra Civil, se perpetúa el abismo abierto entre los bandos contendientes: los vencedores, en esa primera hora, emplean los medios de comunicación para construir, mirando al pasado reciente y también el horizonte inmediato, un modelo selectivo de memoria  y un programa de  futuro en el que caben y se enaltece a los que colaboraron en la victoria del nuevo régimen en la misma medida que se acusa y se cierra las puertas a los perdedores.

No es raro, pues, que, sobre todo  en las fechas inmediatas al término del conflicto, la prensa se haga eco y altavoz, también en el ámbito de la escena, de atrocidades imputadas al bando republicano: por ejemplo, el estado de barbarie y desgobierno del espectáculo escénico, referido a la llamada Junta de Espectáculos o a la propia Sociedad de Autores, en manos de sindicalistas a los que se retrata como aprovechados, incultos y sin escrúpulos (tal en el artículo de Augusto Martínez Olmedilla “Los espectáculos del Madrid rojo”); como también, sobre todo en entrevistas a personajes relevantes de adscripción ideológica afecta al nuevo Estado,  de juicios y evocaciones del período bélico que resaltan la incuria profesional y humana atribuida al enemigo en la zona roja o las miserias personales pasadas, o la fidelidad sin fisuras al nuevo régimen con la que, así parece deducirse,  muchos intentan proyectar o relanzar su carrera profesional: la prensa, en efecto, recoge la consternación del maestro Guerrero denunciando cómo el teatro Coliseum fue convertido durante la Guerra en una fragua, mientras el músico refuerza su aval ante el nuevo Estado relatando cómo nada más llegar a zona nacional escribió canciones como “Ven a salvar Madrid”, y ofreció a las autoridades militares su plena disponibilidad para colaborar en la realización de homenajes o festivales benéfico-patrióticos;  por su parte, el compositor. Joaquín Turina, mientras  “se repone del horror rojo”, cuenta a la prensa cómo su angustia era tal que prometió hacer una obra religiosa si salía bien de la dominación roja. O la actriz Irene López Heredia, que,  tras declarar su fe española y su fidelidad al Caudillo (“en mi camerino nunca faltaron la bandera ni el retrato de Franco”) aviva sus recuerdos sobre esa España roja donde, “la gente era asesinada a mansalva”. O María Fernanda Ladrón de Guevara, quien narra con todo detalle el consejo de guerra al que fue sometida por las milicias republicanas y en el que su magisterio actoral, al parecer, le valió para salvar la vida. O incluso el famoso cómico Ramper, al que se le atribuían casi todas las frases ingeniosas de carácter antirrepublicano, que cuenta cómo tras el final de la Guerra, anulado ya el conocido rechazo de las milicias al tratamiento social de cortesía, puede volver a llamar “señores profesores”  a los músicos de orquesta que acompañaban sus actuaciones.

Tampoco quedan al margen las denuncias de la censura republicana: Moreno Torroba y Jacinto Guerrero aluden al alimón a “la música prohibida hasta hace poco”, en tanto que Pilar Millán Astray, que había permanecido 32 meses cautiva, habla sobre el próximo estreno de una de sus obras censurada por el régimen republicano; ni siquiera una consecuencia brutal de la barbarie (el asesinato, tal es la denuncia, de 38 personas en el pueblo de Fuenteovejuna a manos republicanas) escapa a la propuesta de cierto crítico teatral  para que algún escritor componga, inspirado en los hechos del momento, una nueva versión del texto homónimo de Lope que evidencie, así se califica, la barbarie de aquellos republicanos marxistas, que, por ejemplo, a través de las adaptaciones revolucionarias del clásico, habían soliviantado antes de la Guerra a “gentes incultas y envenenadas”.

A lo que, naturalmente, se suma el recuerdo de caídos, víctimas de la barbarie bélica: desde los  autores asesinados (mártires en el lenguaje al uso) como Pedro Muñoz Seca u Honorio Maura a aquellos cuya muerte se atribuye a la persecución, el abandono y la miseria (tal el caso de Serafín Álvarez Quintero o de la actriz Nieves Suárez). A ellos se brindan, pues, reconocimientos y homenajes: solo como ejemplos, mientras el teatro de la Comedia dedica gran parte de su temporada  a reponer obras del gaditano en número muy considerable, y en menor medida algunos otros como el Infanta Isabel o el Fontalba, se despliegan homenajes al autor en los propios teatros o en otros ámbitos públicos (así el busto que se le dedicó a finales de año en el Puerto de Santa María). Muy pronto, se da también noticia de la detención de uno de sus asesinos. Como también se honra la memoria de Honorio Maura con una función homenaje en la que Nini Montian protagoniza una de sus más famosas comedias, Corazón de mujer. También muy pronto tiene lugar, a beneficio de su viuda e hijos, un homenaje (con Los caballeros, de los Álvarez Quintero) al actor cómico Antonio Diéguez, asesinado, así lo subraya el periodista que recoge la noticia “por el solo delito de ser una persona decente y honrada”. Con similar intención, la Cofradía de la Novena organiza en medio de las piedras que componían su derruida capilla, una misa dedicada a todos aquellos caídos “que con el teatro tuvieron relación”y la SAE, aparte del correspondiente funeral, y en medio de una arenga patriótica de Serrano Anguita, rinde tributo a los escritores y compositores desaparecidos: junto a los ya citados, otros como Manuel Bueno, Manuel Carballeda, Pepe Campúa, Manuel Font…

Tampoco el estado del teatro escapa a esta suerte de incesante revisionismo de primera hora: no es infrecuente encontrar diatribas contra los todavía recientes productos escénicos de filiación republicana subrayando su vacío artístico, “Al cabo de estos tres años no queda el recuerdo de una buena comedia ni de una interpretación destacada”, opta por sentenciar un cronista, quien añade que durante ese tiempo “solo han estrenado los que nunca podían estrenar; los que únicamente de ese modo, en una hora de cieno y de sangre, podían ver su nombre en los carteles”.

Frente a ello, no es raro hallar reseñas, entrevistas o artículos en los que se aportan, como ejemplo de la riqueza escénica que promete el nuevo régimen, diferentes listados de obras comerciales estrenadas durante la Guerra, con gran éxito a decir de quienes forjan las noticias, en la zona nacional. Nada comparable, sin embargo, al teatro de Falange que, en opinión de los críticos más adictos al régimen, supone la salvación del teatro español en medio de la desolación (como mejor ejemplo se apela al triste reinado del sainete) en que se hallaba instalado ya antes de la Guerra: el rescate de la tradición clásica española llevada a cabo ya con cierta anterioridad al término de la Guerra por el Teatro de F.E.T. y de las J.O.N.S. en múltiples escenarios de la España franquista, dirigido por Luis Escobar, así como el éxito popular que se le atribuye, permite, tal se dice, que el teatro español continúe en pie “como cosa neta y gloriosamente española”.

Se trata, además, de subrayar otros aspectos importantes de la escena que, fuera del dominio republicano, obtuvieron los laureles del triunfo: así se predica, por ejemplo, de algunos autores y compañías que en San Sebastián, lugar proverbial de descanso de la retaguardia franquista, o en la Barcelona recién conquistada habían cosechado importantes logros y reconocimientos: Antonio Quintero y Adolfo Torrado como escritores, y compañías como las de Tina Gascó y Fernando Granada, o María Basso y Leandro Navarro, o la de Carmen Díaz, de quien se cuenta que había debutado con toda valentía en Zaragoza bajo un intenso bombardeo. Junto a ella, forman parte de este grupo de actores-héroes, y así se enfatiza, otros que empuñaron las armas o tuvieron participación activa en los frentes: por ejemplo, García Ortega o Natividad Zazo. Sin duda, no era esta la consideración que merecieron otros cómicos, también autores y compositores, que, llegado el término del conflicto, debían compensar anteriores desafecciones o  tibiezas en relación con el nuevo régimen mediante generosas entregas de oro al Tesoro Nacional luego convenientemente aireadas en la prensa del momento: el maestro Padilla o los célebres payasos Pompoff y Thedy serán ejemplos de ello. Llegaba el momento en que las credenciales y los avales  ante las instancias de los vencedores se convertían para muchos en instrumento de supervivencia y aprecio: incluso a algunos autores, por más consagrados que fueran, se les reprocha, en aplicación de las proclamas antiburguesas del ideario falangista, su escasa participación en la guerra o su ingratitud ante los vencedores, reflejo de su timorata condición de burgueses de saloncillo: no era el caso de quienes sí habían actuado como modelos de acción a favor de los nacionales (Miguel Fleta o Joaquín Calvo-Sotelo son citados elogiosamente a este respecto). Frente a ellos, y sin lugar para el olvido, se proyectaba el denuesto contra Rafael Alberti, “uno de los seres más abyectos que nacieron por error en nuestro suelo”.

En medio de todo ello, es también el tiempo de los regresos de quienes habían sido sorprendidos por el conflicto de viaje o en gira o de quienes, tras el estallido bélico, habían buscado refugio fuera de España; el goteo es incesante: algunos, saludados con verdadera simpatía y alborozo (Irene López Heredia, Vicente Escudero, María Palou y Felipe Sassone…); en ocasiones, se trata todavía solo de un deseo (Eugenia Zuffoli, Pascuala Mesa..) y, en otras, de “deplorables ausencias” (Lola Membrives) que, a veces, llegan a considerarse ofensivas (Carlos Arniches). De todos ellos solo quizá a Raquel Meller, en su condición de diva, contratada por Circuitos Carceller para actuar en el Teatro de la Zarzuela, se le llegue a admitir, en medio de la euforia de otros regresos, la confesión de su declarada tristeza por esos “tres años terribles”.

 

Julio Huélamo Kosma
Director del Centro de Documentación Teatral

 

 

 

 

 

 

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