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1. MONOGRÁFICO

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1.3 · VISIÓN CRÍTICA DE LA REALIDAD ESPAÑOLA. EL TEATRO DE JOSÉ MARTÍN RECUERDA DESDE LOS INICIOS DEL PERIODO DEMOCRÁTICO


Por Antonio César Morón
 

 

A través del título de la obra logra conjugar el autor las dimensiones moral y política de un reino. En cuanto a la dimensión política, nos encontramos en plena expulsión por parte del reino de Castilla de todos los judíos que se nieguen a convertirse al cristianismo. La conversión adquiere así un papel que, por un lado, se concibe como un acto de traición a unas creencias y una educación judía, mientras que por otro lado, supone un acto de subyugación a otra religión, amparada esta última por el poder de los reinos cristianos. Asistimos, además, a una conversión moral, y donde mejor podemos apreciar esta idea es en el personaje de Celestina, ya que la obra gira en torno a esta, principalmente. Celestina es una muchacha que guarda su virginidad para un hombre que la ha enamorado y que, tras abandonarla, nunca volverá. Las circunstancias la acaban convirtiendo en una prostituta, hechicera y arregladora de amoríos; y su casa se acaba transformando en un prostíbulo. Al comienzo de la obra la inspiran sentimientos de docilidad y hasta de sumisión y temor; pero acabará clamando venganza, rezumando un odio endiablado y amenazando a todo un reino; incluso físicamente su rostro pasa de un aire angelical y bellísimo a poseer una cicatriz terrible, que será la que marque su vida para siempre. Pero el giro que más puede interesarnos dentro de este trabajo es la conversión que realiza el propio José Martín Recuerda con esta obra, añadiendo una serie de ingredientes a su dramaturgia que se desplegarán a través de toda su trayectoria durante los inicios del sistema democrático; me estoy refiriendo a elementos como la violencia y el odio que, si bien funcionaban en obras anteriores determinando la acción de sus personajes, se articulará de manera distinta durante este período. Así pues, si en obras como El caraqueño (1968) estos elementos aludidos se incardinan desde la sociedad hacia la psicología de los personajes, a partir de los años ochenta esos elementos aludidos se incardinarán también desde la política, concibiéndose esta como la expresión máxima de la injusticia.

Si hacemos un repaso por la vida teatral de José Martín Recuerda, podremos apreciar que es un autor muy influenciado por la repercusión de sus montajes y la respuesta del público (Morón, 2008), encontrando caminos para su dramaturgia a partir de la recepción de sus obras por parte de ese público. Así ocurrió después del estreno de una obra como El teatrito de don Ramón, dirigida en 1959 por José Tamayo [fig.4]; o a partir del estreno en el año 1963 de Las salvajes en Puente San Gil, dirigida por Luis Escobar. Podemos decir que tanto Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipciaca como El engañao suponen la eclosión de la dinámica dramatúrgica que inaugurara Martín Recuerda a partir del bienio 1961-1963, cuando comienza escénicamente lo que después se conocería como teatro fiesta. Ahora bien, la recepción de El engañao hace a Martín Recuerda replantearse nuevamente su dramaturgia, la cual comenzará a explotar a partir de este momento algunos elementos que podemos rastrear en su producción anterior, pero que ahora, conjugados con el nuevo rumbo de acontecimientos sociopolíticos, le otorga un carácter verdaderamente definitorio a sus textos, los cuales comienzan a definirse por esa acendrada agresividad en sus personajes y en su lenguaje a la que me he referido anteriormente.

Recién constituido el Estatuto de Autonomía de Andalucía y configurados los múltiples partidos políticos que formarán parte del hemiciclo de esta región, nos encontramos con dos obras verdaderamente corrosivas, no solo para con la nueva clase política que se está gestando, sino también para con toda una sociedad que se ha instalado en una especie de salvajismo al que ha llegado, precisamente, por el engaño al que la han sometido sus gobernantes. Así sucede con Caballos desbocaos (1978) y Carteles rotos (1982). Ambas tienen un esquema de construcción dramática muy similar y que ya había explorado el autor en otra obra anterior: Como las secas cañas del camino (1960). La acción se desarrolla en una escuela y una casa solariega apartada, respectivamente, en un día de fiesta popular, lo cual es bastante significativo, desde el punto de vista de la construcción técnica del drama, porque posibilita que desde fuera esté entrando continuamente una jarana musical que resultará enloquecedora para los personajes y propiciará que se desate el conflicto dramático. Ese conflicto vendrá constituido por una serie de revelaciones de secretos y de antiguos rencores guardados, que saldrán a la luz llevando a todos los personajes a su propia destrucción. En ambas obras hay una compleja conjunción de actantes en donde chocan entremezcladas mentalidades procedentes del antiguo régimen con las del inicio del sistema democrático. Las instancias de poder político y la nueva sociedad constituida no se presentan en ambas obras como una salida, sino como todo lo contrario. Pudiéramos decir que el fatum que arrastraba a los personajes de obras como Los átridas (1951) que, en definitiva, era producto de la posguerra civil española (Morón, 2011), volvemos a encontrarlo ahora dentro de la transición y del nuevo sistema democrático; si bien los personajes de las últimas obras tienen siempre el punto de rebelión y de lucha que Martín Recuerda les otorga a partir del bienio 1961-1963 (acerca del cuál reflexionaré más adelante). La acción es casi reducida en ambas obras, como vengo diciendo, a las confesiones de los distintos personajes. De ahí que la tragedia alcance una dimensión atemporal, como pegada a su piel, que continuará después del final mismo de la obra. Detengámonos, para ejemplificar esto que vengo diciendo, en la exposición del argumento de Carteles rotos.

Asistimos a la debacle de una familia cuyo fatum heredado viene constituido por la explotación y el homicidio, desde que el abuelo de todos ellos robara las tierras de los campesinos, y el padre (el General Borja) firmara sentencias de muerte durante los años del franquismo. Los hijos no pueden escapar a ese destino (en el que el desamparo se muestra como la imposibilidad de dejar de causar muerte). Así, un hijo se ha convertido en un criminal de una banda terrorista; su hija se ha convertido en una médico que practica abortos; mientras que el hijo mayor, Paco, se autodestruye a sí mismo, además de maltratar física y psicológicamente a la mujer que lo ama (Patricia, una negra de Harlem). La visión crítica se muestra en el momento en que se conoce que todos los hijos son universitarios que ante la falta de trabajo han caído en ese destino al que estaban sometidos de forma fatídica por sangre familiar. Es muy interesante la integración festiva que Martín Recuerda propone desde la acotación final, sugiriendo que caigan carteles rotos desde el techo del teatro para que sean pisados por los espectadores al salir. Como podemos apreciar, se mezclan varias instancias teatrales manejadas ya por el autor: el fatum trágico como punto de partida de la historia, combinado con una idea de engaño que alimenta el instinto violento de todos los personajes; una propuesta escénica desde la acotación inicial que permite combinar dentro de la trama el mundo de los personajes que vemos en escena con el de aquellos que permanecen en el ámbito de lo extraescénico; y el concepto de teatro fiesta.

En su siguiente obra, sin embargo, Martín Recuerda se aleja de la realidad del pequeño pueblo del sur para situar la acción dramática en Madrid. En esta obra desaparece el elemento de constitución de la trama alrededor de un solo espacio; pero el resto de elementos que he destacado con respecto a las obras anteriores continúa. Si bien, además, los contrastes que devienen de situar la acción en un gran espacio de confluencia, le permiten a Martín Recuerda tildar toda la historia y los personajes desde una estética deformante, desde la cual se genera un grotesco que se conjuga con la idea de engaño, fundamental, como estamos viendo, en la dramaturgia del autor dentro de esta etapa de su carrera.

Esto es lo que, en definitiva, podemos considerar como visión crítica de la realidad española, que será encarnada en un personaje arquetípico para explicar esta dinámica: la Trotski. Políticamente nos encontramos otra vez situados en los albores del nuevo sistema democrático; esta vez, como digo, no ya en un pueblo del sur, sino en el centro del poder de la nueva clase política, recién terminada la Transición, cuyo peso ideológico (en cuanto a los aciertos y contradicciones que se generaron en una etapa tan delicada de la Historia de España) se deja sentir a lo largo de toda la obra. Este trasfondo político será filtrado por la escritura de nuestro autor y presentado a través de un prisma en donde se nos ofrecerá una dimensión grotesca de la realidad, desde donde se denunciarán las adversidades que manifiesta ese mundo actual para unos personajes que seguirán siendo totalmente unos inadaptados también ante el nuevo cambio social.

Esta obra es la primera de una trilogía cuyo nexo de unión son sus tres personajes protagonistas: La Trotski, La Miura y La Carajaca, y que, muy acertadamente, Ángel Cobo ha calificado de tragedia grotesca, destacando como característica fundamental de la particularidad de la misma en la dramaturgia de José Martín Recuerda, la imposible rebelión de sus personajes ante el poder y la sociedad establecidos, y contrastando esta idea con la definición aristotélica de lo trágico, para facilitar la comprensión de lo que realmente significa esta denominación:

Sin pretender establecer aquí una definición sobre tragedia y sentido de lo trágico, sí puede decirse que, en la tradición clásica, tragedia es la posible rebelión que lleva a cabo el héroe trágico en una acción “revolucionaria” contra lo desconocido: destino, mitos o dioses, cuyo resultado siempre es fatal; una acción individual donde el héroe, indefectiblemente, habrá de perecer o andar errante, eternamente, pagando su crimen de rebelión o transgresión de normas y principios establecidos, pero su acción representa siempre latencias en el subconsciente individual y colectivo y, de ahí, su ejemplo catártico para la sociedad o público lector o espectador. El héroe trágico es paradigma de la sociedad en que vive, aunque su rebelión sea condenada por los poderes y el orden establecido en dicha sociedad; el héroe trágico es una extensión trascendente, en el fondo y en la forma, de la sociedad en la que se individualiza, y pretende, rompiendo todas las convenciones, llegar hasta el infinito en su rebelión, provocando así la hybris o ira de las fuerzas supremas o dioses. Sin embargo, cuando la acción dramática se establece en un antagonismo dual en todos y cada uno de los signos que conforman y dan expresión a la rebelión trágica, estamos, creemos, en lo que puede definirse como “tragedia grotesca”: cuando verdades individuales llevan a una rebelión no compartida consciente o inconscientemente o, aún más, no deseada por la sociedad a la que se dirige; cuando personal o colectivamente surgen ciertas realidades físicas o espirituales, en contraste y contradicción con las verdades o apariencias que una educación, cultura, regla o conveniencia social han establecido, se produce el efecto grotesco, y su consecuencia es trágica, ya que es una rebelión que puede romper la dualidad armónica verdad-apariencia y, por tanto, el individuo es condenado no sólo por el poder establecido, sino por la propia sociedad a la que pertenece: no en balde el héroe grotesco intenta, con su propia inmolación, la disolución del status social (Martín Recuerda, 1998a: 27-28).

Al viejo café cantante “La Gloriosa Victoria” han llegado dos mujeres sesentonas (La Miura y La Carajaca) “los ojos muy pintados. Las pestañas con mucho rimel azul [y que] cuando alzan los brazos para discutir o parlotear suena un montón de pulseras de chatarrería” (Martín Recuerda, 1998a: 54), con la pretensión de que el dueño del local (Don Baltasaro) les haga un contrato formal como cantantes de copla, ante lo cual, el empresario se niega, aduciendo –además de excusas económicas– los siguientes argumentos:

DON BALTASARO.- (Levantándose.) No quiero, ea. No quiero más contratos. Iros a Sevilla, que ahora es la tierra de los acogíos o de la Virgen de los Remedios. ¿Qué vais a hacer vosotras en este Madrid donde ya nadie se acuerda de la Piquer? ¿Pero tenéis de esto? (Se señala la frente.) Ni chispa. Dos focas pa el Océano Pacífico. Allí estaríais mejor: en el Océano. Hoy, la gente quiere lo roquero y lo punki. Y las tengo así. Así. (Hace el gesto con los dedos.) Y que nos hartamos de reír viéndolas en sus competiciones con “Las Vulpes” y otras por el estilo. ¿Digo, aquí con peinas y mantones? Ni a la Faraona la quiero aquí. (Martín Recuerda, 1998a: 57).

El parlamento de este personaje nos da una idea muy clara del conflicto principal de tema ético-político que aparecerá a lo largo de la obra: ha llegado una nueva época en donde cierta gente no tiene cabida, en principio, a no ser que se adapte. Pasados unos instantes, cuando Don Baltasaro está echando casi a patadas a estas dos mujeres, aparece La Trotski, una mujer de una edad similar a las anteriores, con traje de cuero y pelo a lo punk, acompañada de un grupo de jóvenes adeptos a esta estética. Ella viene a hablar con el dueño del local, para obligarle a que se lo venda, después de hacerle un chantaje, al enseñarle los papeles de sesenta y nueve denuncias por explotación de antiguos artistas que trabajaron en el café. Ante las amenazas, Don Baltasaro empuña una pistola, mientras La Trotski responde:

LA TROTSKI.- […] Te doy el doble de lo que tienes, si te retiras de una vez, porque la que debiera asesinarte soy yo […] Firma aquí. (Saca otros documentos.) Firma y déjame tu café cantante a mí, pagado con los millones que quieras, a mí, que no voy a chupar sangre, sino a dar trabajo, y huye con tus dineros antes de que ponga una bomba a ti y a tu café. Soy la justicia y la ley, y vengo a darte tu última oportunidad, porque tengo tanto dinero como dineros robados tienes tú. (Martín Recuerda, 1998a: 66).

En la siguiente escena se nos presenta a esta mujer viviendo en casa de su novio (Don Cristobalito), un fiscal retirado y rico, que solo quiere olvidar las injusticias y los crímenes que cometió en el pasado. Él es el protector de La Trotski a quien ella, en principio, lo único que desea es sacarle el máximo dinero posible –entre ello lo que le hace falta para comprar el local– para invertirlo en solucionar injusticias. La Trotski es muy contradictoria en su comportamiento, dado que: odia a Don Cristobalito por ser un rico propietario y por haber mandado a cantidad de gente a la cárcel –incluso a ella– y al paredón; pero está enamorada de él y poco a poco se ha ido acostumbrando a su situación de lujo, seducida por las proposiciones de amor y los agasajos del fiscal, mientras sigue luchando en nombre de sus convicciones ideológicas contra este tipo de vida. Por otro lado, es una comunista que adora a la Virgen de la Macarena; le gusta el heavy metal (incluso compone letras) y las sevillanas y la copla; denuncia las injusticias del fascismo pero vive agasajada por un fascista; habla de revolución social pero solo celebra fiestas; amenaza continuamente con marcharse de la casa, pero siempre se queda; etc. A esa casa llegan La Miura y La Carajaca, quienes, tras haberla reconocido en el bar, han hecho por enterarse de dónde vive para ir a visitarla. Las pasaron mucho tiempo encerradas en la cárcel de Yeserías, donde se hicieron muy amigas. Seguidamente aparece Don Baltasaro quejándose de que La Trotski le ha robado treinta mil pesetas en el bar y exigiendo su devolución. Ella lo niega e intenta de nuevo proponerle el negocio de compra por el que se debe comprometer a vender el café por veinte millones, y a la vez, con ese dinero, pagar todo lo que se le debe a las artistas que trabajaron para él en otro tiempo y, a las que estuvieron encerradas en la cárcel, pagarles el equivalente de lo que hubieran cotizado en la seguridad social en todos esos años. A Don Baltasaro no le interesa el negocio, pero ellas intentan que firme, casi obligándolo, mientras van palmoteando y montando una jarana. Así termina la primera parte de la obra. La segunda parte comienza con la jarana que se había quedado en sus inicios en casa de Don Cristobalito, pero de donde ya se ha marchado el empresario. Todo son risas y palmas hasta que La Miura se enzarza con Don Cristobalito en una sarta de reproches, cuando al preguntarle si sabe quién es ella y mentarle el nombre de su madre (que había sido una guerrillera partidaria de la República), este le responde que solo quiere olvidar. En ese momento La Trotski intenta apaciguar la situación, así que sus amigas acaban acusándola de putón, por haber traicionado sus ideas y haberse acabado acostumbrando a la vida cómoda, y así, se terminan marchando de la casa:

LA MIURA.- Te he preguntao que si sabes quién soy.
DON CRISTOBALITO.- ¿Cómo voy a saberlo?
LA MIURA.- La hija de Manuela Sancho. ¿No te suena ese nombre?
DON CRISTOBALITO.- ¿Sonarme a mí un nombre? Tú estás loca. De tantos nombres como tuve en la cabeza, olvidé todos.
LA MIURA.- ¿No te suena el nombre de esa guerrillera que entró con Vitini por las calles de Madrid?
LA TROTSKI.- (Interponiéndose.) Bueno, Miura, deja ya la monserga.
LA MIURA.- (Más desafiante y violenta.) ¿Por qué?
LA TROTSKI.- ¡Porque to eso pasó!
LA MIURA.- Qué buen putón estás hecha. No quieres más que liar y no hablar de lo que no te conviene […]. (Martín Recuerda, 1998a: 104).

Como La Trotski se queda preocupada por el destino de sus amigas, a la vez que incómoda por la traición moral a la que ella misma se está sometiendo; y como Don Cristobalito lo único que intenta es mantenerla a su lado como sea –teniéndola contenta a cualquier precio–, un día acaba dándole la sorpresa de que sabe dónde están sus amigas, y le comunica que están trabajando en el Teatro de la Zarzuela, cantando en los coros. Así, en la escena siguiente se nos presenta a los mismos de nuevo en casa de don Cristobalito, bailando muy felices y celebrando una fiesta de reconciliación. En un momento determinado en que La Miura abre su bolso buscando polvos para maquillarse, se le caen del mismo unas drogas (que alguien del teatro le había introducido por miedo a una redada policial). Todos se ponen nerviosos; especialmente Don Cristobalito, quien dice rápido de quemarlo todo. Al ir La Trotski a recoger las drogas para deshacerse de ellas, resbala con las llaves de las estanterías de su novio que estaban tiradas en el suelo. Al verlas, ella apetece ver, junto con los demás, qué es lo que contienen esos estantes que nunca le ha permitido observar; pero Don Cristobalito se lo impide en un principio, dado que son los informes de todos aquellos que envió a la cárcel o de quienes firmó sentencias de muerte:

LA TROTSKI.- […] déjame ver, delante de mis amigas, lo que nunca me dejaste: estos estantes cerraos.
DON CRISTOBALITO.- (Muy asustado y echándose más aguardiente y bebiendo.) No, no, no, nooo…
LA TROTSKI.- ¡Cristobalito! Nunca te vi de esta forma. Te suda la frente.
DON CRISTOBALITO.- Es el alcohol.
LA TROTSKI.- (Plantándose en su crispación.) ¡Pues dame esas llaves!
DON CRISTOBALITO.- (Sentándose mientras bebe, como una persona acorralada.) ¡No, no, no! Es mi trabajo pasado. Un trabajo que es mío y no de nadie. Un trabajo que no quiero recordar. Hemos dicho de vivir olvidando todo y yo no quiero volver a una vida que se fue para siempre. Todo lo que hay ahí dentro hay que quemarlo (Martín Recuerda, 1998a: 125).

La Trotski acaba abriendo el armario y leyendo los nombres de algunos de los procesados; entre ellos salen el de antiguos amigos, e incluso, el de su propio padre, de tal manera que ella monta en cólera, acusándolo de asesino y abandonándolo. La siguiente escena, que es la última de la obra, sucede en el mismo lugar donde se inició, es decir, en el antiguo café cantante, que ahora se llama “El Socorro Rojo”. La Trotski ha prometido a Don Baltasaro la cifra de treinta millones de pesetas por el local, a lo que este ha acabado accediendo, pero todavía no ha visto ningún dinero. Mientras se preparan para el espectáculo nocturno que habrán de protagonizar La Trotski y sus amigas, Don Baltasaro va indemnizando a todas las antiguas artistas, desde la taquilla. Al momento llega al local Don Cristobalito, para hablar con la Trotski. El empresario, que no las tiene todas consigo, se queda escuchando, para descubrir que ella no quiere aceptar el dinero que el antiguo fiscal quiere poner a su nombre; de modo que el empresario comprende que todo ha sido una estafa. Don Baltasaro sale prometiendo que irá a denunciarlas, y cuando Rupertito (su antiguo empleado) le intenta detener, este lo empuja haciendo que el muchacho caiga y se dé un golpe que lo deja moribundo, pero solicitando a la vez con las palabras entrecortadas que empiece el espectáculo. De manera que las tres mujeres se suben a cantar y a bailar el vito, con mucha rabia contenida y desafiando a las autoridades a que las encarcelen. Esta gran fiesta final, por un lado nos recuerda otros tantos finales del autor; pero a su vez, en tanto que nos encontramos ante una tragedia grotesca, es diferente, en el sentido de que, como dice Ángel Cobo, en vez de ser un grito de rebelión y esperanza, “no es sino un grito de liberación ante la soledad de sus vidas y la imposible rebelión de sus ideales: el patetismo es la verdadera música de las sevillanas que cantan y bailan” (Martín Recuerda, 1998a: 36).

Con esta obra nos encontramos ante una dialéctica memoria / olvido, que ya había aparecido en tragedias anteriores, como La llanura, por ejemplo, aunque ahora se reflexiona acerca de un período político diferente: el de la Transición. Del mismo modo que en el personaje principal se ha producido una inadaptación que la ha llevado a traicionar sus ideales (de forma que se ha llegado a convertir en un grotesco perdido existencialmente), en el periodo político referido, el mecanismo ha funcionado de la misma manera, ya que en ese afán por pasar página en la Historia, se ha permitido que muchas injusticias queden impunes, y que quienes murieron por defender la República sigan permaneciendo en el olvido; tanto como lo estuvieron durante el franquismo. Esto es interesante enmarcarlo en el sistema político de entonces, cuando el PSOE devolvió a los funcionarios que fueron apartados de sus trabajos la cotización de toda una vida. Lo que se plantea en la obra es: ¿y los que no fueron funcionarios, los que se ganaron la vida de cualquier manera? ¿Por qué se ha olvidado a esa gente? Desde luego la empresa privada, tal y como se ve en la obra, no les va a pagar. De todas esas luchas, a priori perdidas, es de donde nace el héroe grotesco, para demostrar, en definitiva, que la injusticia sigue ocurriendo; con lo cual, se está acusando al nuevo sistema político de haber traicionado la memoria y los ideales de toda aquella gente que ya pagó con su sangre y con su olvido su derrota, y que seguirán pagando en una sociedad acerca de la cual se nos dice que ha cambiado y que es distinta de lo que fue, mientras la hipocresía, como se aprecia en esta obra, sigue vigente. Pero el aspecto más grotesco reside en el hecho de que, precisamente, han sido aquellas personas más afectadas en sus familias y a lo largo de sus vidas por la contienda militar de 1936, las que parecen estar más dispuestas a olvidarlo todo, ante el temor y el chantaje social de no encajar en el nuevo sistema; por eso mismo la rebelión queda imposibilitada desde el principio: porque, como se ha citado ya anteriormente, la verdad del héroe no es compartida ni consciente ni inconscientemente por el resto de la sociedad, con lo cual, este tipo de héroe grotesco solo puede permanecer en la marginalidad y totalmente ignorado.

Destaca Ángel Cobo Rivas que el carácter radicalmente revolucionario de La Trotski está dentro del teatro de Martín Recuerda en otra serie de personajes (como ocurre con las salvajes o las arrecogías), pero teniendo en cuenta una diferencia fundamental: la individualización de todo el carácter subversivo y revolucionario que anteriormente detentaba el personaje coral. Detengámonos en las palabras de Ángel Cobo:

La Trotski es un personaje fácilmente reconocible en la larga lista de personajes populares, sobre todo mujeres en el teatro de Martín Recuerda. Personajes populares maltratados y humillados por nuestra reciente situación social, política y religiosa y, sobre todo, por nuestra inveterada idiosincrasia histórica. Pero, hasta ahora, estos personajes populares siempre habían tenido una función coral en los dramas de nuestro autor; una función coral que, a diferencia del coro clásico, sus componentes mantienen una personalidad individualizada, matizando y enriqueciendo la fuerza dramática con la que el coro o colectividad acusa de su situación o reivindica sus intereses. Sin embargo, La Trotski, descendiente de aquellas arrecogías (La Militara, La Empeciná, La Caratauna...) liberales, sale del coro y se convierte en protagonista: su lucha, su agón, habrá de librarlo en la más terrible de las soledades y marginación; su lucha no es sólo contra el Poder, sino contra la propia sociedad que aunque comprenda la verdad vital y los ideales que La Trotski defiende, sin embargo, no los comparte. El olvido y la crueldad del tiempo que pasa sobre todas las verdades y mentiras de la Historia hace que la rebelión de La Trotski sea imposible. Y de esa imposibilidad trágica se desprende que su voluntad de lucha y rebelión sea una voluntad romántica, entendiendo por “romántico” el sentido revolucionario con el que nació dicho término. Presente histórico, abolición del tiempo y del espacio, transgresión grotesca y rebelión imposible, son signos que llevan, quizá, a una posible liberación romántica (Cobo Rivas, 1998: 267-268).

 

 

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