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2.2 · Teatro público en España. Aportaciones al origen de un debate inconcluso.

Por Gemma Quintana Ramos.
 

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2. VALORANDO ARGUMENTOS: INFORME SOBRE LA INFLUENCIA DEL TEATRO EN LAS COSTUMBRES PÚBLICAS, Y LA PROTECCIÓN QUE EN CONSECUENCIA DEBE DISPENSARLE EL ESTADO

La Orden Real que se le hace a la Academia no plantea el análisis del interés del arte dramático (al que, por descontado, se va a dispensar amparo), sino su influencia sobre las costumbres y la intervención que, consecuentemente, se debe llevar a cabo desde el Poder. Por tanto, dada la legitimidad de los objetivos que perseguía Romea, la Corona se preguntaba si era la subvención de esa empresa teatral la vía ideal para llevarlos a cabo y si resultaba conveniente a sus objetivos morales10.

En su primer capítulo, el informe realiza un amplio y completo recorrido histórico sobre la “influencia de la sociedad en el teatro”, donde se concluye que existe una relación ineludible y directa. El teatro viene a ser “hijo de la sociedad”. Un segundo capítulo, menos extenso, da la vuelta a la cuestión para plantearse cuál es la influencia ejercida por el teatro sobre la sociedad:

[…] mejor está el pueblo en el teatro que en la taberna, si el teatro tiende más a moralizarle que a pervertirle; pero si sucede lo contrario, quizá es preferible la primera distracción, que al menos no corrompe el espíritu. (RACMP, 1861, 238-239)

Sentados estos precedentes, hay un tercer capítulo que está dedicado al estudio cronológico de las razones que, en distintas épocas y lugares, han motivado la intervención del Gobierno en teatro. Aquí se revisa la idea, proveniente del siglo XVIII y la Ilustración, de que el teatro bien podría servir como escuela del saber y constituir “un elemento de acción poderosísimo en manos de cualquier Gobierno que supiera dirigirlo” (RACMP, 1861, 244). Sin embargo, a pesar de la acusación del propio Jovellanos sobre la incapacidad del Gobierno de usar el arte dramático en orden a “instruir el espíritu y perfeccionar el corazón” (dejándolo en manos de empresarios codiciosos e ignorantes poetastros y comediantes); la Academia piensa que, aunque el Estado haya intervenido en la dirección de los teatros, no se han percibido, por el momento, sus buenos efectos sobre las costumbres públicas.

Llegados a este punto, y corroborando lo que ya se viene percibiendo a lo largo de la lectura del informe, los académicos proponen una intervención estatal con un claro componente represivo y, también, preventivo, dado que “los estragos que causa del drama siendo malo [no se refiera a su calidad, sino a su contenido ideológico o moral], son mayores que los beneficios que produce siendo bueno, sin que se pueda evitar el daño una vez inferido […]” (RACMP, 1861, 245).

Defensa hecha de la censura y alabado el papel del censor, cargo que exige “un tacto exquisito, un conocimiento más profundo de la sociedad, de la literatura y de la escena, y un juicio recto y delicado” (RACMP, 1861, 246), resuelven negativamente respecto al establecimiento de un teatro subvencionado por el Tesoro Público e intervenido por el Estado. Lo primero les parece manifiestamente injusto; lo segundo, innecesario e ineficaz, incluso tomando en cuenta la cuestión en interés del arte (y no la de las costumbres, que es la que el informe plantea).

Por supuesto, los académicos reconocen el interés de potenciar económicamente el desarrollo del buen hacer teatral, tanto del dramaturgo como del actor. De igual forma, son conscientes de que fomentar el arte contribuye a la “gloria de Estado” y puede ejercer una importante y positiva influencia “en la cultura general”. Sin embargo, están convencidos de que esta institución de teatro público generaría más inconvenientes que ventajas.

Lo primero que se cuestiona es el origen de la subvención solicitada, que habrían de asumir las provincias, financiando así que las mejores obras dramáticas, con los mejores actores, y la mejor disposición técnica y estética, se representen en la Corte del Reino, en detrimento de su propia oferta cultural:

De modo que con semejante sistema, no sólo se obliga a contribuir a todos para lo que solo han de disfrutar algunos pocos, sino que se hace pagar a todos para privarles de una ventaja que tal vez, sin eso, se podría proporcionar a muchos. (RACMP, 1861, 248).

Con todos los matices de contextualización obvios, de alguna manera estos argumentos, obsoletos desde nuestro punto de vista actual, no dejan de plantear interesantes cuestiones que, con otra carga coyuntural, se plantearán con la descentralización autonómica, más de un siglo después. La ubicación del Centro Dramático Nacional en Madrid en el momento álgido de las demandas autonómicas será una cuestión central en el debate del teatro público durante la Transición Española. Y este mismo servirá de modelo en la creación de centros escénicos regionales una vez avanzado el traslado de competencias a las Autonomías. Volviendo al informe, también llama la atención la preocupación de la Academia por las consecuencias sobre la inflación salarial de los artistas y de las producciones, que, de hecho, constituyen un verdadero problema para la actividad privada que convive con el modelo de teatro público en un futuro.

Sin ánimo de alargarnos en exceso en el análisis, pero interesados en paralelismos de ciertos argumentos con otros que van a surgir con más de un siglo de diferencia –no tanto en lo que se refiere a poner en cuestión el sentido de un teatro público, sino en la forma de hacerlo–, conviene revisar el examen particular que los académicos ofrecen de cada uno de los objetivos propuestos por el modelo de Romea.

A propósito del objetivo de reunir en la compañía del teatro oficial a los actores más consumados, pagándoles adecuadamente para atraerlos a la empresa pública, el informe concluye que los mejores actores ya están mejor remunerados. Por tanto, esta medida solamente ayudaría a aumentar las diferencias salariales y llevaría a cierta competencia desleal con la empresa privada. Respecto a la garantía en la selección de obras y su puesta en escena con mayores niveles de “propiedad y perfección”, la Academia se cuestiona si este propósito es tan reconocido y general como para que todos los pueblos de España deban contribuir a ello. También opina que crear un modelo de actuación que sirva de referencia, aunque es un objetivo loable, no ofrece a los estudiantes más ventajas que las que ya aporta la existencia del Conservatorio, donde se puede aprender gratuitamente el arte de la declamación. Los estudiantes de la corte tienen habitualmente, según especifica el documento, acceso como público a las representaciones de los mejores actores del país, y tampoco aparece en la iniciativa del Sr. Romea, que se inclina por optar por actores de la mejor categoría y experiencia, la posibilidad de contar con un espacio para ejercitarse y llevar a la práctica sus estudios.

Por último, en lo que respecta al estímulo de la dramaturgia, están de acuerdo en que es deseable el desarrollo de las obras dramáticas de indisputable mérito, que no cuentan con el agasajo del público, bien por desidia o bien por desconocimiento. Sin embargo, exponen que sería menos costoso para el Estado, bajo el supuesto de que se considere legitimado para hacerse cargo hasta tal extremo de los estudios prácticos de los poetas o del criterio literario de los espectadores, imponerles a los teatros la representación de cierto número de comedias antiguas de autores señalados11.

No debe pensarse que los académicos se encontraban al margen de lo que el teatro protegido y estimulado por el Estado había aportado a naciones vecinas como Inglaterra y Francia. Lejos de ello, incorporan a su informe ciertas apreciaciones sobre modelos foráneos. Son especialmente críticos con la Comédie-Française, cuya creación fue, desde su punto de vista, “un acto de doméstica esplendidez” del Rey Sol, más que una medida cultural imprescindible para el interés general. Tienen claro que los franceses se enorgullecen de contar con este establecimiento, aunque, según los académicos, “nunca se hayan dejado dominar por el espíritu moral y literario que en ella ha prevalecido”12. Y, para dejar expresamente indicada su tendencia a buscar fórmulas distintas a las del vecino galo, añaden:

Si en España existiera una institución semejante, la Academia no propondría que se aboliese. Mas puesto que no existe, y nos hallamos en el caso de escoger los medios de protección al teatro que sean más adecuados, abstengámonos de preferir aquellos que sobre no ser justos ni conformes con la índole de nuestras instituciones, no son necesarios ni eficaces para su objeto. (RACMP, 1861, 256).

Así, reconocida abiertamente la utilidad del fin que propone D. Julián Romea, el documento se dispone a aportar algunas soluciones alternativas para lograr la defensa y estímulo del teatro de forma más eficaz y menos lesiva para las arcas del Estado, “dentro de los justos límites de su acción”.



10 Este debate sobre la subvención de una iniciativa muy cercana a la creación de un teatro nacional al estilo francés o alemán está cronológicamente situado en el núcleo de un periodo, 1856-1868, que los historiadores no dudan en describir como de carrera del poder hacia posiciones cada vez más conservadoras. El carro liberal ya se había puesto en marcha en Cádiz en 1812 y los progresistas no estaban dispuestos a renunciar a sus pretensiones constitucionales y de limitación del las prerrogativas de la Corona y la nobleza.
11 Incluso contemplan que el Gobierno les abone la diferencia entre el producto que ellas ofrecerían al público y el importe del lleno de localidades. “Así la empresa reportaría desde luego un beneficio y se conseguiría á muy poca costa el resultado que se desea” (RACMYP, 1861, 253).
12 Habría que contextualizar este sentimiento de rechazo por parte de estos intelectuales a las fórmulas vecinas, especialmente de Francia, “nación a la cual más propendemos a imitar” y cuya literatura y quehacer dramático, el informe considera en decadencia, sin que los fondos estatales puedan modificar en modo alguno este supuesto estancamiento creativo.

 

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