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NÜM 4

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1. MONOGRÁFICO

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PRESENTACIÓN: LOS QUE FABRICAN LOS TRASTOS.
LA ESCENOGRAFÍA ESPAÑOLA DESDE 1975


Fernando Doménech Rico (Real Escuela Superior de Arte Dramático / Instituto del Teatro de Madrid) y Eduardo Pérez-Rasilla Bayo (Universidad Carlos III de Madrid)
 

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Las palabras del filósofo, quien, no obstante, afirmaba que “necesariamente será una parte de la tragedia la decoración del espectáculo” (Aristóteles, 1999, pp. 145-146), han marcado la consideración de la escenografía durante siglos, hasta el punto de relegarla a un lugar secundario dentro de la historia del teatro. El conflicto entre el “gusto de la representación” y el lucimiento de la tramoya se ha reproducido reiteradamente a lo largo de los tiempos. Incluso autores tan poco aristotélicos en otros aspectos como Lope de Vega no dejaron de quejarse de los excesos de las tramoyas y efectos escenográficos que, según denunciaba en el “Prólogo dialogístico” de la Parte 16 de sus comedias, se habían enseñoreado de los corrales de comedias:

Teatro.– ¡Ay, ay, ay!

Forastero.– ¿De qué te quejas, Teatro?

Teatro.– ¡Ay, ay, ay!

Forastero.– ¿Qué tienes? ¿Qué novedad es esta? ¿Estás enfermo, que parece tocador ese que tienes por la frente?

Teatro.– No es sino una nube que estos días me han puesto los autores en la cabeza.

Forastero.– Pues ¿qué puede moverte a tales voces?

Teatro.– ¿Es posible que no me ves herido, quebradas las piernas y los brazos, lleno de mil agujeros, de mil trampas y mil clavos?

Forastero.– ¿Quién te ha puesto en estado tan miserable?

Teatro.– Los carpinteros, por orden de los autores.

Forastero.– No tienen ellos la culpa, sino los poetas, que son para ti como los médicos y los barberos, que unos mandan y los otros sangran.

Teatro.– Yo he llegado a gran desdicha, y presumo que tiene origen de una de tres causas: o por no haber buenos representantes, o por ser malos los poetas, o por faltar entendimiento a los oyentes. Pues los autores se valen de las máquinas; los poetas, de los carpinteros, y los oyentes, de los ojos. (Pedraza, Rodríguez Cáceres y Zubieta, 2009, pp. 51- 52).

La crítica académica es en gran medida heredera de esta consideración del teatro como texto. La tradición filológica ha impuesto un modelo de historia del teatro que en gran parte, a pesar de lo que ha cambiado en los últimos tiempos, es sustancialmente una historia de la literatura dramática: listas de autores, repertorios de obras, rastreo de fuentes literarias, análisis de personajes...

Y sin embargo, como ya advertía Aristóteles, el espectáculo es cosa seductora, y el público se ha sentido siempre atraído por él. La gala del teatro barroco estaba en las portentosas imágenes que sólo los escenógrafos italianos sabían conseguir. Durante una época tan apasionada como la del Romanticismo, las obras se anunciaban indicando el número de mutaciones que tendrían lugar entre arrebato y funesta desgracia de los protagonistas. El desarrollo de la tecnología escénica en los grandes teatros del XIX vino acompañada de una preocupación por la exactitud histórica de decorados y vestuario, tendencia que se agudizó con la irrupción del Naturalismo. La consideración del ser humano como resultado de la influencia del medio llevó a crear en escena el ambiente en que se desenvuelve la historia con la mayor precisión posible.

Sin embargo, el empuje definitivo para llevar la escenografía al primer plano de la representación no vino del Naturalismo, sino de una tendencia tan irrealista como el Simbolismo, que vino a iniciar a finales del Ochocientos la serie de embates contra el texto teatral que fueron característicos de toda la época de las Vanguardias. En 1905 afirmaba Edward Gordon Craig: “El teatro no puede depender eternamente de tener una obra que representar: tiene que representar al mismo tiempo obras de su propio arte” (Sánchez, 1999, p.  85).

El rechazo de la Literatura fue una de las señas de identidad del teatro moderno en sus primeros momentos. Frente a entronización de la palabra escrita propia de la poética clásica, se exalta el movimiento, el gesto, la luz, el color o la sensación producida por todos los elementos plásticos de la representación. Appia considera que el elemento básico del teatro es el cuerpo humano en movimiento; Artaud afirma: “En vez de insistir en textos que se consideran definitivos y sagrados, importa ante todo romper la sujeción del teatro al texto y recobrar la noción de una especie de lenguaje único a medio camino entre el gesto y el pensamiento” (Sánchez, 1999, p. 199).

Esta pugna entre dos concepciones contrarias del teatro se ha venido manteniendo hasta finales del siglo pasado. Cualquier espectador con algunos años recordará cómo en las últimas décadas del siglo XX estaba de moda despreciar el texto literario y valorar por encima de todo la fiesta teatral, la celebración del rito que suponía gesto, imagen, música y tecnología en combinaciones muy variadas. El aprecio por los aspectos plásticos de la puesta en escena llevó en algunos casos a una hipertrofia escenográfica que no dejó de ser señalada por la crítica como signo de un teatro vacuo y síntoma del despilfarro (los gastos de que hablaba el Estagirita).

Parece que, tras la vuelta del texto teatral que se ha dado en el último cambio de siglo, se ha llegado a un punto de equilibrio que será, como todo equilibrio, inestable, pero que en el momento actual se mantiene con cierta seguridad. Ya no se desprecia la literatura dramática, pero este nuevo aprecio lleva consigo la idea de que el texto teatral se hace en escena solidariamente con el resto de los elementos que conforman la representación. Y en este sentido, ya no se considera la escenografía como un bello adorno del texto, sino como un soporte igual de necesario para que la comunicación teatral se produzca. Incluso un montaje de “espacio vacío” al estilo de lo que preconizaba Peter Brook supone una elección plástica del espacio que resulta altamente significativa para el espectador.

 

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