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4. EFEMÉRIDE

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4.1 · CONCHITA MONTES, PRIMERA ACTRIZ


Por Juan Antonio Ríos Carratalá
 

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María de la Concepción Carro Alcaraz (Madrid, 1914-1994) era una señorita de buena familia cuando, en un alarde de liberalidad, decidió estudiar Derecho y, una vez licenciada, trasladarse a la University of Columbus (Nueva York). Su objetivo de pionera pasaba por perfeccionar el inglés y otros idiomas para ingresar en la carrera diplomática, que por entonces era un coto tan aristocrático como cerrado a las mujeres y los competentes. La singularidad de la aventura norteamericana, sin apenas antecedentes femeninos en la España republicana, se correspondía con la personalidad inquieta e independiente de la joven. Su vitalismo le impediría utilizar el nombre de Concha, o doña Concha más adelante, tras negarse a cumplir años gracias a unos puntos suspensivos y una sonrisa que sellaba un pacto de complicidad con los espectadores o los amigos.

Elegante, bella y cosmopolita, la cultivada joven reunía los requisitos para enamorar a un diplomático recién casado, mujeriego y también singular, Edgar Neville, que la deslumbró con sus amistades en Hollywood, un porte de dandy y una figura de sport-men, que pronto empezaría a redondearse porque carecía de voluntad ante las tentaciones. Ambos iniciaron en un tren y durante el período republicano una relación novelesca con amor, humor, riesgo, glamour, triunfos, silencios, apaños, separaciones, escenas variopintas y respeto mutuo hasta un desenlace, en 1967, donde la muerte del dramaturgo y cineasta propició nuevas anécdotas. Nadie ha trasladado esta historia a la ficción, a pesar de que los protagonistas la vivieron como si de una película se tratara. La paradoja abre interrogantes. La respuesta tal vez sea que ese romance en tiempos difíciles resulta demasiado novelesco y los pormenores carecen de pruebas, al margen del testimonio de quienes los conocieron y callaron, incluso cuando ya podían divulgar las anécdotas, entre sonrisas, por el recuerdo de algunas pretensiones de los figurantes eclesiásticos. Así, con la complicidad del silencio en público, estos testigos contribuyeron a redondear la ficción de unos enamorados que utilizaban la memoria y las apariencias para crear sus propios personajes. El objetivo era convertir la vida en un escenario donde estaba prohibido el aburrimiento.

La memoria revela su artificio para perfilar el pasado cuando se la contrasta con la Historia, que suele dejar huellas capaces de alterar el equilibrio y la coherencia de lo creado gracias a la ficción. La tarea de rastrear esas huellas en los archivos me permitió escribir un ensayo (Ríos Carratalá, 2007) y otros trabajos donde la reconstrucción de unos días aciagos contradecía la sugerente y oportuna versión facilitada por el autor y su musa. El propósito no era una desmitificación, sino comprender los motivos de los protagonistas para oscurecer unos episodios biográficos, olvidar otros e inventarse el resto hasta modelar un pasado acorde con el presente. Y ese mismo pasado, conviene recordarlo, mostraba a diario la fractura de una España dividida entre vencedores y vencidos. Edgar Neville y Conchita Montes tuvieron el privilegio de optar por su condición excepcional (talento, dinero, relaciones en el extranjero…) y no dudaron al respecto, aunque sin perder las formas y gracias al encanto de quienes brillan en cualquier circunstancia, incluso en un apaño con la realidad.

La universitaria María de la Concepción Carro no había nacido para cómica, pero su relación con Edgar Neville era una caja de sorpresas que le llevó a olvidar la diplomacia, ejercer la crítica cinematográfica en la prensa durante la temporada 1934-1935 y, tras avatares nunca aclarados por inconvenientes, a la Italia de Benito Mussolini. En la primavera de 1939, Roma representaba un refugio adecuado para esperar noticias de una España donde los vencedores andaban enfrascados en establecer los listados de los fieles y los traidores. Mientras tanto, la pareja de enamorados debía dejar atrás los pecados de una juventud liberal e inclinar voluntades con empresas cinematográficas destinadas a ensalzar el nuevo régimen. Edgar Neville continuó su tarea de propagandista depurado y Conchita Montes, que había publicado relatos al servicio de los vencedores, improvisó su primera aparición en la pantalla. La coartada de la joven para justificar su presencia en Italia junto al amante era otra, escribir los diálogos de un guión, pero la oportunidad fue aprovechada porque resultaba sugestiva y había que contraer méritos de cara al regreso a Madrid.

La inteligencia, la juventud y la belleza permitieron afrontar el reto de la interpretación a una Conchita Montes que, por el azar de una época convulsa, pasó de regentar una pensión de refugiados en San Juan de Luz y permanecer reclusa en San Sebastián –nunca justificó ambos episodios en público– a realizar tareas de propaganda durante la guerra y convertirse en una estrella de la Victoria. Estas trayectorias de conversos por el imperativo de las circunstancias despertaban recelos entre los vencedores; los de verdad y con voluntad de permanencia. El silencio se imponía entre los protagonistas. El correspondiente disimulo jamás se quebrantaría porque la sinceridad no supone un requisito para ejercer como primera actriz; y menos en una dictadura de uniformes, sotanas y señoras dispuestas a cursar “visitas de cumplido”.

Conchita Montes se mostró hábil en su negociación con el destino, estableció los oportunos límites mediante la discreción de quien aparenta no recordarlos y preservó lo imprescindible de su libertad. El celo en esta tarea fue compartido gracias a los amigos de Edgar Neville, los humoristas del 27 o la generación del Chicote, con quienes la polifacética Conchita disfrutaba en tertulias cuando los teatros ya habían cerrado. La actriz se sumó a este franquismo noctámbulo, sólo al alcance de una minoría consentida, como una dama elegante, bella, culta, sensible y dotada de encanto. También de humor e ingenio, que le permitirían sonreír ante los excesos del tradicionalismo caricaturizado en La vida en un hilo (1945) por Edgar Neville [Fig. 1] y disfrutar de las paradojas en que vivía este grupo de La Codorniz durante la posguerra.

Los primeros éxitos de Conchita Montes fueron cinematográficos y llegaron sin haber pisado un escenario. Wenceslao Fernández Flórez obvia esta improvisación y elogia a la actriz por su papel en Frente de Madrid (1939) porque lo interpretó “sin teatralismos” (Fernández Flórez, 1940). La película resultó polémica por la versión supuestamente reconciliadora de Edgar Neville acerca de lo sucedido durante la guerra civil. La doctrina oficial todavía albergaba dudas en su tarea de reescribir la Historia, pero estas cuestiones quedaron al margen de la valoración de una actriz inédita. Su atractivo rostro podía integrarse en el nuevo star-system con la ayuda de la prensa, que por entonces respondía con disciplina militar a cualquier sugerencia procedente del poder. [Fig. 2]

Conchita Montes había vuelto a Madrid con buen pie y podía ayudar a Edgar Neville, todavía casado y pendiente de una depuración como diplomático al servicio de ambos bandos durante la guerra. El proceso se prolongaría varios años porque la dilación garantizaba la entusiasta fidelidad del afectado. Otros colaboradores de ABC, el periódico fundamental para analizar la proyección de la actriz, calificaron su interpretación en Frente de Madrid como “dulce y sensible” (s.a., 1940), “sencilla y atractiva”, “ponderada y de gran belleza” (Ródenas, 1940)… La cosecha de elogios respondía a la novedad de un encanto en la pantalla sin los resabios del escenario. El balance auguraba un prometedor futuro en un escalafón con vacantes por los avatares bélicos y la necesidad de un imaginario acorde con los tiempos. La oportunidad no pasaba por quedarse en una Italia abocada a una nueva guerra, sino por volver para ocupar un puesto propio, disfrutar de las fortunas familiares y olvidar los episodios de lo innombrable.

La crítica se rindió ante el encanto de Conchita Montes y la convirtió en una estrella carente de pasado. Edgar Neville, tan enamorado como oportunista, potenció esta imagen dándole el protagonismo en los más dispares proyectos cinematográficos. Su carrera de actriz podía ir desde la resolución de un crimen en la calle Bordadores hasta la celebración de un domingo de carnaval junto a la impagable Julia Lajos, para culminar en un elegante baile después de ser florista junto al último caballo de la capital. El optimista sainete se mezclaba con la alta comedia sin olvidar las pesquisas criminales y un cervantismo de tintes ecologistas en Madrid, el escenario de estas películas de bajo presupuesto y singular concepción. La humilde florista pasaba a ser Adela, una dama cortejada por dos caballeros, sin apenas variar el registro y con su acento inconfundible, que sería admirado en la calle Serrano y aledaños. El mundo de Edgar Neville permitía esta homogeneidad de tratamientos. Tampoco importaba al público, escaso a tenor de las recaudaciones, semejante disparidad de papeles para una misma actriz, porque Conchita Montes se había forjado en las pantallas una personalidad propia y capaz de brillar entre tanta mediocridad. Su sonrisa ennoblece cualquier ambiente sin necesidad de plantearnos su pertinencia.

 

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