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4. EFEMÉRIDE

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4.1 · CONCHITA MONTES, PRIMERA ACTRIZ


Por Juan Antonio Ríos Carratalá
 

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Conchita Montes sabía elegir. Esta labor renovadora del teatro por su apertura a las corrientes coetáneas también representaba una alternativa al “torradismo” y los dramas de conciencia con pretensiones morales. La línea adoptada por la actriz en compañía de Edgar Neville, y junto al selecto grupo del que formaban parte, presupone la necesidad de permanecer al tanto de lo estrenado en París o Londres, cuando las fronteras permanecían cerradas para la mayoría. El cosmopolitismo de la citada pareja alivió la autarquía de los escenarios y su concepción de la comedia cuaja con un éxito memorable: El baile (Teatro de la Comedia, 26-IX-1952), que a la actriz le llegó en “el ápice de su fragancia, de su sensibilidad y de su dicha” (Calvo Sotelo,1967). Las frases del periódico estaban tan retocadas como las fotos de Juan Gyenes. [Fig. 4].

Las cuatro temporadas en cartel de El baile suponen un hito por la sintonía entre el cuidado texto de Edgar Neville –por fin “remató”, como tantas veces le pedía su pareja–, unos intérpretes compenetrados (Pedro Porcel, Rafael Alonso y Conchita Montes) y el público, que disfrutaba con la levedad, la exquisitez y la melancolía de la peculiar relación de amor establecida entre los tres protagonistas durante décadas. La comedia, también dirigida por Edgar Neville, tuvo su continuidad en los escenarios (Adelita, 1955) [Fig. 5], provocó una serie de imitaciones de otros comediógrafos cuyo propósito era aprovechar el éxito, fue adaptada al cine en 1959 y con fidelidad por el mismo autor, se representó en París y Londres gracias a una Conchita Montes capaz de trabajar en francés e inglés, cuando semejante circunstancia representaba una quimera para las actrices españolas… y se pretendió llevarla a Estados Unidos, porque la osadía de Edgar Neville no aceptaba las pequeñeces. [Fig. 6].

El éxito de El baile culminó una ascendente trayectoria de Conchita Montes hasta obtener el Premio Nacional de Teatro (1952) y le llegó en plena madurez. A partir de entonces, sólo cabía la fidelidad al personaje público que había creado con sus interpretaciones, recabar una admiración de la crítica que se traduce en elogios reiterados y emprender nuevas iniciativas, pues –como le recordara su amigo Fernando Fernán-Gómez– el éxito en aquella España era “pequeñito” y debía ser reavivado a menudo. La incansable Conchita Montes aceptó el desafío y durante otras dos décadas siguió subiendo al escenario, mientras preparaba sus dameros malditos cada semana para asombro de los lectores y se atrevía a afrontar la novedad de la televisión, donde presentó programas e intervino en los espacios dramáticos. Una primera actriz incapaz de cumplir años siempre resulta una mujer joven cuando, al margen de las apariencias, hay un entusiasmo por el trabajo. Edgar Neville apenas compartió este rasgo de su pareja porque ejercía de bon vivant.

Conchita Montes consiguió el respeto de la profesión y, gracias a su agilidad mental, repartió los golpes de ingenio y humor entre los compañeros de oficio, que fueron numerosos y de distintas generaciones. La actriz tuvo compañía propia durante los años dorados junto a Edgar Neville, trabajó en otras cuando en los sesenta dejó de interpretar “protagonistas” acordes con su condición de primera actriz y siempre se desenvolvió con la misma exquisitez, que parecía inmunizarla ante la maledicencia de los chismosos, a pesar de protagonizar anécdotas de diverso calibre en un Madrid todavía pequeño. Fernando Fernán-Gómez, Adolfo Marsillach, Miguel Gila, Rafael Alonso, Luis Escobar, Julia Martínez, Concha Velasco, Narciso Ibáñez Menta, José Sazatornil, Arturo Fernández… la han recordado en sus memorias y entrevistas. Siempre desde el respeto por su labor y admirados ante la laboriosidad de la compañera, que pretendía ejercer de diplomática y acabó siendo una cómica porque la vida, como demostrara con peculiar gracia Edgar Neville, pende de un hilo. Su disyuntiva no estuvo a la puerta de un taxi en una tarde lluviosa, sino en un tren donde encontró una pareja refractaria al aburrimiento.

Tal vez Conchita Montes no fuera una buena actriz por su tardía y escasa formación profesional. Tampoco el listón estaba demasiado alto, pero desde sus inicios ejerció de primera actriz: “tenía un defecto de dicción, interpretaba siempre el mismo papel, pero cuando estaba en escena borraba a todos los demás. El escenario era suyo”, según Eduardo Haro Tecglen en un obituario escrito desde el respeto (Haro, 1994). Al igual que Rafael Rivelles, durante años la madrileña marcó la pauta de la elegancia dentro y fuera del teatro. Ambos sabían que, antes de iniciar el diálogo, debían dejar pasar unos instantes, los suficientes para ser admirados por el smoking ajustado a la figura del caballero o la clámide hasta el tobillo, capaz de convertir a Conchita Montes en la musa que inspira el amor de dos entrañables rivales en El baile. La posibilidad de establecer unas pautas en la moda contemporánea del vestir y los complementos también justificaba la existencia de los escenarios cuando apenas había pantallas. Estas imágenes de un vestuario a la espera de la foto de Juan Geynes definen el teatro de la época, donde la primera actriz prevalecía sobre el personaje y, a su vez, se convertía en personaje público a partir de unos rasgos constantes. La prensa los divulgaba con insistencia propia de una consigna, los espectadores alimentaban las expectativas en función de experiencias anteriores y la relación de la actriz con el público funcionaba como una maquinaria perfecta.

La huella de El baile y otras comedias similares permaneció fresca hasta mediados de los sesenta, cuando Alfonso Paso y Juan José Alonso Millán encarnaban a las nuevas promociones de comediógrafos. Los escenarios del desarrollismo ya no admitían la elegancia o la exquisitez de sus predecesores con las correspondientes primeras actrices. La fidelidad del público a Conchita Montes permaneció, a pesar de que su comedia burguesa, cosmopolita y tranquilizadora se resquebrajó, porque hasta el ideal agota si se pretende la felicidad, máxime cuando la misma ya se concretaba en un utilitario y varios electrodomésticos. Los escenarios y las pantallas del tardofranquismo se renovaron para adecuarse a un paisanaje de medio pelo y entusiasta, Conchita Montes encontró nuevos huecos sin la prepotencia de algunas compañeras y permaneció como una referencia para la profesión.

Edgar Neville no compartió la prudencia de su compañera. El comediógrafo protagonizó polémicas desde la posguerra y lanzó algún comentario desafortunado, como cuando declaró a su amigo Jacinto Miquelarena que los ingleses acudirían a ver El baile en Londresporque estaban cansados de esperar a Godot (ABC, 20-VII-1956). La obesidad de sus últimos años progresó en consonancia con la rotundidad de sus opiniones acerca de quienes encarnaban cualquier alternativa. Los neorrealistas no salieron mejor parados en sus comentarios. Conchita Montes, por el contrario, evitó estas rudezas de caballeros y se limitó a sonreír en las entrevistas mientras intercalaba alguna mentira piadosa, como cuando declaró a Josefina Carabias que la recaudación de El baile en París fue donada a “unas monjitas”. El objetivo era ayudarles a cuidar la desvalida infancia de “unos huerfanitos” (ABC, 4-II-1954). La ocurrencia de la actriz se convertiría en una verdad indiscutible gracias a “ese aire modernista” de su apariencia, compatible con “una atinada elegancia y unas maneras exquisitas”, que exhibía en sus apariciones públicas.

Conchita Montes forma parte de un pasado teatral digno del recuerdo y visto en tantas ocasiones a través de las fotografías de Juan Gyenes, que sintetizan aquello que los textos, las críticas y otras fuentes nos sugieren. Sus interpretaciones de primera actriz superan la calidad media de la época a base de gracia, ligereza, belleza y la naturalidad de quien pisa un escenario o un salón con seguridad. Unos rasgos que nos permiten evocar a una intérprete que, además, fue “la más lúcida entre las mujeres del teatro y el cine español de posguerra”, según el citado obituario de Eduardo Haro Tecglen. Como tal y llegada la etapa democrática, cuando la traductora andaba por Moscú para hablar de Chejov, podría haberse sumado a la labor de Fernando Fernán-Gómez y otros actores que pretendían recuperar la memoria de una época dura y mediocre. Conchita Montes la vivió en primera línea y adoptó decisiones polémicas, pero prefirió el silencio en público o ante las cuartillas. Tal vez porque fue una primera actriz hasta el final y, como tal, debía ser discreta. Esa fue su voluntad y así la debemos recordar, con su clámide de mujer intemporal en El baile para el disfrute de quienes acudían al teatro con el deseo de compartir la ilusión de la felicidad.

 

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