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NÜM 4

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1. MONOGRÁFICO

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1.3 · La recepción crítica del teatro de Cervantes


Por Elena Di Pinto
 

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Este invierno he visto en el teatro de La Abadía tres entremeses de Cervantes (La cueva de Salamanca, El viejo celoso y El retablo de las maravillas) dirigidos por José Luis Gómez: una auténtica delicia, salí emocionada tras haber visto “puro teatro”. Poco o nada tocaron del original cervantino, tanto es así que, conociéndolos casi de memoria, mentalmente predecía lo que segundos después oía (lo cual no es per se un mérito o un parámetro de calidad, lo que quiero subrayar es que ni se hicieron “concesiones” al público ni hubo un gran esfuerzo de adaptación y versión). No es objeto de este artículo hablarles de la espléndida puesta en escena, de las luces y la música, que también lo fueron; mi entusiasmo se matizó un tanto tras hacerme un par de preguntas a posteriori: ¿por qué “funcionan” tan bien los entremeses de Cervantes y no su teatro largo? Y ante la “facilidad” de la puesta en escena entremesil y lo fidedigno de la letra me he preguntado: ¿qué enorme esfuerzo habrán tenido que hacer los distintos versionadores y escenógrafos para poner en las tablas las comedias? Por poner un ejemplo, cuando Adolfo Marsillach dirigió La gran sultana en septiembre de 1992 para la CNTC la eligió porque era “un canto arrebatado a la tolerancia” y la aligeró (entre otras cosas, con piezas cantadas) e intensificó su comicidad; contó con la ayuda del escenógrafo Carlos Cytrynowski, que reprodujo espléndidamente el ambiente del palacio de Topkapi en Estambul, y la versión de Luis Alberto de Cuenca, que eliminó toda referencia antisemita (por otra parte tópico de la época) y limó parlamentos largos y el sufrimiento de los cautivos para transmitirle al público del momento, el de 1992, un claro mensaje de respeto, tolerancia por las religiones y costumbres ajenas, apertura mental y buena convivencia [Fig. 1]. El crítico de El país, Joan de Sagarra1, comparó entonces la pieza con una turquerie, al modo de El burgués gentilhombre de Molière, seguramente para universalizarla.

Lo mejor que tienen las piezas largas cervantinas, a mi modo de ver, es la esmerada elección de las palabras, el tratamiento heterodoxo y crítico de ciertos temas y la duda metódica que infunde a sus personajes; sin embargo, los versos en algunas ocasiones no fluyen, son duros, el ritmo es lento, los parlamentos eternos, podríamos concluir que la maquinaria teatral no funciona. Huelga decir que su teatro, leído, tiene momentos soberbios, pero… ¿y la puesta en escena? De ello hablaré más adelante.

Sobre sus entremeses siempre ha habido un general consenso, pero sus comedias suscitan bastantes divergencias. Veamos, en el lapso de cien años, los dos extremos de ellas en cuanto a valoración; desde las opiniones negativas de Menéndez Pelayo (1905)…

En la historia del teatro anterior a Lope de Vega nunca podrá omitirse su nombre [el de Cervantes]: es un precursor, y no de los vulgares. Sobre sus comedias pesa una condenación tradicional, y en parte injusta, contra la cual ya comienza a levantarse, entre los extraños, más bien que entre los propios, una crítica más docta y mejor informada. Pero conviene que esta reacción no traspase el justo límite, porque se trata, al fin, de obras de mérito muy relativo, que principalmente valen puestas en cotejo con lo que las precedió, pero que consideradas en sí mismas carecen de unidad orgánica, sin la cual no hay poema que viva; y adolecen de todos los defectos de la inexperiencia técnica, agravados por la improvisación azarosa. Obras, en suma, que sólo interesan a la arqueología literaria, que los mismos cervantistas apenas leen y que parecen peores de lo que son, porque el gran nombre de su autor las abruma desde la portada. De Cervantes en el teatro se esperarían obras dignas de Shakespeare: no obras medianas en que la crítica más benévola tiene que hacer salvedades continuas. En cambio, el genio de la novela había derramado sobre Cervantes todos sus dones, se había encarnado en él, y nunca se ha mostrado más grande a los ojos de los mortales;

… hasta las muy positivas de González Maestro (2003):

Considero un error estéril interpretar el teatro de Cervantes como el resultado de una falta de capacidad, por parte de su autor, para adaptarse al teatro vigente en su tiempo. Leer y ver su teatro como el resultado de una impotencia por parecerse o adaptarse al de otros dramaturgos de su época equivale a proponer una solución falsa a un problema igualmente falso. ¿Por qué? Pues porque Cervantes nunca quiso parecerse a ninguno de sus contemporáneos. Considerar la dramaturgia cervantina como el deseo frustrado por lograr un puesto de éxito entre los autores de comedias nuevas es un error absoluto. Cervantes nunca quiso escribir comedias al estilo de Lope. Suponer que su teatro fracasa porque su intención es imitar la comedia nueva equivale a no entender la esencia de la literatura cervantina, que es ante todo heterodoxia y extemporaneidad. […] En el terreno teatral, Cervantes pretendió un imposible para su tiempo, pero no para la posteridad: triunfar en el teatro (del Siglo de Oro) con un teatro alternativo a la comedia nueva. Su público es un público extemporáneo, y su teatro es un teatro heterodoxo. […] Mientras no aceptemos esta forma de acercamiento a sus comedias, tragedias y entremeses, no seremos capaces de interpretarlos al margen de los prejuicios que la crítica literaria ha vertido sobre las posibilidades de recepción de su dramaturgia. Incluso el excepcional libro de Jean Canavaggio, Cervantès dramaturge: un théâtre à naître (1977), no ha ayudado mucho a superar este deturpado acercamiento al teatro cervantino, al definirlo esencialmente como un teatro en ciernes. No es cierto que el de Cervantes sea un teatro en ciernes, o un teatro a punto de nacer. Su teatro no es una dramaturgia a medias. No estamos ante obras inacabadas. Sus tragedias no necesitan rescribirse. Sus entremeses son piezas perfectas, y sus comedias fueron dadas a la imprenta con plena y definitiva consciencia por parte de su autor “para que se vea de espacio lo que pasa apriesa y se disimula, o no se entiende, cuando las representan” (pp. 20-21).

El problema real es que Cervantes tuvo muy poco público en su tiempo, y se frustró porque, amando el teatro como lo amaba, no tuvo éxito. Su público no es que sea extemporáneo, es que es casi inexistente. Ahora bien, su teatro sí es heterodoxo. Su ironía a todas luces clara, su enfoque, su agudeza y su visión, a ratos paródica, a ratos compasiva, de la sociedad en la que vivía eran demoledores. Eran divulgables en un medio restringido como la novela, que llegaba a menos público, pero en un medio de masa como el teatro… ¿se podían permitir?, ¿eran vendibles?, ¿respetaban la ortodoxia? Por eso dio a la imprenta sus comedias nunca representadas [Fig. 2].

Nunca representadas… y es que el teatro, sólo leído, no es teatro. Si el teatro no se pone en escena no es teatro; o, dicho de otra forma: el teatro es teatro en las tablas, no en los libros, y es que el teatro hace real la ficción.

Díez Borque definió a Cervantes en su Teatro del siglo XVII con la denominación neutra de “dramaturgo entrecorrientes” (1988, p. 60), que me parece muy acertada. Canavaggio como un “dramaturgo experimental”:

Privado del contacto con las tablas, separado de un público con el que podría haber entablado un diálogo fecundo, Cervantes forjó un arte experimental, que sufrió por no poder ser experimentado. De ahí el abanico de fórmulas que ensayó una tras otra, donde las secuencias episódicas, unidas por un juego de correspondencias simbólicas, se multiplican a menudo en detrimento de la acción. […] En el momento mismo en que Lope hacía triunfar su propia fórmula, ¿cómo podían acoger los corrales este teatro problemático, que nunca reduce a un esquema simple y eficaz la complejidad de los acontecimientos vividos? Sin embargo hay algo muy nuevo en esa búsqueda de un lenguaje distinto, capaz de instaurar, por la magia del verbo, un mundo plasmado por la ambigüedad y la duda (2003, pp. 371-372).



1 En un artículo del 8 de septiembre de 1992, en la edición para Sevilla, ese año sede de la Expo.

 

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