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2. VARIA

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2.3 · El teatro escolar de Alfonso Jiménez Romero


Por M. Teresa Mora Álvarez
 

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La vocación teatral de Alfonso Jiménez Romero fue fomentada ya desde niño. Sus primeras experiencias teatrales se remontan a las Puchinelas que la Siguirina y el Siguirín representaban en la calle Haza de su pueblo, y que era “un teatro, sinvergüenza, deslenguado, colorista, pobre, y también con una especie de tosca poesía. Un teatro que conectaba fulminantemente con su público” (Jiménez 1980:58). No asistía tanto como él deseaba, ya que su familia pensaba que “allí no aprendía más que picardías. Y sería verdad, pues aquella Rosita y aquel Don Cristobal, y el Barbero, y el Sacristán, tenían una lengua malísima [...]” (Jiménez Romero, 1996:23). De estas representaciones guardaba un vago recuerdo, que aunque prometió que “algún día, si tengo tiempo, os contaré” (Ibid, 1996:60), no volvió a precisar, reservando tan solo un par de párrafos, en su Teatro Ritual y otros tantos en su Biografía Teatral para homenajear a estos entrañables personajes de Morón. Influido por las Puchinelas de la Siguirina, jugaba haciendo otras Puchinelas. El material para construir el teatro era generalmente un cajón de vino o algo por el estilo con su teloncillo, decorados y cristobitas, que no se parecían en nada a los de la Siguirina, pues los recortaba de la colección de Mundo Gráfico –que el abuelo de un amigo tenía muy bien encuadernada, al que le dio un gran disgusto– y los pegaba a una tira de cartón. Con todos aquellos personajes se imaginaba historias fantásticas.

También le gustaba mucho construir altares y en este asunto tenía gran experiencia, por verlos hacer en la escuela de don Antonio y copiarlos luego en el “soberaíllo” de su casa. Después de construidos los quemaba, porque pasaba de ser el cura, a ser “los rojos”, representando con toda la ingenuidad infantil la historia de España en sus capítulos más dramáticos, vivos aún en la posguerra.

Con su maestro, Domingo Noguera, según me cuenta su hermana Lola, dramatizaron, entre otros textos, Sonatina de Rubén Darío. Prosiguió sus experiencias dramáticas en el colegio de los Salesianos de Morón3, donde ingresó como alumno. Las representaciones en los salesianos le parecían “unas funciones buenísimas, distraidísimas, emocionantes y divertidas” (Jiménez 1996:61). Se trataba de curiosas versiones de obras clásicas donde a veces se convertían los personajes femeninos en masculinos, se adaptaban situaciones o se suprimían escenas. Pero el niño Alfonso Jiménez se pasaba todo el día soñando con el teatro de los salesianos, por lo que se resolvió a construir una réplica en su casa. “Allí junto al corral, en una gran habitación rústica que no se usaba, hice yo mi teatro, con mis primas, mis hermanas y amigas y amigos de ellas” (Ibidem). Se repartieron los papeles según las habilidades de cada cual, y así “se cantaban coplas, se bailaban sevillanas, se repentizaban pequeños pasillos cómicos imitando situaciones caseras, como, por ejemplo una señora reprendiendo a la criada, una criada contestona y ordinaria. También, otros textos aprendidos de sus madres o abuelas” (Ibidem). En este mismo relato autobiográfico Jiménez Romero cuenta que en aquellos espectáculos se vestían de mayores, se hablaba en otro tono, y con otro acento muy fingido, se pintaban con papeles de colores a los que les echaban un poquito de saliva, y con estos mismos pliegos de papeles se hacían grandes moños para adornar el pelo y los trajes. Este fue su primer teatro, “un teatro de papel de seda, de sábanas viejas, de fantasía y de todo lo que pillábamos” (Ibidem). Y fue entonces cuando, después de haber visto en el Cine Oriente la película de Cecil B. de Mille, escribió una tragedia en cinco actos que tenía en total cinco folios y que se titulaba Cleopatra, y que no se pudo estrenar porque el niño-autor quería para la representación una bicha de verdad, y a su hermana Teresa le daba un invencible miedo. Entonces escribió La Sultana Loca. Y la estrenó, y su hermana Teresa hizo de Sultana. Ya desde estos inicios Jiménez Romero ejerce como director y autor, no tanto como actor. Todo lo que habría de ser su teatro ya en edad adulta estaba en germen en estos primeros juegos teatrales infantiles. “Yo jugaba a un teatro cómico, trágico, alegre, colorista, oscuro, claro, poético, barroco, descarado deslenguado, sinvergüenza, sobrio, musical, cupletero, fandanguero, flamenco... Todo, todo estaba ya en estos primeros juegos de mi vida...” (Ibidem, 1996:21) Más adelante se lamentaría de no haber conservado aquellos primeros balbuceos dramáticos.


2. TRAYECTORIA DRAMÁTICA EN CENTROS EDUCATIVOS

2.1. Jiménez Romero, profesor en el Instituto de Arahal. Teatro de Arahal

Entre los textos de Alfonso Jiménez Romero que se conservan y que podríamos denominar teatro infantil y juvenil, los de datas más tempranas son los que escribe al ejercer como profesor durante tres cursos en la Sección Delegada Mixta de Arahal, que dependía del Instituto de Morón de la Frontera4, sección a la que se incorpora el curso 1969/70 y permanece en ella tres cursos como profesor de lengua e inglés, haciéndose cargo también de las actividades culturales.

Cuando Alfonso Jiménez llega a Arahal aún perdura en este pueblo el dolor por los gravísimos y brutales episodios acaecidos durante la Guerra Civil. A partir de 1960 y hasta el fallecimiento del dictador, se despliegan las formas de un franquismo tecno-pragmático: desarrollismo, consumismo, tecnocratismo e industrialización acelerada; la población agrícola descendió a la mitad, millones de españoles emigraron, dejando abandonados pueblos y aldeas; disminuyeron las poblaciones medias y aumentaron espectacularmente las ciudades de alrededor de cien mil habitantes; los Estados Unidos habían desplegado bases militares en territorio español, entre ellas el aeródromo de Morón de la Frontera, colindante con Arahal, donde trabajó nuestro autor.

En la Educación Secundaria –entonces bachillerato elemental– el Estado secundó el protagonismo concedido a las congregaciones religiosas en la inmediata posguerra. En poco menos de tres lustros, entre finales de los años cincuenta y primeros de los setenta, se invirtió la estadística que repartía inicialmente al 80% de los estudiantes en centros religiosos privados y al 20% en estatales. Cada cinco años, aproximadamente se renovaban los programas educativos, se reformó el bachillerato mediante distintos planes y se creó la Enseñanza Media Profesional. El porcentaje de alumnos de bachillerato aumentó durante la década de los sesenta en más de un 300%. Había sido el bachillerato exclusividad de la enseñanza privada, pero a partir de 1960 se comienza la construcción de institutos, –no se construían desde 1939; eran 113 centros, entre los que se contaban institutos femeninos–. Desde entonces y hasta 1960 apenas se crearon más. El Primer Plan de Desarrollo (1964-1967) no cumplió la planificación prevista, aunque construyó 12.000 aulas. El Segundo Plan de Desarrollo (1968-1971) contemplaba procesos de concentración y comercialización escolares, la construcción de 25.000 aulas, cifra todavía insuficiente para una población escolar en franca expansión. Pero precisamente el año 1969, coincidiendo con la llegada de Alfonso Jiménez a Arahal, se publica El Libro Blanco de la Situación Educativa en España, cuya segunda parte estaba constituida por las bases para la reforma de la educación. El Ministro Villar Palasí pasará a la historia por ser el impulsor y el ministro durante cuya administración se promulgó la Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y Financiamiento de la Reforma (LGE), que regula y estructura, por primera vez en el pasado siglo, todo el sistema educativo español. Y para la Educación General Básica se programa por primera vez el Arte Dramático. Todo ello respondía a un gran cambio social que entrañaba la industrialización y el crecimiento de la población obrera, concentrada en las principales capitales. Durante estos años la Universidad continuó su agitada actividad política. Nunca como entonces se han dedicado tantas horas académicas a asambleas y huelgas. La creación en Arahal de la Sección Delegada Mixta –dependiente del Instituto de Morón de la Frontera– y la llegada de Alfonso Jiménez Romero a la misma, es consecuencia de todas estas circunstancias. (Esteban & López 1994, Lozano 1995, Ruiz 1996, Escolano 2002, Tiana & Ossenbach y Sanz (cord.) 2002, Negrín Fajardo (coord.) 2006)

En cuanto a la Historia del Teatro Infantil, hay que tener en cuenta que el siglo XIX ha sido considerado como una de las etapas más fecundas en la historia de la literatura para niños y jóvenes, vinculado este fenómeno al Romanticismo que mediante la compilación de cuentos, leyendas y relatos incorporó a la lectura a este sector de la población, con la intención de emanciparla del adoctrinamiento y la moralidad. (Pascual 2008). Anteriormente, las únicas manifestaciones de teatro escolar eran las realizadas en los colegios de la Compañía de Jesús y los colegios salesianos, supeditados a la formación religiosa. En España5 “hasta hace poco más de un siglo, desde que apareció La infancia primera publicación infantil editada en Barcelona, no se advierte una conciencia de la necesidad de escribir para los niños” (Martínez Velasco 1989:84)6 Y en Andalucía se cuentan escasísimos antecedentes. Y es que en Sevilla fueron prohibidas las funciones de títeres por el Santo Oficio, y aún el teatro mayor estuvo prohibido durante un siglo. En el siglo XX el campo de la literatura para la infancia y la juventud nos ofrece un fenómeno único en el mundo, y es que los mejores dramaturgos de nuestra literatura les dedican una o más de sus piezas a niños o jóvenes. Jacinto Benavente –su padre era pediatra– destaca por haber escrito siete piezas teatrales para niños, y haber creado en Madrid el Teatro de los Niños7 en 1909, en donde estrenaron obra los principales dramaturgos del momento: Marquina, Valle Inclán, Linares Rivas, Martínez Sierra, Gómez de la Serna, Santiago Rusiñol, García Lorca –que escribió una sola obra infantil– y Alejandro Casona, quien organizó un grupo de teatro infantil y escribió cinco obras. En la década de los 60, autores contemporáneos de Alfonso Jiménez Romero cultivaron el género infantil, como Lauro Olmo, que escribió seis obras en colaboración con su mujer, Pilar Enciso; Alfonso Sastre, que dio dos títulos a los escenarios infantiles; Carlos Muñiz, que compuso otras seis obras. También autores no consagrados a la escritura dramática, como Alberti, Carmen Conde y Gloria Fuertes, se han ensayado en el género infantil (Fernández 1987). Y en Andalucía el dramaturgo Romero Esteo también escribió para este género su Barco de papel. Ya en 1971 surgió en Andalucía uno de los fenómenos más positivos para este teatro: el Certamen Literario Barahona de Soto, en Lucena (Córdoba), que se convirtió en el más prestigioso de España, obra de un profesor, Antonio Viruel Rodríguez, y en el que fueron premiados entre otros, los andaluces Julio Martínez Velasco, crítico de teatro y tirititero, en el año 1972, y Ana María Pérez de Ledesma y Miguel Ángel Rellán en los años siguientes.

Alfonso Jiménez Romero, como he señalado anteriormente, se incorpora como profesor al Instituto de Enseñanza Media de Arahal en el curso 1969/70, y permanece en este Centro tres cursos. Llega a Arahal con un interesante bagaje universitario. Se había matriculado en Madrid de una carrera que no terminó, pero esa estancia la aprovechó para conocer el mundo teatral madrileño. No sabemos si en Madrid acudiría a representaciones infantiles. Se volvió a matricular de nuevo en Sevilla, en la Facultad de Filosofía y Letras, perteneció al Teatro Español Universitario sevillano, y lo hizo como actor y como autor. Joaquín Arbide, su director, le estrenó La Jaula, su primera obra representada, y más tarde Diálogos de una espera, además de varias adaptaciones de clásicos y romances, como los que escribió para la obra de Melo Neto, Muerte y vida severina (Nieto & Mora 2012). Se habían montado con el Teatro Estudio Arahal,y con el Teatro Lebrijano Diálogos de una espera, y El juego de las Hormigas rojas. Después de este estreno, y de haber terminado su carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla, se matricula en el Centro Dramático Madrid-1, donde ejercía magisterio William Layton. Cuando cree que su formación teatral en Madrid está acabada vuelve a Arahal, coincidiendo con la noticia de que le había sido concedido el Premio Delfín de Teatro de la ciudad de Alicante, por su obra Oratorio. Así que Alfonso Jiménez Romero retorna a su tierra con unas alforjas cargadas no solo con la formación estrictamente académica, sino de una gran preparación teatral.

Alfonso Jiménez se había encargado de las actividades culturales del Instituto de Arahal, porque quería hacer teatro con sus alumnos. Qué teatro pudiera prender en el interés de sus alumnos era la principal cuestión a dirimir. Tampoco él contaba, al parecer, con más experiencia en teatro para jóvenes que la referida más arriba, aquellos balbuceos y juegos infantiles. Pero quizás estas experiencias primerizas fueron las que le sugirieron representar principalmente obritas cortas, dramatizaciones de poemas, canciones populares, romances, hasta llegar al cuento de tradición oral, como vamos a ver seguidamente. Seguramente había buscado textos en la tradición dramática, pero por un lado escaseaban las bibliotecas escolares y, por otro, probablemente se chocó contra el estiaje editorial8, o como escribe su amigo y crítico “no dio con un repertorio abundante y adecuado, porque tampoco es fácil hallar muchos textos afortunados ya que el creador, si es especialista en pedagogía no suele serlo en dramaturgia, o viceversa” (Martínez Velasco 1989:59). En sus archivos se halla un texto de Casona, A Belén Pastores. Es posible que conociera otros del mismo autor, o de los autores citados con anterioridad y de sus propios contemporáneos. (Fernández Cambria, Elisa (1987), Pascual, Itziar (2008) y Martínez Velasco, Julio. (1989)) Pero hay que tener en cuenta que Alfonso Jiménez buscaba un teatro no para niños, sino para que lo representaran niños y aún participaran los niños en la fijación del texto. Y, por otra parte, había encontrado el cuento de tradición oral, que tanto gustaba a sus alumnos, y trabajando en su recopilación comprendió que el sedimento ancestral andaluz presente en ellos sería óptimo para sus piezas dramáticas escolares.



3 Así lo cuenta el autor en el relato “El teatro de los Salesianos y el teatro de mi casa”, en Teatro Ritual Andaluz.

4 Esta sección de Morón se había montado en la antigua Farmacia Municipal, siendo su director don Teodoro Pérez de Paz fundador de la antigua Academia. La llegada de Alfonso Jiménez coincide con la inauguración de un Centro nuevo.

5 El Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil otorgado por el Ministerio de Cultura, no empezó a convocarse hasta 1978, pero hasta la fecha ninguno de estos premios ha recaído sobre una obra dramática, quizás porque no haya autores interesantes en este género o porque estos tienen escasas posibilidades de publicación. Ni tampoco se ha otorgado el Premio Nacional de Literatura Dramática a ningún autor por una obra infantil, aunque sí podríamos pensar que Ahlán, de Jerónimo López Mozo, Premio Nacional en 1998 podría estar dedicada al mundo juvenil. La primera edición de los Premios Max al mejor espectáculo infantil, se otorgó en el año 1998. Y el Premio Nacional de Artes Escénicas para la Infancia y la Juventud se comenzó a convocar en el año 2009.

6 Sin olvidarnos de Saturnino Calleja (1853-1915), el editor que llevó la literatura a la escuela.

7 También denominado Teatro para los Niños; no obstante, parece que a su fundador le gustaba más que fuera de los niños.

8 Pese a que entre 1940 y 1960 la editorial salesiana de Barcelona, ediciones Don Bosco, tenía un catálogo que bajo el título Galería Teatral Salesiana, ofrecía casi 800 obras adaptadas para uso escolar.

 

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